sábado, 23 de octubre de 2010

La Contraseña

(Por Cosmos02)

Presentación
Hace unos días, en los medios especializados en Tecnologías de la Información (TI), llamó la atención la aparición del virus informático denominado Stuxnet, el cual está diseñado para atacar sistemas de control industriales y otros sistemas críticos, de modo sin precedente. Se afirma que aprovecha de manera muy sofisticada hasta cuatro vulnerabilidades hasta ahora desconocidas simultáneamente, del sistema operativo Windows (llamadas “Del día cero”, por su peligrosidad), por lo que la elaboración de ese virus no fue iniciativa de jóvenes programadores ciber-vándalos queriéndose hacer notar, sino por personal altamente capacitado trabajando en equipo y con una enorme cantidad de recursos financieros y materiales a su disposición para continuar con una ciberguerra ya en curso.

El asunto no es nuevo, por supuesto, y hablar de la seguridad informática tampoco es muy original que digamos, pero estas noticias me recordaron el tema de una novela que escribí entre 2005 y 2007 (y a la que cada año, durante algunas semanas, le cambio algo) a partir de una idea desarrollada varios años antes y a la cual, hasta ahora, nunca me he sentado a arreglarle diversos detalles para poderle dar punto final; por lo que tampoco me había animado a publicarla, como sí he hecho, en cambio, con todos los libros sobre computación que he puesto en librerías, dejándola hacerse vieja entre los bytes de los discos duros de las computadoras que he tenido en todo este tiempo. Pero para que sucesos como el virus Stuxnet no sigan dándole de sapes a mi historia, haciendo que la realidad rebase a la ficción para variar, he decidido ponerla a su consideración de forma paulatina, tanto en El tianguis Bloguero (independientemente de los post habituales de mi Bro el Agus y uno que otro con el que le suelo colaborar) así como en mi página web www.guiasinmediatas.com, añadiendo partes una o dos veces por semana hasta terminar. A ver si así tengo la presión suficiente para arreglarle las cosas que debí revisar desde hace mucho. Sus comentarios son, por supuesto, bienvenidos, independientemente de que sean unos pocos.

Quedan pues cordialmente invitados a seguir este culebrón tecnológico titulado “La contraseña”.

I
Noche sin luna

Primera parte

Ethan Campbell, esta ciudad te señala con ira, te rechaza, te expulsa. Se niega a aceptarte y te lo hace ver violentamente. Tienes facha de niño rico. Eres un niño rico, de ojos azules, cuerpo de gimnasio, pelo rubio y un metro ochenta, la sonrisa perfecta y los modales de niño educado en Lake School, la mejor escuela privada de Seattle, de bellos prados e impecables instalaciones a la que asististe en auto deportivo desde que te dejaron manejar. Pero aquí no es tu lugar, por mucho. Eres un gringo que tuvo la audacia de salirse del rumbo reservado a los turistas. ¿Qué haces por la colonia Obrera de la ciudad de México poco antes de la medianoche? ¿No deberías estar en las afueras de un hotel de Reforma si acaso? ¿En la Zona Rosa tal vez? ¿Por qué no en Polanco? ¿Por qué no en Paris, Londres o Berlín? ¿A dónde vas? ¿Por qué deambulas en dominios que no te pertenecen? ¿No te das cuenta que contrastas como un faro en medio de la oscuridad? ¿Quién te dijo que estas calles un día serían tu hogar? Te mintieron. Corrección: te mentiste. Esta ciudad te observa, te segrega, te condena y te persigue para que pagues tu soberbia. Te persigue sin tregua haciéndote pegar la huida más frenética y angustiosa de tu acomodada vida, porque es precisamente tu vida la que se va en cada zancada, en cada metro que acortan tus perseguidores, en cada bocanada de aire que jalas queriéndole dar más impulso a tu carrera. Ahora no hay dinero que valga, sólo la velocidad de tus piernas te puede salvar. Ethan Campbell, tienes que pagar el precio de tus osadías y no con dólares.

La vida es sólo una sucesión de absurdos y el amor una víctima de los malos entendidos. Él te ama, por eso te humilla así. Lo que empezó como un desencuentro con tu padre, terminó siendo un enfrentamiento reiterado y amargo en el que te cuestiona permanentemente. Él no cree aún que hayas salido de la adolescencia, a pesar de tu edad y desde hace tiempo tú tampoco crees que él pueda cambiar contigo. Nunca hubieras podido imaginar que ese conflicto te llevaría, sin ningún plan preconcebido, a un amor inesperado que llegó para ti con el tenue brillo de una mirada en un paraíso lejano. Un fuego que seguiste una noche porque te dio una luz nueva, que no sabías que existía, que te enamoró enseguida y que, para tu asombro, ella te obsequió precisamente cuando más convencido estabas de que nadie regala nada. Siempre pensaste que todos estaban a la disposición de tu dinero, del mucho dinero de tu padre, y de golpe entendiste que no es así. En el mundo del que vienes el dinero es el centro de todo y lo primero que ella hizo fue despreciarlo. Más aún: averiguó si existías sin él y eso bastó para cimbrar tu mundo, que creías basto y que ahora no te es suficiente. Por eso has sido arrastrado por ese fuego casi tres años, hipnotizado por su fulgor, como mariposilla que vuela instintiva alrededor de la débil luz de una vela. Pero te equivocaste al creer que eso te daba derecho a poseer la noche de la ciudad más grande del mundo, probablemente la más siniestra también. Te familiarizaste con este rumbo, conociste sus calles, usaste el Metro, recorriste a pie largos tramos de Tlalpan, caminaste frente a los travestis que se mostraban siempre en la misma esquina mirándote con picardía y hasta llamándote para que voltearas a verlos, conociste a la señora de la tienda de la esquina e intentaste practicar tu castellano con las vecinas de tu piso. No reparaste nunca seriamente en las miradas hostiles de los muchachos de la cuadra, ignoraste las recomendaciones de tus amigos, también ricos, que te sugerían no andar en países del tercer mundo, y seguiste viniendo aquí para comprobar que su luz era tuya, que no era un sueño, que otro universo existía, distinto, con otras reglas; algo exótico, pero genuino, más humano, doloroso, pero lleno de sentimientos que nunca te enseñaron a practicar; algo sin nombre, oscuro pero esperanzador.

No era solo la enorme belleza de Julieta, distinta a todas las frívolas e insensibles amigas de Seattle, anoréxicas que ni de lejos le igualaban la sensualidad del cuerpo y menos aún el sabor de sus labios y piel. No eran esos ojos negros, límpidos, en los que viste una vez reflejarse la luna llena como en la superficie del agua de un pozo profundo, misterioso y bello. No era solo el tono de su voz, modulada y segura, protectora y firme, diametralmente distinta a los tipludos gritos con los que tu antigua novia se zafaba de tus brazos cuando hacía berrinche. Era más que su voz, eran sus palabras. Hablaban de cosas distintas y extrañas, premoniciones de antiguas leyendas que en tu mundo eran ideas malditas, esperanzas proscritas que una vez te dijeron estaban muertas. Julieta no solo creía en la necesidad y posibilidad de un lugar mejor para todos, dedicaba su vida a ello. Hechicera moderna que fruncía el ceño al leer más de un periódico todos los días, que buscaba entender su tiempo e insertarse en él. Más de una vez la acompañaste fuera de la ciudad, junto con sus compañeros, y de su mano llegaste a comunidades pobres para verla cumplir con su trabajo. Julieta tenía un pacto de sangre con su pueblo y a ti te avergonzó descubrir que no tenías más compromiso que contigo mismo y la fortuna que debías conseguir.

“¿Pueden dos personas tan lejanas, tan distintas, con caminos tan diferentes, encontrarse, comprenderse y amarse? ¿Es eso posible?”, preguntaste después de que, por fin, luego de meses de encuentros, ella accedió a hacer el amor contigo por primera vez. Porque con ella sexo y amor no eran divisibles, porque no iba a entregarse con la indiferencia con la que lo hubieran hecho muchas de tus compañeras universitarias, porque el ritual, de no ser llevado con reverencia y verdad, no llegaría nunca a las caricias, menos aún contigo, Ethan. Julieta se mantuvo a la defensiva hasta que se convenció de ti, pues no se entregaba sin amar y menos aún a alguien que podría no volver nunca después de haber obtenido lo que, explícitamente, buscaba desde el principio. Ella jamás sería el trofeo de un pudiente junior gringo, ejemplar de caza que luego presumiría en la sala junto a la piscina de su residencia. Pero cumpliste todos los requisitos, recorriste los caminos que te mostró y pasaste las pruebas de abnegación que te impuso y si te hubiera pedido que atravesaras el infierno sin Virgilio, igual estabas dispuesto. En el trayecto, buscando el amor, transformaste tu alma sin remedio.

“Los contrarios se tocan”, contestó ella con calma mientras descansaba su cabeza en tu pecho desnudo, una mano en tu hombro, la otra en tu espalda. “Los contrarios se rechazan, pero se atraen, se niegan, pero se necesitan. Por eso viven. Por eso es posible que nos amemos, a pesar de nuestras historias personales. Es más, bajo determinadas circunstancias, los contrarios pueden transmutarse uno en el otro”, dijo entrecerrando los ojos. “¿Qué significa eso?”, preguntaste con la intriga que siempre te causaba ese modo de hablar que te hacía pensar que ella tenía una visión extraña, pero profunda de la cosas, capaz de mirar más allá de lo obvio, más allá de tu piel, hasta el hueso de tu corazón, si lo hubiera. Vidente que esgrimía los sortilegios de las ciencias sociales, hechicera de la UNAM. “Significa, gringuito loco, que un día tú te vas a tener que quedar aquí a vivir y que seré yo quien venga a visitarte una vez al mes y entonces sí, sabrás lo que es sufrir”, contestó estallando en esa carcajada contagiosa y divertida, manantial sonoro que se prodigaba generoso y genuino. Te pusiste serio ante la broma, para inmediatamente sucumbir, otra vez, a su encanto y al imán de sus brazos y su boca, embrujo del que no podías escapar.

La escuela de negocios de Harvard no te había preparado para entender del todo la naturaleza de las ONG, como aquella en la que Julieta trabajaba. Alguna vez tus compañeros y maestros se rieron de ti y tus experiencias, de la posibilidad de una labor sin ganancia, de un logro sin índice de productividad, un costo sin tasa interna de retorno, un proyecto de inversión cuyo resultado no debía ser la ganancia, sino la gente. Gasto inútil que no sacaba de la pobreza a ningún pueblo, como lo haría la libre empresa, la producción, el comercio. La libertad es el intercambio de mercancías, el libre funcionamiento del mercado. La pobreza, una difamación de sedicentes y, si acaso, la penitencia de los indolentes, no un resultado del sistema. Harvard prepara estrategias para obtener grandes ganancias financieras, así lleven a la humanidad a las crisis, y no ideas para aliviar el mundo.

Así, el estruendo de su burla llegó hasta tu padre, Steve Campbell, importante ejecutivo de la empresa de software más grande del mundo y el conflicto entre ustedes se consolidó más rápido en lo que estaba destinado a ser de cualquier modo, con Julieta o sin ella: odio irreconciliable. Entonces decidiste que en lo futuro éste amor sería tu lado secreto, tu prueba íntima del rechazo que le profesarías a tu padre y su empresa por siempre, tu venganza sobre el futuro que te ofrecía y sobre todas las prohibiciones que te impuso a partir de ese momento; aliciente para escapar permanentemente, para burlar todos sus cercos y escupir tu asco por todo lo sintético que te rodeaba. Aumentaste la frecuencia de tus viajes y en cada encuentro con ella aprendiste siempre algo nuevo que reforzaba tus recién adquiridas convicciones. Chantajeaste a tu madre para que te guardara el secreto, fingiste sumisión a él, aceptaste el puesto que despectivamente te ofreció para que demostraras arrepentimiento, primero por dinero, y con él libertad de movimiento, y luego para encontrar ocasión de traicionarlo. Buscando abrazar la luz de Julieta, fuiste fraguando un plan y creíste que la ciudad sería tu cómplice, como llegó a serlo Jack Hampton.

Te equivocaste. Esta ciudad no es cómplice de nadie, aunque también lo es de todos al mismo tiempo. Leal y traicionera, abre sus secretos sin pudor, al tiempo que cifra sus verdades más simples. Estas calles matan, pero lo olvidaste de modo infantil y a ti te habían echado el ojo, condenándote desde hacía algún tiempo. Nunca entendiste que tu presencia era una afrenta para la banda, el grupo de cuates que siempre volteaban a verte, que te sentían cuando pasabas, que te envidiaban odiándote, que especularon muchas cosas de ti sin saber nada realmente, que no podían aceptarte con tu ropa fina y pinta de bien criado, gringuísimo en tu mirar, sonreír y respirar, tu mal español, tus abrazos a esa mujer buenísima que en tus ausencias vivía sola en un pequeño departamento de un sucio edificio de la misma calle, pero que los ignoraba también, con su aire de sabihonda y educada, licenciada en algo, con sus anteojos sin aro, el pelo recogido y sus pantalones de mezclilla, que aunque sueltos, no podían simular la exquisitez de sus piernas, ni la tentación de una cintura que imaginaban breve bajo el suéter de cuello alto. La deseaban desde que la vieron llegar ahí pocos años antes y alimentaron sus fantasías con ella, aunque nunca le hubieran sacado siquiera un saludo. Entonces llegaste a pasear por ahí, inocente de lo que ocurría alrededor e ignorante de la bofetada que propinabas a aquellos desheredados de la ciudad en los que apenas, al igual que ella, habías reparado. Tu sola presencia exaltaba su ánimo y lo estás descubriendo esta noche, en la que corres desesperado por regresar al departamento, a la guarida secreta que compartes con Julieta, mujer a la que amas y por la que escapas con cada vez mayor frecuencia de tu casa, tu familia, tus amigos, tu barrio residencial, tu trabajo en Microsoft, tu país, donde todo es más abundante, más seguro, más limpio, pero que ya no te llena, en el que ya no crees, que odias y que estás ansioso por dañar, por propinarle un golpe muy duro, devastador.

Qué ironía, la mezcla de amor y odio que hay en ti te hizo caer en esta trampa mortal que te hace correr sin parar. El frenesí de la carrera se amalgama con los sentimientos encontrados, agridulces, que te invaden desde hace rato, revolviendo tu cabeza y alargando las calles sin luz, pasillos infinitos que a pesar de tu velocidad no parecen tener salida, con la muerte corriendo tras de ti y el miedo helándote las manos y el rostro, paralizándote la sangre y obstaculizándote el avance, como si nadaras en un río de lodo. De repente, ante tu vista comienza a deformarse el horizonte en un torbellino que mezcla el asfalto con el cielo, las paredes con las nubes, la salvación con la muerte. Te levantas del piso como mejor puedes y reanudas la huida, cada vez más exhausto, cada vez más aterrado.

Saliste disgustado del departamento sin más ideas que ir al bar de algún hotel de paso cercano a tomar algo. Seguías sin entender nada. Jamás hubieras imaginado que Julieta reaccionaría como lo hizo ante lo que planteaste, no esperabas con esto la primera discusión seria de tu relación. Tal vez era cierto lo que dijo: no habías aprendido nada, estabas igual que al principio, a pesar de todo. Y en esas consideraciones fuiste adentrándote en una calle oscura como el cielo atiborrado de nubes negras que dejaban a esta noche sin luna y en donde el silencio ominoso apenas era tocado por el murmullo lejano de algún conductor nocturno. Por ahí caminaste un largo trecho, por la calle sin lumbreras, de ventanas cerradas o vacías, siempre sin luz en su interior, de bodegas abandonadas y sin percibir las cinco siluetas que te seguían dispuestos a cobrar juntas todas tus deudas. Demasiado tarde te diste cuenta de tu error, Avenida Tlalpan era para el otro lado y al girar en redondo te estrellaste ante lo evidente: iban tras de ti con la peor de las intenciones y ahora no te queda más que seguir corriendo.

El miedo confunde. Es una enfermedad súbita que cuando no paraliza, obnubila. Ya no estás seguro si te persiguen o te esperan más adelante, si en vez de escapar, estás adentrándote más y más en una trampa, en una cueva sin salida, en la tan temida y mentada boca del lobo, fauces gigantescas que huelen a orines y cerveza podrida en los rincones, a zozobra y soledad en esta noche incierta. Sigues corriendo. Alcanzas a ver por fin el departamento de Julieta, la luz encendida en el tercer piso. Cuando estás a punto de llegar a la puerta del edificio, un violento tirón a la camisa te tira al suelo. El resto es cubrirse la cara de los golpes de cuatro, cinco muchachos, no lo sabes bien, el que más de tu edad, apenas 27 años. Cada puñetazo, cada patada lleva envidia, odio, un resentimiento soterrado e indefinible que alimentan desde que te vieron y hasta hoy, cuando lo liberan como fiera para que te haga daño. No pides nada, sigues desconcertado, con la mente en blanco. Las ideas, incluso las sensaciones se han ido desvaneciendo lentamente, como el andar de un anciano. Lo que te ocurre ya no te pertenece, no eres tú quien está ahí recibiendo golpes, enconchado en posición fetal. No estás ahí, no sabes dónde estás, los sonidos son lejanos, el dolor es un recuerdo, algo fuera de ti que ocurre en otra parte, tan distante como si estuvieras en Seattle, en tu casa con tu familia, en un lugar inocuo e inasible desde donde puedes esperar a que todo pase, que el odio se disipe. Por eso no imploras, no temes, no te mueves, solo esperas a que la tormenta se vaya.

Cuando por fin hay una pausa, intentas levantarte trabajosamente, tanto como lo permite tu cuerpo maltrecho, golpeado. Aunque parezca increíble, todo ocurrió casi en silencio. Durante los golpes ellos apenas hablaron, tú no gritaste, no dijiste “no”. “Gringo hijo de la chingada”, dirá uno de ellos en voz baja al tiempo que saca una pistola, corta cartucho y dispara contra tu torso una sola vez. El estruendo es el rugido de un demonio liberándose de las cadenas que lo atan al fondo de un abismo. Tu cuerpo serpentea contra el suelo por el impacto y el resto es desvanecerse como la fantasmal danza del humo que escapa de la boca del arma. Lo último que ves es la luz de la ventana de Julieta, salvación inalcanzada.

La Contraseña II

4 comentarios:

El Agus dijo...

No se pierdan las siguientes partes, va a haber balazos, intrigas, suspenso, un detective viejo, un hijo enojado con su padre y muchas, muchas cosas más.

Saludotes Brochita.

cosmos02 dijo...

Y no se te olvide Bro: el robo del secreto informático más grande del mundo...

El Agus dijo...

Ah si: el robo del secreto informático más grande del mundo....espera Bro ¿cuentas cómo Gates le fusila la idea del mouse a Jobs? (bueno según la película "los piratas de Sillicon Valley)

cosmos02 dijo...

Pues no... cherto. Entonces digamos que el segundo secreto... Je,je,je...