Por si te perdiste las partes anteriores:
La Contraseña I
La Contraseña II
II
Un caso para Daniel Franco
Primera parte
Para Daniel Franco ser detective privado era una rutina monótona y ya muy poco tolerable. Cumplía, sin embargo, puntualmente con todos los encargos que se le daban contando con tristeza los días que le faltaban para que la jubilación fuera inevitable. Su nuevo jefe, Guillermo Baskerville se había encargado de minar inexorable, paulatina, pero sutilmente, un poco de su dignidad cada día, con la esperanza de acelerar su retiro, y él había cometido el error de aceptarlo en silencio. Ya ni siquiera le divertía ganar las apuestas que hacían con él sus compañeros y en donde su récord de triunfos era impresionante. Al detective Daniel Franco le bastaba ver el expediente de la persona a investigar, su edad, ocupación, domicilio, la dirección de su trabajo, sus ingresos, el automóvil, su fotografía y, tal vez, su marca de ropa, para saber si tenía o no, y en qué hoteles, citas clandestinas. A veces llegaba al extremo de adivinar los días en que éstas ocurrían, la hora y si eran con alguien de su propio lugar de trabajo o fuera de él, con amantes consuetudinarias o de paga, y todo con solo ver los antecedentes del caso. En casi cuarenta años de hacer pronósticos sobre infidelidades, apenas y se había equivocado un par de veces, una para bien de la pareja, otra para mal. Aun así, sus compañeros insistían en apostar contra él, en lances cada vez más arriesgados, pensando que su evidente hartazgo del tema lo llevaría a equivocarse. Craso error. Daniel Franco no dejaba de aguzar su ya muy adiestrado instinto, por lo que su primera afirmación, después de ver la información disponible, casi siempre era la conclusión del caso. La corroboración venía después, a veces con unos pocos matices, y con ella el cobro de las apuestas.Sin embargo, para Daniel Franco, detective de la agencia “Baskerville y asociados”, perseguir infieles no solo ya no representaba ningún reto, ninguna emoción, sino que se había convertido en el estigma de su vida, en una condena infamante. El título de “mejor sabueso de infieles” que le habían puesto en la agencia no lo llevaba con orgullo. Al contrario, le clavaba en la autoestima el vergonzoso papel de delator de rompecorazones, lo que distaba mucho de la imagen que tenía sobre la verdadera labor de un detective. Y lo lamentaba aún más cuando veía cómo sus compañeros eran asignados a casos más interesantes, como localizar personas desaparecidas, investigar actividades de espionaje industrial, deslealtades de algún ejecutivo, o diseñar la seguridad organizativa de una empresa para prevenir fraudes y, en general, todo el catálogo de servicios que la agencia ofrecía. Pero Daniel Franco no se quejaba. A sus sesenta y un años era un hombre parco para hablar, aparentemente impasible y que aún mantenía una mirada severa, escrutadora en un rostro que se había hecho más y más adusto con cada vergonzosa discusión que se daba entre cónyuges después de sorprender al o la infiel in fraganti. Entonces Daniel Franco los miraba, una vez más, discutir con los mismos argumentos, las mismas excusas, las mismas recriminaciones que hacía tantos años, como si se tratara de los mismos personajes, amargándose como si ese drama le incumbiera personalmente, como si él fuera quien acusaba o quien recibía los gritos. Por fortuna, dada su edad, lo hacían acompañar de otros dos detectives más jóvenes, físicamente impresionantes, para que intervinieran cuando él preveía que el encuentro iba a ser violento. Su jefe, Guillermo Baskerville, lo detestaba, pero no pensaba permitir que sufriera algún daño. Así, al menos, se evitaba la necesidad de ponerse en la línea de fuego del conflicto, e incluso, últimamente, podía darse el lujo de alejarse discretamente de los sucesos. Por eso se alegraba internamente cuando la parte sorprendida reaccionaba huyendo, sin querer enfrentar a su pareja, ahorrándole la escena. Sólo entonces se permitía una muy discreta sonrisa mientras miraba a algún infiel correr por el estacionamiento de un hotel. Ni qué decir cuando el cliente sólo solicitaba pruebas suficientes para tramitar un divorcio. Entonces todo era más sencillo, tan impersonal como sacar algunas fotos, tomar algunos videos, grabar alguna conversación sin que el involucrado se enterase quién había sido y luego dar el asunto por concluido.
Todos sabían de la creciente animadversión de Daniel Franco por los casos de conducta conyugal, pues era evidente, pero ninguno conocía la razón. Nunca se lo había confesado a nadie, ni siquiera a su ex jefe, y maestro, al que lo había reclutado para convertirlo en detective cuarenta años antes, William Baskerville, padre de su jefe actual Guillermo Baskerville, pero a Daniel Franco, especialista en cazar infieles, esta actividad no lo decepcionaba tanto como el no haber tenido nunca un caso verdadero, un misterio cuya resolución hubiera podido poner a prueba su inteligencia, su ingenio inductivo y deductivo, pero más aún, las técnicas de investigación y raciocinio que William Baskerville le había enseñado prometiéndole una carrera profesional llena de peligros, de sofisticados malhechores desenmascarados, de intrigas soterradas que serían develadas después de una intensa y apasionante investigación plena de acertijos, con personajes excéntricos y esquivos. Ilusión que, además, Daniel Franco alimentó leyendo a Conan Doyle, Agatha Christie, Vázquez Montalbán, pasando por cuantos encontraba a su paso en la propia biblioteca de la agencia, desde John Le Carré y Paul Auster, hasta Paco Ignacio Taibo II y Roberto Bolaño. Mientras fuera investigación detectivesca, su imaginación no le impedía encarnarse incluso en personajes como el padre Quart de Pérez-Reverte o Dupin de Allan Poe. Daniel Franco gozaba profundamente de la literatura del género, dándose una vida que su realidad de detective le negaba.
Por su parte, William Baskerville, su maestro, había llegado a México comisionado por Scotland Yard para perseguir un caso que era del interés de la Corona Inglesa y ahí se quedó a vivir. Resuelto el caso, renunció al servicio y fundó su propia agencia de detectives poco antes de casarse. Conoció a Daniel Franco, veinte años más joven que él, y lo contrató como su primer ayudante. Sin embargo, en México no parecía haber mucho interés por contratar a un detective inglés, por lo que William Baskerville aprovechó cuanto contacto tuvo a su alcance para investigar infieles entre matrimonios de la alta sociedad, que era un servicio demandado si se ofrecía con suficiente discreción y buen gusto, y que daba muy buenas utilidades. Enemigo de la imagen del detective solitario, que despachaba en una oficina sucia y oscura, que se moviera siempre en el bajo mundo, tratando con rufianes y prostitutas, William Baskerville concebía a la agencia como una empresa que debería registrar año tras año un crecimiento sostenido. Por eso se ponía sus mejores galas y asistía a cuanto evento social se pudiera colar, cosa que no le costaba trabajo por su facha de inglés alto y distinguido, de cada día mejor castellano y con mirada de persona sagaz e inteligente, así fuera a una fiesta en alguna embajada o en los mejores palcos en el hipódromo. De ese modo, poco a poco, iba multiplicando los casos en los que se enganchaba, aumentando las ganancias y haciendo crecer la agencia, al tiempo que especializaba a Daniel Franco en esa actividad.
Con el tiempo, “Baskerville y Asociados” (que en realidad no los tenía) se consolidó y diversificó sus servicios, pero a William Baskerville le costaba mucho trabajo negar la asistencia de su mejor hombre para perseguir infieles, postergando siempre su promesa de asignarlo a los pocos casos que pudieran representar peligro, los cuales atendía directamente. Por afecto a Daniel Franco, William Baskerville lo excluía de aquello que hubiera aceptado con pasión, aunque significara riesgo para su vida. Y pasaron los años, uno esperando poder titularse de detective al fin y conformándose con serlo mientras leía más y más libros, se casaba, formaba familia y crecían los hijos, el otro protegiendo a su alumno más brillante. Así, William Baskerville, con casi ochenta años encima y su esposa recién enterrada, decidió retirarse, dejando al frente de la agencia a su hijo Guillermo, quien desde niño vio con celos a Daniel Franco, por toda la atención que le prodigaba su padre y que en diversas ocasiones le negara a él. Por eso, cuando por fin tuvo en sus manos la agencia, Guillermo saturó de casos de infieles a Franco, habiendo percibido que no los deseaba, para incitarlo a renunciar y cruzando los dedos porque alguna vez se equivocara y poder humillarlo ante los demás detectives de la agencia. Pero Franco se mantenía invicto pese a todo, con lo que la relación entre ambos era siempre tensa, agria, con miradas hostiles, uno esperando un error y el otro resistiendo hasta el último día, para no perder su liquidación y su pensión. Él, que hubiera preferido ser un detective solitario y de gabardina, de cigarrillo en la boca y sombrero de fieltro, sin más despensa que una botella de vino y un poco de pan, que despachara en un cubículo con luz amarillenta y escritorio desordenado, siempre a la espera de una bella y misteriosa dama que llegara contando una historia que pusiera en peligro su existencia y reputación, era en realidad un empleado de una corporación de detectives con nómina, prestaciones de ley y horario fijo, y cuyos clientes eran atendidos, más bien, por promotores de ventas.
La Contraseña IV