martes, 21 de diciembre de 2010

2010

Y asi, paso a paso, día a día, casi sin darnos cuenta, se fue. No dijo nada. Mantuvo impasible su lento caminar y nos dejó con nuestras inquietudes, con nuestros problemas, con nuestros sueños, con nuestras diferencias e intolerancias. Sin más se marchó. Pero no hay tanto problema. Ahi viene uno más totalmente nuevecito. Si lo echan a perder se las ven conmigo. Advertidos están. Feliz Navidad y Año nuevo para todos.

miércoles, 8 de diciembre de 2010

La Contraseña XIII

[Por Cosmos02]

Por si te perdiste las partes anteriores:
La Contraseña I
La Contraseña II
La Contraseña III
La Contraseña IV
La Contraseña V
La Contraseña VI
La Contraseña VII
La Contraseña VIII
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La Contraseña X
La Contraseña XI
La Contraseña XII


V
El Aliado

Primera parte

Frente a la puerta del departamento, Daniel Franco sintió un vacío en el estómago. Era la segunda vez que tocaba una puerta incierta en ese día extraño y en ese momento su lucha se concentraba en controlar sus emociones, que resultaban contradictorias. Los lugares eran muy distintos, por supuesto. El edificio de Julieta Díaz era de modestos departamentos, tal vez de interés social. El de su hijo, en cambio, sin ser de lujo, era un edificio reciente en una zona mucho mejor, más amplio y con más diseño, una distribución distinta. Por fuera, el edificio era color blanco con broqueles sobre cada ventana y cada departamento tenía un balcón a la calle con grandes puertas corredizas de cristal. En muchos de esos balcones había macetas con plantas colgantes que adornaban el conjunto. En la parte inferior había cajones de estacionamiento protegidos con reja, la mayoría ocupados con autos recientes. No sabía si Carlos era propietario o pagaba renta, pero era obvio que vivir ahí resultaba mucho más caro. Sabía por supuesto que su esposa había colaborado con la salida de Carlos, aunque ignoraba si ella aún lo apoyaba económicamente o se valía por sí solo. En temas de dinero, él y Estela se manejaban con independencia.

La puerta al edificio también era de cristal, pero se encontraba cerrada y el detective tuvo que tocar el timbre del departamento para poder entrar. Pensó que su hijo le hablaría por el interfono , en lugar de eso escuchó el timbre del electroimán que liberaba la cerradura y abría la puerta. Subió al tercer piso, “también un tercer piso”, pensó el detective, pero esta vez usando el elevador, que compartió con una mujer de abrigo y zapatillas altas que llevaba una bolsa rosa de Liverpool.

Ya en el piso, cuando al fin tocó el nuevo timbre, le abrió la puerta un ser extraño que podría o no ser su hijo. El sujeto tenía pantalones de bermuda de colores, una playera negra con un estampado de algo que parecía ser un tigre en pleno salto y calzaba sandalias de cuero nuevas. Su cuerpo había embarnecido en ese tiempo, era algo más robusto que el muchacho que tiempo antes había salido de su casa. Tenía el pelo de raya en medio, los mechones le caían hasta las mejillas y, al menos ese día, ningún peine había pasado por él. Carlos había abierto la puerta de un solo movimiento seguro de quién se trataba, pero el impacto de la visión fue para ambos. Su padre estaba igual que siempre. La misma cara, el mismo gesto frío, su forma de vestir, hasta los mismos colores de pantalón, camisa y chamarra, todo. Daniel Franco era una estatua que no cambiaba a pesar del tiempo.

Se miraron primero con curiosidad, como dos extraños que se examinan, pero sin hostilidad, tampoco con confianza. Si el detective se sentía cohibido, lo ocultaba muy bien. Al fin Carlos habló:

- Me dijo mi mamá que necesitas ayuda.

- Así es, necesito enviar un correo electrónico, es todo, espero no interrumpir.

- No, pasa.

Aunque quiso hacerlo discretamente, Daniel Franco no pudo evitar hacer una rápida inspección al lugar. En la sala había un mueble con una televisión de LCD de regular tamaño y entrepaños alrededor con muy pocas cosas: en uno un pequeño auto a escala, en otro un marco con una fotografía, otro más tenía algo que a la distancia parecía un iPod. El resto estaban vacíos. Frente al mueble, una mesita de centro con un videojuego vertical color blanco, dos controles, una bolsa de palomitas vacía, una bolsa grande de papas fritas a la mitad igual que una botella de coca cola. En el piso de duela, junto a una pata de la mesa, había una botella de cerveza vacía. A su vez, frente a la mesa estaba un sofá sobre el cual había conectores de computadora, cables en maraña y una caja metálica que también parecía ser equipo de cómputo y en perpendicular a éste, un love seat. Frente a la sala podía verse la entrada a la cocina y muebles integrales en su interior. Hacia el fondo, entre la sala y la cocina, se extendía un pasillo que llevaba a tres puertas, seguramente el baño y dos recámaras, supuso el detective. El lugar parecía entonces más pequeño de lo que los departamentos aparentaban desde la fachada, aunque era difícil saberlo. Volteó a ver a su hijo y notó que éste miraba serio dándose cuenta de que su padre escrutaba el lugar. Le esquivo la mirada para devolverla a algún punto indefinido de la sala.

- ¿Exactamente qué necesitas? –Preguntó Carlos muy serio-

- Necesito enviar un mensaje a esta dirección –respondió Daniel Franco extendiéndole el papel que había recibido de la vecina de Julieta Díaz y procurando no parecer apenado-

- De acuerdo ¿Tienes tu dirección de correo?

- ¿Mi dirección? ¿cuál dirección?

- Sí, si lo vamos a mandar desde tu dirección de correo ¿O desde cuál? ¿Cómo le haces para mandar correos electrónicos? ¿O nunca has usado un correo electrónico?

Daniel Franco se llevó la mano al bolsillo de su camisa y sacó su tarjeta de presentación. En efecto, tenía su correo electrónico, entre otros datos.

- ¿Te refieres a esta dirección?

Carlos recibió la tarjeta, la miró rápidamente y respondió:

- Exacto, ésta, dfranco@baskervilleyasociados.com.mx. Yo ahorita configuro mi cliente de correo con tu dirección, envías tu mensaje y luego ya que te respondan, me imagino que lo leerás en la computadora de tu oficina.

Daniel Franco lo escuchó atento, pero no respondió enseguida. No había pensado en la respuesta.

- ¿No es posible recibir la respuesta aquí?

- ¿Con tu correo? Es un dominio privado. ¿Te sabes los parámetros para configurar el buzón de entrada?

- No sé de qué me estás hablando Carlos –respondió seriamente el detective diciendo el nombre de su hijo por primera vez, luego añadió sin ninguna inflexión en la voz-. Precisamente por eso necesito ayuda.

- Bueno, alguien de tu oficina del área técnica puede darte esos datos, si quieres les llamamos y yo les digo exactamente qué necesito y así es posible enviar y recibir con tu dirección desde mi computadora.

- No hay nadie disponible que nos ayude, discúlpame.

- Mmmhh, ya veo Daniel. Supongo que tampoco tienes ningún correo web, como Hotmail, Yahoo o Gmail ¿verdad?

- Supongo que no –respondió incómodo al oír cómo Carlos lo llamaba por su nombre-

- Entonces lo mando desde mi correo ¿pero cómo le hacemos con la respuesta?

- Supongo que tendrás que llamarme cuando la recibas, al rato, mañana, cuando ocurra –dijo el detective levantando los hombros, sin conseguir ocultar cierta contrariedad-.

- Está bien, te llamo cuando la tenga. Pasa por aquí.

- Espera, al respecto tengo que advertirte sobre la confidencialidad de la información…

Entonces el detective se vio sorprendido por la interrupción a sus palabras por parte de Carlos, que dijo en tono exasperado:

- Ya sé, ya sé, ni me lo digas, sé exactamente para dónde vas. No te preocupes, no me interesa el tema.

Por un instante se hizo un molesto silencio para ambos. Daniel Franco lo miro serio, pero concluyó que era el tipo de actitudes que tenía que soportar si recibía ayuda de Carlos. Decidió entonces tragarse el pequeño desaguisado.

- De acuerdo, gracias.

- Descuida –respondió Carlos suavizando el tono-.

Daniel siguió a su hijo por el pasillo, éste abrió la primera puerta de la izquierda y entró al cuarto. Era obvio que se trataba de la habitación donde trabajaba. Tenía un escritorio esquinero que abarcaba la mayor parte del muro de la izquierda y del de enfrente a la puerta. En una sección del mismo había varios libros apilados, los de arriba abiertos y otros con páginas marcadas con papeles, todos se referían a temas de programación. Del otro lado, hacia la pared del fondo, había dos pantallas de computadora y dos teclados contiguos con sus respectivos ratones. Arriba de las pantallas, un entrepaño que sostenía un escáner, una impresora, un módem y un concentrador, entre lo más visible. De todos los accesorios salían cables que iban hacia atrás del entrepaño y bajaban perdiéndose atrás de los monitores. Abajo del escritorio podía verse una cajonera y el espacio donde se alojaban, también contiguos, dos computadoras verticales, una inusualmente más ancha que una computadora común, según la poca experiencia en el tema de Daniel Franco. Frente al escritorio había un sillón de piel con diseño ergonómico. El detective supo enseguida que su hijo pasaba muchas horas sentado en ese lugar.

Por las luces de los leds, que se veían aquí y allá en distintos aparatos, todo parecía permanentemente prendido; a Carlos le bastó mover un ratón para que uno de los dos monitores encendiera, aumentando el volumen del ligero rumor que provocaban los enfriadores de los equipos. El detective también notó que en una esquina del techo había un ventilador de cierto tamaño que funcionaba a baja velocidad. Comprendió entonces porqué su hijo vestía así. La temperatura del cuarto era mayor a la que había fuera de él.

En la pared de la derecha había una ventana al centro con persianas cerradas. Era probable que, por seguridad, ésta no se abriera con frecuencia, pensó el detective. Junto a la ventana, incluso cubriéndola ligeramente, había un librero atiborrado de libros en completo desorden. En el entrepaño superior, libros grandes se hallaban apilados unos sobre otros, puestos con la intención de que cupieran, sin importar si podía verse sus títulos o no. En el siguiente, una fila de libros bien acomodados daba cuenta de una colección específica de temas. En el tercer entrepaño, de nueva cuenta, un desorden total. A primera vista podría pensarse que todos eran de informática, pero Daniel Franco detectó rápidamente algunos títulos cuyos lomos le fueron familiares. El color azul y letras blancas, característico de Ediciones B, le dio el dato al detective de que su hijo también tenía gusto por la literatura. Dio un paso hacía ellos como si un imán lo hubiera jalado. También había libros de Alfaguara, Planeta, Anagrama, Fondo de Cultura Económica, Porrúa, Grijalbo, Plaza & Janés y otras editoriales. Sin pensarlo, el detective comenzó a levantar una mano para tomar algo llamado “El hombre duplicado” de José Saramago “¿será un thriller?”, se preguntó en silencio, pero la voz de su hijo lo sacó de su abstracción, interrumpiendo el movimiento.

- ¿Qué escribo? –Dijo Carlos con los dedos en su teclado; en la pantalla, el formulario para escribir correos de Gmail estaba listo, incluso la dirección de Julieta también ya estaba ahí-

- Te dicto.


Julieta Díaz:


Soy el detective Daniel Franco, sé lo que ocurrió con Ethan Campbell. Deseo ayudarla para que no tenga problemas en lo futuro, por lo que le ruego nos diga qué ocurre con el disco y si tiene usted algún mensaje para el contacto de Ethan Campbell. Haré lo que esté de mi parte para que no corra riesgos. Deseo convencerla de que estoy de su lado.

Espero su respuesta.


- ¿Es todo? –preguntó Carlos.

- Sí, es todo.

- ¿Qué título le pongo?

- ¿Título?

- Sí, los correos electrónicos hay que ponerles un título.

- Oh, sí, escribe “Sobre Ethan Campbell”, “Ethan” es con te hache, así, nada más.

Un mensaje así de críptico era una verdadera golosina para la curiosidad de cualquier persona. A Carlos le pareció que hubiera sido increíblemente interesante que su papá le contara de qué se trataba, pero sabía de antemano que era inútil preguntar, por lo que tendría que satisfacer su súbito morbo conociendo este mensaje y, si acaso, la respuesta. De cualquier modo, activó la opción para guardar una copia en la carpeta de correos enviados, así tendría oportunidad de releer el mensaje después y pensar con calma qué implicaba. Difícilmente podría notarlo su padre, dado el poco conocimiento que mostraba por el tema. Para sus adentros, Carlos no pudo evitar cierta sensación de pérdida. ¿Cuántas historias magníficas se habían perdido tras el ceño adusto de su padre? Después de todo, tener un padre detective había sido la delicia de su infancia, el motor de su imaginación, el tema clave de los juegos con sus amigos y él como protagonista. Y ahora, por primera vez, le daba una pequeña probada de un caso, de una investigación en curso, un suceso que tenía que resolverse por un detective como lo era él y la dosis era suficiente para causarle adicción, un deseo repentino e intenso por saber de qué se trataba, quiénes eran las personas mencionadas y a qué disco se refería. Cuando Carlos soltó el ratón después de enviar el mensaje, sintió un pequeño temblor de ansiedad en la mano, una sed creciente por que le contara una historia, la historia de ese correo.

- Bueno, eso es todo –dijo Carlos lentamente, mientras lamentaba que todo hubiera transcurrido tan rápido. No llevaba ni cinco minutos con él y ya reconocía claramente su deseo porque se quedara.

- Así es, cuando haya noticias me llamas.

- No tengo tu número de celular –Respondió Carlos-

- Está en la tarjeta que te di.

- Es cierto –respondió mirándola de nuevo-.

Instintivamente, Daniel Franco sacó su teléfono celular, lo miró e hizo un gesto de contrariedad.

- ¿Qué ocurre?

- Parece que se le ha acabado la pila –Daniel Franco recordó que era todo un ritual llegar a su privado en la agencia todas las mañanas y, como una de las primeras acciones, revisar si su celular tenía carga suficiente y, en su caso, conectarlo a la corriente eléctrica, cosa que no había ocurrido ese día-.

- Déjame verlo –dijo Carlos extendiéndole la mano-. Es un Nokia. Creo que tengo un cargador que le sirve. ¿Te lo quieres llevar?

- No, necesito hacer una llamada ahora y para eso tendría que cargarlo al menos unos minutos, hacer la llamada me serviría más. ¿Puedo?

Por un segundo, Carlos tuvo el deseo de que su padre pensara lo mismo que él, que todo había transcurrido muy rápido y que buscaba un pretexto para prolongar su estancia un poco más, así fuera unos minutos y si fuera haciéndolo hablar, mejor. Si eso era cierto, había que facilitarle las cosas.

- Lo cargamos unos minutos de todos modos, para llamar aquí está el teléfono –dijo Carlos mostrando su teléfono residencial, en un rincón del mismo escritorio-.

- De acuerdo, gracias –respondió Daniel Franco mientras su hijo sacaba de un cajón un cargador de celular y lo conectaba al teléfono y luego a la corriente eléctrica.

Daniel Franco hizo su llamada sin pensar que Carlos iba a escucharlo. En realidad, estaba más concentrado en lo que iba a decir.

Míster William, habla Daniel, ya tengo información sobre nuestro caso. No, Ethan Campbell no vendrá. No míster William, ya no es un problema de localización…gracias señor, pero aún no concluye el caso, puedo dar un informe amplio acerca de él ahora mismo, sólo que hay un problema con la oficina… ¿En su casa? Sí señor no tengo objeción, por supuesto, en su casa,… de acuerdo. ¿Quiere que le llame al señor Kuzmanovski para citarlo? Usted lo… De acuerdo míster William. Sí, ése es el tiempo que él tardaría en llegar desde donde viene. En un rato entonces nos vemos por allá Míster William. Hasta entonces.

Daniel colgó el teléfono y se quedó inmóvil unos segundos mientras Carlos lo miraba. Parecía procesar la información de algún modo. A su hijo le pareció que, después de todo, era un espécimen raro, digno de observación. Cuando el detective al fin reaccionó dijo.

- No te preocupes ya por cargar el teléfono, me ocupo luego de él, gracias Carlos.

Entonces Daniel Franco notó que cada vez que llamaba a su hijo por su nombre, éste le respondía diciendo el suyo, como si quisiera llamar la atención de algún modo.

- De nada. Tu teléfono tiene aún algo de carga, yo creo que sí te dura todavía un buen rato Daniel.

Pero, otra vez, pensó que ése era también un detalle menor por el que no iba a hacer ningún comentario innecesario. Incluso se podría decir que el encuentro había sido más fácil de lo que imaginaba. Sin discusiones, sin reproches, sin pedir porqués, era por tanto un tema menos del cual preocuparse. Al menos por lo pronto. Se dirigió a la salida con Carlos tras él, abrió la puerta y volteó a ver a su hijo para despedirse.

- Bueno, gracias, espero tu llamada con la respuesta, por favor.

- Descuida, te llamo tan pronto llegue. Créeme, me enteraré enseguida que ocurra, paso muchas horas del día frente a la pantalla.

Carlos le extendió la mano y Daniel le recibió el saludo, luego, sin pensarlo, con la otra mano le sujetó el antebrazo a su hijo y apretó suavemente. Sin soltarse, Carlos preguntó:

- ¿Cómo dijiste al teléfono? ¿Kuzmanovski? ¿De casualidad no es Víctor Kuzmanovski?

Al detective no hizo nada por ocultar su asombro.

- ¿Lo conoces?

- ¿Es un tipo grandotote que no habla ni madres de inglés y menos de español? Lo vi una vez en una conferencia sobre Microsoft en una exhibición de Linux en Estados Unidos. Personalmente no lo conozco, claro.

- ¿Qué puedes decirme sobre él Carlos? –Inquirió el detective sin ocultar tampoco su entusiasmo.

- Uh, muchas cosas Daniel. ¿Quieres oírlas?

- Claro, puede serme útil.

- Pasa ¿Ya comiste? Porque yo no.

La Contraseña XIV

viernes, 3 de diciembre de 2010

La Contraseña XII

[Por Cosmos02]

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IV


Cuarta Parte

El teletrabajo tiene sus ventajas y desventajas y dadas éstas últimas, no es posible asignarle a un empleado el privilegio de realizar sus labores desde su domicilio de buenas a primeras. Digamos que llegar al teletrabajo es el premio de subir de nivel. En mi caso, tuve que ir cubriendo paulatinamente varios requisitos. Para ello, fue necesario conocer en detalle la dinámica de la empresa y todos sus procedimientos. Como se trata de una compañía que vende servicios informáticos corporativos de muy diverso tipo, desde desarrollo de aplicaciones cliente-servidor, hasta hospedaje de páginas web, pasando por procesos de administración y análisis de bases de datos y capacitación al personal de los clientes, yo podía llegar a especializarme en algún área, pero debía conocerlas todas. Eso me llevó al menos los dos primeros años de mi nuevo empleo. Luego tenía que demostrar iniciativa propia, disciplina y un alto nivel de autoestima para conseguir los objetivos de los distintos proyectos sin necesidad de que alguien estuviera acicateándome permanentemente. También fue necesario mostrar constancia en el largo plazo, autocontrol para una eficiente administración del tiempo, capacidad de análisis para resolver problemas de primera mano sin esperar decisiones superiores y, sobre todo, un enorme compromiso con la empresa para mantener comunicación fluida con ellos sin ir personalmente.

Según los exámenes psicológicos a los que me sometieron, fui de los primeros candidatos para el nuevo proyecto de teletrabajo de la empresa y en lo que a mí respecta, las cosas salieron muy bien: voy una vez cada quince días a la oficina para reuniones de evaluación, a veces menos. En mi casa cumplo con mi trabajo en pocas horas al día, empezando siempre temprano, nunca me atraso en mis proyectos y mis jefes están felices. Dejé de sufrir el tráfico nuestro de cada día, me alimento sanamente en mi propio departamento, lo que también me permite gastar menos en comida, puedo dedicarle tiempo a mis aficiones con mucha flexibilidad, como ir al cine o tocar la guitarra y hasta decidir si me baño o no cada mañana. A la larga, algunas reglas se relajan. El teletrabajo no me obliga a cuidar tanto mi presentación. Yo no tengo videoconferencias con los clientes. Y aun cuando las hubiera, puedo ponerme sólo una camisa limpia, lo demás no importa, de la cintura para abajo puedo estar en calzones, aunque durante la videoconferencia hay que evitar levantarse. Por eso mi última corbata debe estar pudriéndose en el fondo de algún cajón del ropero.

En contrapartida, soy yo quien tiene que pagar por todo el equipo que uso. Finalmente las dos computadoras que tengo en el estudio son mías, igual que mi notebook, así como diversos accesorios para conectarme, almacenar información, etcétera. Cada año dedico cierta parte de mis ingresos a comprar equipo, por una causa u otra. Tampoco me pagan la conexión de banda ancha de Internet, pero eso sí, me piden que sea la más rápida disponible en el mercado. Pero no me quejo, me gusta despertar en mi cueva y trabajar ahí mismo. Por eso me gusta también vivir en la colonia Roma. Todo lo que necesito está a la mano. Una cuadra al sur está la tintorería, dos al este servicio médico, una cuadra más por ahí mismo, un local que vende comida para llevar. Todo parece acomodado alrededor de mí: cafés, teatros, antros, bares, librerías, parques, cines y un largo etcétera que me gusta mucho. Por eso ni auto tengo.

Ese día había sido particularmente provechoso en mis actividades. Todos mis pendientes estaban resueltos antes del mediodía, después le dediqué un buen rato a divertirme con mi consola de video juegos conquistando planetas plagados de monstruos, vi si había alguna novedad con mis amigos en mi Facebook y luego me disponía a añadir un post en mi blog personal antes de comer, pero para eso recorría primero mis blogs favoritos. Hay una docena de blogs a los que soy asiduo, pero no me gusta añadir ningún tema al mío si alguno lo está tratando simultáneamente. Aunque, en realidad, muchos los usan para ir narrando sus experiencias cotidianas, yo prefiero tener mi blog para discutir la vida nacional e internacional, para criticar, sentir que expongo mi punto de vista ante las cosas y que hay quién las lee. Hay un grupo de amigos blogueros que me sigue y yo les correspondo, leyéndolos también. Precisamente estaba muy divertido con “El tianguis bloguero” cuando sonó mi teléfono celular, era mi madre.

- Carlos, hijo ¿cómo estás? ¿Todo bien?

- Bien mamá ¿y tú? ¿también estás bien?

- Si Carlos, te hablo para pedirte un favor enorme de los que no te puedes negar.

- Claro má, tú dime ¿qué necesitas?

- Que ayudes a tu padre a enviar un correo electrónico.

- ¿Qué? ¿A quién? ¿A él? ¿A qué?

- Que lo ayudes a enviar un correo electrónico, como escuchaste. Dice que se descompusieron las computadoras en su oficina, o algo por el estilo, y necesita enviar un correo. Él no puede solo y quiere que sea además con alguien de confianza y para mí ése de confianza eres tú.

- ¿Por qué no lo ayuda alguna de mis hermanas?

- Por la premura de tiempo, pero también, hijo, no te hagas, porque quiero que lo ayudes tú, te dije que esto ocurriría un día.

- Está bien, está bien… ¿Dónde lo veo?

- Lo voy a mandar a tu departamento, por supuesto.

- ¿Va a venir aquí?

- Sí, está en su oficina, creo, por lo que en unos diez o quince minutos llegaría contigo. Si estás de acuerdo, claro.

- Pues sí, lo ayudo. ¿Ya se va a disculpar conmigo? Digo, si viene a pedirme ayuda, es lo mínimo ¿No? –dije sin poder evitar el tono de sarcasmo.

- Carlos, seamos maduros ¿de acuerdo? Si él llega, te pide que le eches un correo, lo auxilias, se despiden y ya, será para mí todo un éxito. No necesitas decirle nada, con que acepte ir contigo será signo de reconciliación y no me pongas ahorita a decir quién se disculpa con quién, por favor. Haz sólo eso, por tu madre ¿de acuerdo?

- Sí mamá, no te preocupes –dije condescendiente-

- Gracias, confírmame tu dirección, para dársela ahora mismo.

Le di la información y colgamos. No estaba seguro si alegrarme. Era, más bien, una sensación extraña, tal vez confusa. Él iba a venir. Ya tenía un buen rato que no lo veía, ni siquiera cuando visitaba a mi mamá. ¿Qué tanto había envejecido en estos últimos años? ¿Cuántos años llevábamos así? ¿Tres? ¿Cuatro? No sabía si tenía sentido hacer memoria. Incluso hasta pudiera ser un ejercicio arriesgado. Implicaba recordar cuando me dejó Norma, cuando forcejeamos él y yo, puros recuerdos ingratos y entregarme a ellos sólo me pondría de malas. Si algo no ejercito, desde que vivo aquí, es la rememoración de las cosas, menos de las desagradables. Prefiero el día a día de la vida y recordar será cuando esté viejo. Lo mejor por tanto será mantenerme ecuánime, ayudarle en lo que me pida, que se vaya al terminar como dijo mi madre y ya veríamos después.

Me levanté de mi lugar olvidándome de lo que iba a hacer en la computadora, fui a la cocina y no pude evitar pensar si convenía lavar los trastes que tenía pendientes. Recoger un poco, también podría optar por arreglarme yo mismo, una cosa o la otra si llegaba en diez minutos. Al final decidí que ninguna de las dos, tampoco le iba a demostrar de ese modo que me daba gusto que viniera. Pero seguía sin saberlo realmente ¿De verdad me daba gusto? No, pensándolo bien, lo más seguro era que no ¿o sí?

La Contraseña XIII