domingo, 31 de octubre de 2010

La Contraseña III

[Por Cosmos02]

Por si te perdiste las partes anteriores:
La Contraseña I
La Contraseña II


II

Un caso para Daniel Franco


Primera parte


Para Daniel Franco ser detective privado era una rutina monótona y ya muy poco tolerable. Cumplía, sin embargo, puntualmente con todos los encargos que se le daban contando con tristeza los días que le faltaban para que la jubilación fuera inevitable. Su nuevo jefe, Guillermo Baskerville se había encargado de minar inexorable, paulatina, pero sutilmente, un poco de su dignidad cada día, con la esperanza de acelerar su retiro, y él había cometido el error de aceptarlo en silencio. Ya ni siquiera le divertía ganar las apuestas que hacían con él sus compañeros y en donde su récord de triunfos era impresionante. Al detective Daniel Franco le bastaba ver el expediente de la persona a investigar, su edad, ocupación, domicilio, la dirección de su trabajo, sus ingresos, el automóvil, su fotografía y, tal vez, su marca de ropa, para saber si tenía o no, y en qué hoteles, citas clandestinas. A veces llegaba al extremo de adivinar los días en que éstas ocurrían, la hora y si eran con alguien de su propio lugar de trabajo o fuera de él, con amantes consuetudinarias o de paga, y todo con solo ver los antecedentes del caso. En casi cuarenta años de hacer pronósticos sobre infidelidades, apenas y se había equivocado un par de veces, una para bien de la pareja, otra para mal. Aun así, sus compañeros insistían en apostar contra él, en lances cada vez más arriesgados, pensando que su evidente hartazgo del tema lo llevaría a equivocarse. Craso error. Daniel Franco no dejaba de aguzar su ya muy adiestrado instinto, por lo que su primera afirmación, después de ver la información disponible, casi siempre era la conclusión del caso. La corroboración venía después, a veces con unos pocos matices, y con ella el cobro de las apuestas.

Sin embargo, para Daniel Franco, detective de la agencia “Baskerville y asociados”, perseguir infieles no solo ya no representaba ningún reto, ninguna emoción, sino que se había convertido en el estigma de su vida, en una condena infamante. El título de “mejor sabueso de infieles” que le habían puesto en la agencia no lo llevaba con orgullo. Al contrario, le clavaba en la autoestima el vergonzoso papel de delator de rompecorazones, lo que distaba mucho de la imagen que tenía sobre la verdadera labor de un detective. Y lo lamentaba aún más cuando veía cómo sus compañeros eran asignados a casos más interesantes, como localizar personas desaparecidas, investigar actividades de espionaje industrial, deslealtades de algún ejecutivo, o diseñar la seguridad organizativa de una empresa para prevenir fraudes y, en general, todo el catálogo de servicios que la agencia ofrecía. Pero Daniel Franco no se quejaba. A sus sesenta y un años era un hombre parco para hablar, aparentemente impasible y que aún mantenía una mirada severa, escrutadora en un rostro que se había hecho más y más adusto con cada vergonzosa discusión que se daba entre cónyuges después de sorprender al o la infiel in fraganti. Entonces Daniel Franco los miraba, una vez más, discutir con los mismos argumentos, las mismas excusas, las mismas recriminaciones que hacía tantos años, como si se tratara de los mismos personajes, amargándose como si ese drama le incumbiera personalmente, como si él fuera quien acusaba o quien recibía los gritos. Por fortuna, dada su edad, lo hacían acompañar de otros dos detectives más jóvenes, físicamente impresionantes, para que intervinieran cuando él preveía que el encuentro iba a ser violento. Su jefe, Guillermo Baskerville, lo detestaba, pero no pensaba permitir que sufriera algún daño. Así, al menos, se evitaba la necesidad de ponerse en la línea de fuego del conflicto, e incluso, últimamente, podía darse el lujo de alejarse discretamente de los sucesos. Por eso se alegraba internamente cuando la parte sorprendida reaccionaba huyendo, sin querer enfrentar a su pareja, ahorrándole la escena. Sólo entonces se permitía una muy discreta sonrisa mientras miraba a algún infiel correr por el estacionamiento de un hotel. Ni qué decir cuando el cliente sólo solicitaba pruebas suficientes para tramitar un divorcio. Entonces todo era más sencillo, tan impersonal como sacar algunas fotos, tomar algunos videos, grabar alguna conversación sin que el involucrado se enterase quién había sido y luego dar el asunto por concluido.

Todos sabían de la creciente animadversión de Daniel Franco por los casos de conducta conyugal, pues era evidente, pero ninguno conocía la razón. Nunca se lo había confesado a nadie, ni siquiera a su ex jefe, y maestro, al que lo había reclutado para convertirlo en detective cuarenta años antes, William Baskerville, padre de su jefe actual Guillermo Baskerville, pero a Daniel Franco, especialista en cazar infieles, esta actividad no lo decepcionaba tanto como el no haber tenido nunca un caso verdadero, un misterio cuya resolución hubiera podido poner a prueba su inteligencia, su ingenio inductivo y deductivo, pero más aún, las técnicas de investigación y raciocinio que William Baskerville le había enseñado prometiéndole una carrera profesional llena de peligros, de sofisticados malhechores desenmascarados, de intrigas soterradas que serían develadas después de una intensa y apasionante investigación plena de acertijos, con personajes excéntricos y esquivos. Ilusión que, además, Daniel Franco alimentó leyendo a Conan Doyle, Agatha Christie, Vázquez Montalbán, pasando por cuantos encontraba a su paso en la propia biblioteca de la agencia, desde John Le Carré y Paul Auster, hasta Paco Ignacio Taibo II y Roberto Bolaño. Mientras fuera investigación detectivesca, su imaginación no le impedía encarnarse incluso en personajes como el padre Quart de Pérez-Reverte o Dupin de Allan Poe. Daniel Franco gozaba profundamente de la literatura del género, dándose una vida que su realidad de detective le negaba.

Por su parte, William Baskerville, su maestro, había llegado a México comisionado por Scotland Yard para perseguir un caso que era del interés de la Corona Inglesa y ahí se quedó a vivir. Resuelto el caso, renunció al servicio y fundó su propia agencia de detectives poco antes de casarse. Conoció a Daniel Franco, veinte años más joven que él, y lo contrató como su primer ayudante. Sin embargo, en México no parecía haber mucho interés por contratar a un detective inglés, por lo que William Baskerville aprovechó cuanto contacto tuvo a su alcance para investigar infieles entre matrimonios de la alta sociedad, que era un servicio demandado si se ofrecía con suficiente discreción y buen gusto, y que daba muy buenas utilidades. Enemigo de la imagen del detective solitario, que despachaba en una oficina sucia y oscura, que se moviera siempre en el bajo mundo, tratando con rufianes y prostitutas, William Baskerville concebía a la agencia como una empresa que debería registrar año tras año un crecimiento sostenido. Por eso se ponía sus mejores galas y asistía a cuanto evento social se pudiera colar, cosa que no le costaba trabajo por su facha de inglés alto y distinguido, de cada día mejor castellano y con mirada de persona sagaz e inteligente, así fuera a una fiesta en alguna embajada o en los mejores palcos en el hipódromo. De ese modo, poco a poco, iba multiplicando los casos en los que se enganchaba, aumentando las ganancias y haciendo crecer la agencia, al tiempo que especializaba a Daniel Franco en esa actividad.

Con el tiempo, “Baskerville y Asociados” (que en realidad no los tenía) se consolidó y diversificó sus servicios, pero a William Baskerville le costaba mucho trabajo negar la asistencia de su mejor hombre para perseguir infieles, postergando siempre su promesa de asignarlo a los pocos casos que pudieran representar peligro, los cuales atendía directamente. Por afecto a Daniel Franco, William Baskerville lo excluía de aquello que hubiera aceptado con pasión, aunque significara riesgo para su vida. Y pasaron los años, uno esperando poder titularse de detective al fin y conformándose con serlo mientras leía más y más libros, se casaba, formaba familia y crecían los hijos, el otro protegiendo a su alumno más brillante. Así, William Baskerville, con casi ochenta años encima y su esposa recién enterrada, decidió retirarse, dejando al frente de la agencia a su hijo Guillermo, quien desde niño vio con celos a Daniel Franco, por toda la atención que le prodigaba su padre y que en diversas ocasiones le negara a él. Por eso, cuando por fin tuvo en sus manos la agencia, Guillermo saturó de casos de infieles a Franco, habiendo percibido que no los deseaba, para incitarlo a renunciar y cruzando los dedos porque alguna vez se equivocara y poder humillarlo ante los demás detectives de la agencia. Pero Franco se mantenía invicto pese a todo, con lo que la relación entre ambos era siempre tensa, agria, con miradas hostiles, uno esperando un error y el otro resistiendo hasta el último día, para no perder su liquidación y su pensión. Él, que hubiera preferido ser un detective solitario y de gabardina, de cigarrillo en la boca y sombrero de fieltro, sin más despensa que una botella de vino y un poco de pan, que despachara en un cubículo con luz amarillenta y escritorio desordenado, siempre a la espera de una bella y misteriosa dama que llegara contando una historia que pusiera en peligro su existencia y reputación, era en realidad un empleado de una corporación de detectives con nómina, prestaciones de ley y horario fijo, y cuyos clientes eran atendidos, más bien, por promotores de ventas.

La Contraseña IV

martes, 26 de octubre de 2010

La Contraseña II

Por si te perdiste las partes anteriores:
La Contraseña I

I

Noche sin luna

Segunda parte

Julieta Díaz, lo dejaste salir y sabes que ése es un grave error. Tú que siempre eres mesurada, prudente y reflexiva, que tomas las peores noticias ecuánime. Hoy explotaste en furia por lo que él vino a decirte, por hablar precisamente después de hacer el amor. Ese acto tan intenso al que se entregan con frenesí durante los pocos días de cada mes en el que él está contigo, por lo que el tiempo es un enemigo que acelera su paso mientras se miran, se besan y fusionados en un abrazo recorren esta pequeña galaxia del primero al último sol.

Pero conoces la lógica del Poder, sabes que con el Poder no se juega, que sus reglas son implacables e inmisericordes. Tenías que disgustarte como lo hiciste porque su osadía es de las caras, de las imperdonables, las que destrozan, las que te obligan a huir y esconderte por siempre si quieres salvarte de su venganza.

Él llegó a la hora exacta según su mensaje, se abrazaron y besaron, platicaron y comieron en la modesta mesa de tu departamento. El venía radiante, feliz, traía los ojos de un niño que se divierte con la travesura que acaba de hacer. Se amaron y habló. Fuiste sintiendo sus palabras como metal derretido sobre tus razones, sobre tus propios planes, sobre tu vida. Ethan llegó para echarlo todo a perder, para proponer algo que parecía simple, pero que sabías no lo era. Por el contrario, podría convertirse en el estigma de sus vidas, por lo menos de su vida y, por tanto, el fin de tu relación con él. Por eso te enojaste, porque no era una travesura, lo que él hizo es un crimen. Más que un crimen, peor aún, una afrenta al poder de su padre que no perdonará y que, en su propia reacción, podría arrastrarlos a todos. El creyó que exageraste al disgustarte así, pero sabes que no, que lo que hizo equivale a irse a ofrecer de sacrificio a un poderoso leviatán encolerizado que lo va a engullir sin remedio.

Estás enojada Julieta y ante el asombro por tu actitud, él salió molesto también, para hablar de nuevo cuando estuvieran tranquilos. Sin embargo, ahora te embarga la preocupación. Ambos se precipitaron y rompieron una regla que tú, por precaución, pusiste: jamás salir de este departamento después de las diez de la noche. Si querían divertirse hasta tarde, saldrían desde temprano y regresarían al día siguiente, preferible quedarse en un hotel para nunca transitar de noche por estas calles peligrosas. Pero ambos olvidaron la regla y tú lo dejaste ir, sin saber siquiera a dónde, ni a qué hora volvería.

Caminabas preocupada por la estancia, mirando de vez en vez la computadora portátil y el disco que él dejó sobre la mesa, motivo de la discusión, cuando escuchaste el disparo. El sobresalto del corazón te dijo que la desgracia estaba más cerca de lo que habías imaginado. Corriste a la ventana y un resquicio entre las nubes dejó pasar el brillo de la luna suficiente para que distinguieras su silueta en el asfalto, haz blanco señalando la tragedia, frente al edificio, con una violenta rosa en el pecho, sin notar que cinco sombras se confundían con la oscuridad, huyendo veloces por las calles sucias al abrigo de esta noche asesina.

Bajaste volando las escaleras para toparte con una mirada sin vida que te cuestionaba desde el vacío. Tu angustia se transformó en la contundente certeza de lo irremediable y te derrumbaste a su lado para llorar tapándote la cara mientras más de dos años de tu vida morían también ahí mismo. Una cacofonía de escenas danzó enloquecida en tu mente: su cuerpo en el suelo, su cuerpo tibio en tu cama, el día que se conocieron en Cancún, la primera vez que volvió con flores en las manos, la manera en que siempre lo aleccionaste regañándolo mientras sonreías, los días de playa, los momentos recientes en que sacaba una computadora portátil de su mochila mientras decía misterioso “tengo algo importante qué contarte y un favor que pedirte”, los días de subir cerros, las horas comprando libros en El Sótano de Coyoacán, el orgasmo de la tarde, la birria dominguera que le gustaba, el beso apasionado de despedida de hace un mes, la cecina de Amecameca, el viaje del año pasado al Istmo, las porras a los pumas, el frío de los Yaquis, su mano en tu mejilla, su presencia silenciosa mientras hablabas con campesinos, las tlayudas de Oaxaca, tu abrazo para no olvidar un once de septiembre, la frenética noche de sexo en una bolsa para dormir en un albergue del Popo, su devoción por ti, una tarde en pacífico silencio tumbados en el Espacio Escultórico, tu amor por él, la noticia que no alcanzaste a darle, lo que no será, todo lo que iba a ser y que, ahora entiendes, no será, no será, no será.

No sabes si fue un segundo o una hora, pero el murmullo de personas asomándose a ventanas que parecían abandonadas y de puertas abriéndose, rompió tu abstracción y te permitió escuchar sirenas acercándose, tal vez ambulancias. ¿Patrullas? Recordaste súbitamente la discusión reciente y comprendiste que tu vida, que ya no era enteramente tuya, estaba en peligro. Te levantaste sin haberlo tocado y corriste de nuevo a tu departamento, tomaste el disco y lo echaste a la mochila rápidamente sin dejar de limpiarte los ojos con los antebrazos, humedeciendo las mangas de la blusa; temblando vaciaste en la misma mochila llaves, papeles, ropa sacada caóticamente de los cajones, todo el dinero disponible y fuiste a la puerta. Antes de apagar la luz, miraste tu departamento, tal vez por última vez, y el enorme dolor de su muerte se mezcló con una recién llegada nostalgia por lo que representaban esos modestos muebles rústicos y los libros regados sobre la mesa, el sofá, el buró e incluso en la cocina, la cama, tu cama, la de ambos. Agitaste la cabeza buscando no pensar más y cerraste la puerta. Momentos después tu silueta se escurrió entre los curiosos arremolinados respecto al cuerpo de Ethan, iluminados por el girar de luces azules y rojas de las torretas. Luego irás corriendo en dirección correcta hacia avenida Tlalpan, donde te recogió de inmediato un taxi.

La Contraseña III

sábado, 23 de octubre de 2010

La Contraseña

(Por Cosmos02)

Presentación
Hace unos días, en los medios especializados en Tecnologías de la Información (TI), llamó la atención la aparición del virus informático denominado Stuxnet, el cual está diseñado para atacar sistemas de control industriales y otros sistemas críticos, de modo sin precedente. Se afirma que aprovecha de manera muy sofisticada hasta cuatro vulnerabilidades hasta ahora desconocidas simultáneamente, del sistema operativo Windows (llamadas “Del día cero”, por su peligrosidad), por lo que la elaboración de ese virus no fue iniciativa de jóvenes programadores ciber-vándalos queriéndose hacer notar, sino por personal altamente capacitado trabajando en equipo y con una enorme cantidad de recursos financieros y materiales a su disposición para continuar con una ciberguerra ya en curso.

El asunto no es nuevo, por supuesto, y hablar de la seguridad informática tampoco es muy original que digamos, pero estas noticias me recordaron el tema de una novela que escribí entre 2005 y 2007 (y a la que cada año, durante algunas semanas, le cambio algo) a partir de una idea desarrollada varios años antes y a la cual, hasta ahora, nunca me he sentado a arreglarle diversos detalles para poderle dar punto final; por lo que tampoco me había animado a publicarla, como sí he hecho, en cambio, con todos los libros sobre computación que he puesto en librerías, dejándola hacerse vieja entre los bytes de los discos duros de las computadoras que he tenido en todo este tiempo. Pero para que sucesos como el virus Stuxnet no sigan dándole de sapes a mi historia, haciendo que la realidad rebase a la ficción para variar, he decidido ponerla a su consideración de forma paulatina, tanto en El tianguis Bloguero (independientemente de los post habituales de mi Bro el Agus y uno que otro con el que le suelo colaborar) así como en mi página web www.guiasinmediatas.com, añadiendo partes una o dos veces por semana hasta terminar. A ver si así tengo la presión suficiente para arreglarle las cosas que debí revisar desde hace mucho. Sus comentarios son, por supuesto, bienvenidos, independientemente de que sean unos pocos.

Quedan pues cordialmente invitados a seguir este culebrón tecnológico titulado “La contraseña”.

I
Noche sin luna

Primera parte

Ethan Campbell, esta ciudad te señala con ira, te rechaza, te expulsa. Se niega a aceptarte y te lo hace ver violentamente. Tienes facha de niño rico. Eres un niño rico, de ojos azules, cuerpo de gimnasio, pelo rubio y un metro ochenta, la sonrisa perfecta y los modales de niño educado en Lake School, la mejor escuela privada de Seattle, de bellos prados e impecables instalaciones a la que asististe en auto deportivo desde que te dejaron manejar. Pero aquí no es tu lugar, por mucho. Eres un gringo que tuvo la audacia de salirse del rumbo reservado a los turistas. ¿Qué haces por la colonia Obrera de la ciudad de México poco antes de la medianoche? ¿No deberías estar en las afueras de un hotel de Reforma si acaso? ¿En la Zona Rosa tal vez? ¿Por qué no en Polanco? ¿Por qué no en Paris, Londres o Berlín? ¿A dónde vas? ¿Por qué deambulas en dominios que no te pertenecen? ¿No te das cuenta que contrastas como un faro en medio de la oscuridad? ¿Quién te dijo que estas calles un día serían tu hogar? Te mintieron. Corrección: te mentiste. Esta ciudad te observa, te segrega, te condena y te persigue para que pagues tu soberbia. Te persigue sin tregua haciéndote pegar la huida más frenética y angustiosa de tu acomodada vida, porque es precisamente tu vida la que se va en cada zancada, en cada metro que acortan tus perseguidores, en cada bocanada de aire que jalas queriéndole dar más impulso a tu carrera. Ahora no hay dinero que valga, sólo la velocidad de tus piernas te puede salvar. Ethan Campbell, tienes que pagar el precio de tus osadías y no con dólares.

La vida es sólo una sucesión de absurdos y el amor una víctima de los malos entendidos. Él te ama, por eso te humilla así. Lo que empezó como un desencuentro con tu padre, terminó siendo un enfrentamiento reiterado y amargo en el que te cuestiona permanentemente. Él no cree aún que hayas salido de la adolescencia, a pesar de tu edad y desde hace tiempo tú tampoco crees que él pueda cambiar contigo. Nunca hubieras podido imaginar que ese conflicto te llevaría, sin ningún plan preconcebido, a un amor inesperado que llegó para ti con el tenue brillo de una mirada en un paraíso lejano. Un fuego que seguiste una noche porque te dio una luz nueva, que no sabías que existía, que te enamoró enseguida y que, para tu asombro, ella te obsequió precisamente cuando más convencido estabas de que nadie regala nada. Siempre pensaste que todos estaban a la disposición de tu dinero, del mucho dinero de tu padre, y de golpe entendiste que no es así. En el mundo del que vienes el dinero es el centro de todo y lo primero que ella hizo fue despreciarlo. Más aún: averiguó si existías sin él y eso bastó para cimbrar tu mundo, que creías basto y que ahora no te es suficiente. Por eso has sido arrastrado por ese fuego casi tres años, hipnotizado por su fulgor, como mariposilla que vuela instintiva alrededor de la débil luz de una vela. Pero te equivocaste al creer que eso te daba derecho a poseer la noche de la ciudad más grande del mundo, probablemente la más siniestra también. Te familiarizaste con este rumbo, conociste sus calles, usaste el Metro, recorriste a pie largos tramos de Tlalpan, caminaste frente a los travestis que se mostraban siempre en la misma esquina mirándote con picardía y hasta llamándote para que voltearas a verlos, conociste a la señora de la tienda de la esquina e intentaste practicar tu castellano con las vecinas de tu piso. No reparaste nunca seriamente en las miradas hostiles de los muchachos de la cuadra, ignoraste las recomendaciones de tus amigos, también ricos, que te sugerían no andar en países del tercer mundo, y seguiste viniendo aquí para comprobar que su luz era tuya, que no era un sueño, que otro universo existía, distinto, con otras reglas; algo exótico, pero genuino, más humano, doloroso, pero lleno de sentimientos que nunca te enseñaron a practicar; algo sin nombre, oscuro pero esperanzador.

No era solo la enorme belleza de Julieta, distinta a todas las frívolas e insensibles amigas de Seattle, anoréxicas que ni de lejos le igualaban la sensualidad del cuerpo y menos aún el sabor de sus labios y piel. No eran esos ojos negros, límpidos, en los que viste una vez reflejarse la luna llena como en la superficie del agua de un pozo profundo, misterioso y bello. No era solo el tono de su voz, modulada y segura, protectora y firme, diametralmente distinta a los tipludos gritos con los que tu antigua novia se zafaba de tus brazos cuando hacía berrinche. Era más que su voz, eran sus palabras. Hablaban de cosas distintas y extrañas, premoniciones de antiguas leyendas que en tu mundo eran ideas malditas, esperanzas proscritas que una vez te dijeron estaban muertas. Julieta no solo creía en la necesidad y posibilidad de un lugar mejor para todos, dedicaba su vida a ello. Hechicera moderna que fruncía el ceño al leer más de un periódico todos los días, que buscaba entender su tiempo e insertarse en él. Más de una vez la acompañaste fuera de la ciudad, junto con sus compañeros, y de su mano llegaste a comunidades pobres para verla cumplir con su trabajo. Julieta tenía un pacto de sangre con su pueblo y a ti te avergonzó descubrir que no tenías más compromiso que contigo mismo y la fortuna que debías conseguir.

“¿Pueden dos personas tan lejanas, tan distintas, con caminos tan diferentes, encontrarse, comprenderse y amarse? ¿Es eso posible?”, preguntaste después de que, por fin, luego de meses de encuentros, ella accedió a hacer el amor contigo por primera vez. Porque con ella sexo y amor no eran divisibles, porque no iba a entregarse con la indiferencia con la que lo hubieran hecho muchas de tus compañeras universitarias, porque el ritual, de no ser llevado con reverencia y verdad, no llegaría nunca a las caricias, menos aún contigo, Ethan. Julieta se mantuvo a la defensiva hasta que se convenció de ti, pues no se entregaba sin amar y menos aún a alguien que podría no volver nunca después de haber obtenido lo que, explícitamente, buscaba desde el principio. Ella jamás sería el trofeo de un pudiente junior gringo, ejemplar de caza que luego presumiría en la sala junto a la piscina de su residencia. Pero cumpliste todos los requisitos, recorriste los caminos que te mostró y pasaste las pruebas de abnegación que te impuso y si te hubiera pedido que atravesaras el infierno sin Virgilio, igual estabas dispuesto. En el trayecto, buscando el amor, transformaste tu alma sin remedio.

“Los contrarios se tocan”, contestó ella con calma mientras descansaba su cabeza en tu pecho desnudo, una mano en tu hombro, la otra en tu espalda. “Los contrarios se rechazan, pero se atraen, se niegan, pero se necesitan. Por eso viven. Por eso es posible que nos amemos, a pesar de nuestras historias personales. Es más, bajo determinadas circunstancias, los contrarios pueden transmutarse uno en el otro”, dijo entrecerrando los ojos. “¿Qué significa eso?”, preguntaste con la intriga que siempre te causaba ese modo de hablar que te hacía pensar que ella tenía una visión extraña, pero profunda de la cosas, capaz de mirar más allá de lo obvio, más allá de tu piel, hasta el hueso de tu corazón, si lo hubiera. Vidente que esgrimía los sortilegios de las ciencias sociales, hechicera de la UNAM. “Significa, gringuito loco, que un día tú te vas a tener que quedar aquí a vivir y que seré yo quien venga a visitarte una vez al mes y entonces sí, sabrás lo que es sufrir”, contestó estallando en esa carcajada contagiosa y divertida, manantial sonoro que se prodigaba generoso y genuino. Te pusiste serio ante la broma, para inmediatamente sucumbir, otra vez, a su encanto y al imán de sus brazos y su boca, embrujo del que no podías escapar.

La escuela de negocios de Harvard no te había preparado para entender del todo la naturaleza de las ONG, como aquella en la que Julieta trabajaba. Alguna vez tus compañeros y maestros se rieron de ti y tus experiencias, de la posibilidad de una labor sin ganancia, de un logro sin índice de productividad, un costo sin tasa interna de retorno, un proyecto de inversión cuyo resultado no debía ser la ganancia, sino la gente. Gasto inútil que no sacaba de la pobreza a ningún pueblo, como lo haría la libre empresa, la producción, el comercio. La libertad es el intercambio de mercancías, el libre funcionamiento del mercado. La pobreza, una difamación de sedicentes y, si acaso, la penitencia de los indolentes, no un resultado del sistema. Harvard prepara estrategias para obtener grandes ganancias financieras, así lleven a la humanidad a las crisis, y no ideas para aliviar el mundo.

Así, el estruendo de su burla llegó hasta tu padre, Steve Campbell, importante ejecutivo de la empresa de software más grande del mundo y el conflicto entre ustedes se consolidó más rápido en lo que estaba destinado a ser de cualquier modo, con Julieta o sin ella: odio irreconciliable. Entonces decidiste que en lo futuro éste amor sería tu lado secreto, tu prueba íntima del rechazo que le profesarías a tu padre y su empresa por siempre, tu venganza sobre el futuro que te ofrecía y sobre todas las prohibiciones que te impuso a partir de ese momento; aliciente para escapar permanentemente, para burlar todos sus cercos y escupir tu asco por todo lo sintético que te rodeaba. Aumentaste la frecuencia de tus viajes y en cada encuentro con ella aprendiste siempre algo nuevo que reforzaba tus recién adquiridas convicciones. Chantajeaste a tu madre para que te guardara el secreto, fingiste sumisión a él, aceptaste el puesto que despectivamente te ofreció para que demostraras arrepentimiento, primero por dinero, y con él libertad de movimiento, y luego para encontrar ocasión de traicionarlo. Buscando abrazar la luz de Julieta, fuiste fraguando un plan y creíste que la ciudad sería tu cómplice, como llegó a serlo Jack Hampton.

Te equivocaste. Esta ciudad no es cómplice de nadie, aunque también lo es de todos al mismo tiempo. Leal y traicionera, abre sus secretos sin pudor, al tiempo que cifra sus verdades más simples. Estas calles matan, pero lo olvidaste de modo infantil y a ti te habían echado el ojo, condenándote desde hacía algún tiempo. Nunca entendiste que tu presencia era una afrenta para la banda, el grupo de cuates que siempre volteaban a verte, que te sentían cuando pasabas, que te envidiaban odiándote, que especularon muchas cosas de ti sin saber nada realmente, que no podían aceptarte con tu ropa fina y pinta de bien criado, gringuísimo en tu mirar, sonreír y respirar, tu mal español, tus abrazos a esa mujer buenísima que en tus ausencias vivía sola en un pequeño departamento de un sucio edificio de la misma calle, pero que los ignoraba también, con su aire de sabihonda y educada, licenciada en algo, con sus anteojos sin aro, el pelo recogido y sus pantalones de mezclilla, que aunque sueltos, no podían simular la exquisitez de sus piernas, ni la tentación de una cintura que imaginaban breve bajo el suéter de cuello alto. La deseaban desde que la vieron llegar ahí pocos años antes y alimentaron sus fantasías con ella, aunque nunca le hubieran sacado siquiera un saludo. Entonces llegaste a pasear por ahí, inocente de lo que ocurría alrededor e ignorante de la bofetada que propinabas a aquellos desheredados de la ciudad en los que apenas, al igual que ella, habías reparado. Tu sola presencia exaltaba su ánimo y lo estás descubriendo esta noche, en la que corres desesperado por regresar al departamento, a la guarida secreta que compartes con Julieta, mujer a la que amas y por la que escapas con cada vez mayor frecuencia de tu casa, tu familia, tus amigos, tu barrio residencial, tu trabajo en Microsoft, tu país, donde todo es más abundante, más seguro, más limpio, pero que ya no te llena, en el que ya no crees, que odias y que estás ansioso por dañar, por propinarle un golpe muy duro, devastador.

Qué ironía, la mezcla de amor y odio que hay en ti te hizo caer en esta trampa mortal que te hace correr sin parar. El frenesí de la carrera se amalgama con los sentimientos encontrados, agridulces, que te invaden desde hace rato, revolviendo tu cabeza y alargando las calles sin luz, pasillos infinitos que a pesar de tu velocidad no parecen tener salida, con la muerte corriendo tras de ti y el miedo helándote las manos y el rostro, paralizándote la sangre y obstaculizándote el avance, como si nadaras en un río de lodo. De repente, ante tu vista comienza a deformarse el horizonte en un torbellino que mezcla el asfalto con el cielo, las paredes con las nubes, la salvación con la muerte. Te levantas del piso como mejor puedes y reanudas la huida, cada vez más exhausto, cada vez más aterrado.

Saliste disgustado del departamento sin más ideas que ir al bar de algún hotel de paso cercano a tomar algo. Seguías sin entender nada. Jamás hubieras imaginado que Julieta reaccionaría como lo hizo ante lo que planteaste, no esperabas con esto la primera discusión seria de tu relación. Tal vez era cierto lo que dijo: no habías aprendido nada, estabas igual que al principio, a pesar de todo. Y en esas consideraciones fuiste adentrándote en una calle oscura como el cielo atiborrado de nubes negras que dejaban a esta noche sin luna y en donde el silencio ominoso apenas era tocado por el murmullo lejano de algún conductor nocturno. Por ahí caminaste un largo trecho, por la calle sin lumbreras, de ventanas cerradas o vacías, siempre sin luz en su interior, de bodegas abandonadas y sin percibir las cinco siluetas que te seguían dispuestos a cobrar juntas todas tus deudas. Demasiado tarde te diste cuenta de tu error, Avenida Tlalpan era para el otro lado y al girar en redondo te estrellaste ante lo evidente: iban tras de ti con la peor de las intenciones y ahora no te queda más que seguir corriendo.

El miedo confunde. Es una enfermedad súbita que cuando no paraliza, obnubila. Ya no estás seguro si te persiguen o te esperan más adelante, si en vez de escapar, estás adentrándote más y más en una trampa, en una cueva sin salida, en la tan temida y mentada boca del lobo, fauces gigantescas que huelen a orines y cerveza podrida en los rincones, a zozobra y soledad en esta noche incierta. Sigues corriendo. Alcanzas a ver por fin el departamento de Julieta, la luz encendida en el tercer piso. Cuando estás a punto de llegar a la puerta del edificio, un violento tirón a la camisa te tira al suelo. El resto es cubrirse la cara de los golpes de cuatro, cinco muchachos, no lo sabes bien, el que más de tu edad, apenas 27 años. Cada puñetazo, cada patada lleva envidia, odio, un resentimiento soterrado e indefinible que alimentan desde que te vieron y hasta hoy, cuando lo liberan como fiera para que te haga daño. No pides nada, sigues desconcertado, con la mente en blanco. Las ideas, incluso las sensaciones se han ido desvaneciendo lentamente, como el andar de un anciano. Lo que te ocurre ya no te pertenece, no eres tú quien está ahí recibiendo golpes, enconchado en posición fetal. No estás ahí, no sabes dónde estás, los sonidos son lejanos, el dolor es un recuerdo, algo fuera de ti que ocurre en otra parte, tan distante como si estuvieras en Seattle, en tu casa con tu familia, en un lugar inocuo e inasible desde donde puedes esperar a que todo pase, que el odio se disipe. Por eso no imploras, no temes, no te mueves, solo esperas a que la tormenta se vaya.

Cuando por fin hay una pausa, intentas levantarte trabajosamente, tanto como lo permite tu cuerpo maltrecho, golpeado. Aunque parezca increíble, todo ocurrió casi en silencio. Durante los golpes ellos apenas hablaron, tú no gritaste, no dijiste “no”. “Gringo hijo de la chingada”, dirá uno de ellos en voz baja al tiempo que saca una pistola, corta cartucho y dispara contra tu torso una sola vez. El estruendo es el rugido de un demonio liberándose de las cadenas que lo atan al fondo de un abismo. Tu cuerpo serpentea contra el suelo por el impacto y el resto es desvanecerse como la fantasmal danza del humo que escapa de la boca del arma. Lo último que ves es la luz de la ventana de Julieta, salvación inalcanzada.

La Contraseña II

sábado, 9 de octubre de 2010

Jackie Chan

(Por Cosmos02)

En los últimos meses he visto dos películas de Jackie Chan, cortesía de Fanático en realidad, y la verdad no me arrepiento, han sido refrescantes y han valido la pena.

Todos lo conocemos, Jackie Chan es el artemarcialista chino que despuntó sobre la multitud que quiso ocupar el vacío que dejó Bruce Lee. Obviamente no fue el único, pero sí comenzó a ser el más original, no sólo por sus acrobacias y su simpatía, sino además porque fue, creo, el primero que entendió que las películas de Kung Fu tenían que ser vistas con humor porque de lo contrario solían caer en un humor involuntario.

Pero decía que estas dos películas me gustaron porque son distintas, realmente son distintas. Veo en Jackie Chan a un sujeto inteligente que entiende que ya no puede pretender ser el guerrero invencible del cine que se enfrenta a treinta tipos que lo rodean y ninguno alcanza siquiera a darle un golpe. En cambio, parece resuelto a hacer películas para contar historias que entretengan al espectador y que, con sus limitaciones histriónicas, pueda pretender de algún modo actuar en ellas. Por eso, en esas películas la parte artemarcialista pasa a segundo plano.

La primera película es “A little big soldier”.



Cuenta la historia de un soldado de la época en que China estaba dividida en tres reinos que luchaban entre sí para consolidar uno solo. Pero dicho soldado en realidad no participa en las batallas, lo único que desea es regresar a su país, hacerse de unas tierras y tener descendencia, pues es el último que queda de su familia. Por eso, en su armadura trae una flecha falsa que activa al iniciar el combate, de modo que se finge asaeteado y muerto para así sobrevivir sin pelear. Dicho soldado captura por azar al príncipe de un reino enemigo y decide entregarlo a su gobernante a cambio de las tierras que anhela.

En esta película, a pesar de que en efecto trae algunas acrobacias propias del actor, es evidente que, como decíamos arriba, lo importante es la historia que cuenta, por ello el final es realmente muy bueno (sin ser la quinta maravilla del séptimo arte, por supuesto).

La segunda película es más interesante aún. Se titula “Shinjuku incident”



Trata de los migrantes ilegales de China a Japón antes del boom económico de China. En esta cinta Jackie Chan ni siquiera usa artes marciales. En las escenas en las que tiene que pelear, lo hace como cualquier persona sin entrenamiento alguno. Hace el papel de un campesino que se va de mojado a Japón buscando a su novia que, como ocurre aquí con muchos migrantes, le dijo: “Sólo me iré un tiempo a Japón a trabajar, juntaré algo de dinero y luego regresaré y pondré un negocio” (¿A alguien le suena familiar ese argumento para irse de mojado?). Obviamente, llegando a Japón, el ilegal Chan tiene que pasar muchas penurias e incluso dedicarse a actividades mafiosas, pues de otro modo no podrá superar nunca su condición de pobreza. El desarrollo de la película es bastante previsible y ni siquiera alcanza un climax dramático de época, pero el intento entretiene un rato.

De esta película habría mucho que contar, pero me quedo con una escena muy interesante, donde dos policías, uno viejo y experimentado y otro joven y novato vigilan a un líder yakuza y descubren que se está reuniendo con un connotado senador y respetado líder político. Palabras más, palabras menos, los dos policías tienen esta conversación:

Policía joven: “¡Es increíble, el líder yakuza se está reuniendo con el senador en su casa y lo recibe como si fueran viejos amigos! “

Policía viejo: “Eso no tiene nada de increíble, las fronteras que dividen a la mafia de la política o del mundo del espectáculo hace mucho que no existen, eso se llama capitalismo”.

Así pues, insisto otra vez en lo que dije al principio, Jackie Chan debe estar hasta la madre de las películas de Kung fu que repiten sus argumentos hasta la saciedad y muy probablemente esté más preocupado por trascender como actor con capacidad para contar otras historias que en seguir disparando golpes y patadas a diestra y siniestra. Me pregunto si, de haber vivido, Bruce Lee hubiera alguna vez intentado algo parecido.