El día que operaron mi hernia hiatal, llegué al hospital a las 7 de la mañana tal cual me indicaron: recién bañado y con, al menos, 12 horas de ayuno. Me hicieron ponerme una bata y acostarme en la habitación que me tocaba del hospital. Cinco minutos después entró una enfermera y me puso la aguja para el suero en una vena del torso de mi mano izquierda. Magnífico trabajo, he de decir, pues me palmeo y presionó la mano para resaltar el ducto sanguíneo adecuado al mismo tiempo que me hacía la plática, de modo tal que apenas y sentí el pinchazo y luego hábilmente me puso las telas adhesivas necesarias para dejar seguro el catéter. Luego me dijeron que me relajara y que irían por mí rato después. Me quedé dormido como una hora, según yo. Estaba hasta soñando cuando me despertaron un par de camilleros, me levantaron para ponerme en la ídem y me llevaron al quirófano. Una vez ahí otra enfermera me arregló una especie de turbante en la cabeza mientras otra me cobijaba estratégicamente, creo. El quirófano estaba también bastante bien, tenía en una pared una pantalla gigante y sobre mí, un juego de lámparas que, parecía obvio, incluían seguro las cámaras de esa pantalla. También había un pedestal del que colgaban instrumentos que ni de broma podría nombrar. Si me hubieran dicho que aquello era igual que una sala de experimentación con humanos de una nave extraterrestre, seguro lo habría tenido que creer, incapaz de distinguir diferencias.
Luego entró un médico que, por la consulta del antepenúltimo día, sabía que era el anestesista, el cual me dijo:
- Amigo, lo noto muy preocupado.
- No doctor, de verdad que no. –Y era cierto, no me sentía particularmente angustiado, puedo jurarlo.
- Yo creo que sí. –Insistió
- ¿Debería estarlo? Estoy seguro que estoy en las mejores manos posibles. –No sé por qué creí que ése era el momento oportuno para hacerle la barba a uno de los que iban a ayudar a meterme bisturí.
- Yo creo que podemos administrarle un relajante previo a la anestesia –respondió sin hacer caso a mi leve intento de hacerme lambiscón; el reloj digital de la pared me dijo que eran las 8:30 en punto.
Y después todo cambió de repente, fue sólo un extraño pestañeo, un sorpresivo segundo en el que el techo tenía otro color y forma, el turbante en la cabeza se había ido, tenía un tubo metido en la boca, una manguerita de hule en la fosa nasal izquierda y una pinza mal puesta en el índice de la mano izquierda que me causaba dolor. Además, la cama tenía paredes laterales, como si estuviera metido en una caja. Escuché a alguien decir “Ya despertó”, con lo que, de inmediato, un enfermero me dijo “¿Puede respirar por la nariz?”. Yo le respondí haciéndolo, con lo que me quitó el tubo de la boca, con lo que pude quejarme de la pinza, que también quitaron. Luego llegó otro enfermero y me sacó del desconcierto: “Ya salió de cirugía señor González” “¿Ya? ¡Qué rápido!”, pensé contento. En realidad hasta ese momento habían pasado 5 horas y media.
Si por algún accidente médico hubiera muerto ahí, ni cuenta me habría dado, todo habría sido rápido y sin dolor, una pérdida de conciencia tan súbita, que no alcanzó siquiera a concebirse, a expresarse como idea: “Me estoy quedando dormido”, o algo así. Si pudiéramos elegir cómo morir, eso no estaría mal. Sería, tal vez, una opción muy popular entre la gente.
Como todos, tengo miedo de morir, por supuesto. La muerte es esa pequeña piedra en el zapato que nos molesta un rato todos los días, la punzada en el costado, el breve instante en el que, por miedo, nos falta el aliento de vez en vez. Esa permanente presencia que nos acompaña en la vida, en la noche, diciéndonos que ésta se va a acabar alguna vez y que tan poéticamente describe el maestro Mario Benedetti:
Pequeñas muertesSin embargo, insisto, si se pudiera elegir, yo preferiría morir como Don Vito Corleone, persiguiendo a un nieto para jugar con él, provocarle risa, sentir la chispa de una última broma con cáscaras de naranja aunque tenga que pagar el precio de una breve, brevísima, como la de Don Vito, aspiración agónica, tan corta, que no me deje sentir el golpe en el suelo para poder tener como última imagen el rostro feliz de un niño.
Los sueños son pequeñas muertes
tramoyas anticipos simulacros de muerte
el despertar en cambio nos parece
una resurrección y por las dudas
olvidamos cuanto antes lo soñado
a pesar de sus fuegos sus cavernas
sus orgasmos sus glorias sus espantos
los sueños son pequeñas muertes
por eso cuando llega el despertar
y de inmediato el sueño se hace olvido
tal vez quiera decir que lo que ansiamos
es olvidar la muerte
apenas eso.
Pero sea, es sólo una reflexión fugaz, de esas que se proscriben escribiéndolas.
Por cierto, para los tres lectores de “La Contraseña”, ya vamos a seguir publicando lo que sigue, es que he estado ocupado estudiando animación en 2D.
3 comentarios:
Chale Bro, ya sé que la muerte es inevitable pero lo que sí es inevitable es ocuparnos de ella. Que llegue cuando llegue ¿no?
Yo por ejemplo la vez pasada me quise suicidar y no manches, por poco me mato! uff!
aww Me gusta leerte.
Era sólo una de esas reflexiones que para que se vayan, las plasmas, nomás Bro, no pasa nada.
Chelyuxxx: Muuuuchas gracias.
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