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IV
Tercera parte
De niño, ser hijo de un detective fue la cosa más fenomenal del mundo. En tercero de primaria me ocurrió por primera vez: el maestro escogió a cuatro o cinco niños al azar para pasar al frente y decir a qué se dedicaban sus padres, yo fui el último en ir al pizarrón y nunca imaginé la reacción de mis compañeros cuando dije “Mi papá es detective”. Un wow creciente me llegó como una deliciosa ola de satisfacción. Los ojos de mis compañeros eran platos enormes de admiración y envidia. Yo no me había recuperado aún de la impresión cuando el maestro añadió “¿Y qué hace como detective?”. Yo no lo sabía bien a bien, pero no tuve ningún empacho en añadir “Pues agarra a los malos”. El grupo se agitó aún más, algunos amiguitos se pararon de su asiento y brincaron de la emoción y el asombro inicial de los demás se transformó después en un reverencial respeto. Durante el recreo fui el niño más asediado y adulado del salón, todos querían que les contara más cosas sobre mi padre y sus aventuras. Debo haber inventado algo, porque aquella popularidad duró varios días. Después era yo quien tenía que sacar a relucir el tema conforme mis amigos se desinteresaban en lo que tenía que decir y en los siguientes ciclos escolares solía sugerir a mis maestros que tal vez sería buena idea pasar al frente a hablar del trabajo de nuestros papás. Entonces venía otro exquisito periodo de popularidad, el cual, con la experiencia que iba acumulando, sabía aprovechar cada vez mejor, incluso entre las compañeras del salón.
Así que no puedo quejarme de mi infancia. No sólo fue feliz por ese hecho, sino porque además el ambiente familiar, sin ser nada fuera de lo común, también era muy bueno. Mi mamá se preocupaba por nuestra educación escolar con todas las herramientas que le daba ser también maestra y mi padre era un hombre apacible y de buen humor con sus pequeños.
Pero con los años cambiaron las cosas. Por mucho tiempo no supe cómo ni por qué. La primera bofetada a mi ánimo me la dio mi padre recién entraba a la adolescencia. Debía tener unos trece años. “¿Qué haces en tu trabajo papá?” Pregunté una vez inocentemente para tener algo que añadir en la escuela. Entonces él me devolvió una mirada fría y me respondió “Nunca me preguntes eso”, se dio media vuelta como si no fuera su hijo quien preguntaba y se marchó a otro lugar de la casa. Me acuerdo que a la distancia lo vi sentarse en su sillón y sin decir más se puso a leer. Eso me dolió muchísimo.
Paulatinamente fui dejando de presumir el trabajo de mi padre y fui descubriendo también que cada vez conversábamos menos, tal vez cuando yo lo necesitaba más. Luego un accidente de la casualidad me enterró un dardo envenenado en la concepción que tenía sobre él. En el primer año de la preparatoria estudiamos en Historia de México los sucesos del 68. Primero por mero morbo, luego por genuina curiosidad, fui consultando diversas fuentes que me revelaban cómo se había desatado la fuerza represiva del Estado en aquellos años contra el movimiento estudiantil y yo leía los sucesos cada vez más indignado. Luego vendrían otros temas que también sacudirían mi conciencia adolescente: la constante de nuestra sociedad es la desigualdad y la injusticia. Me lo decía su historia, pero también su presente. Cada libro, cada artículo de periódico, cada ensayo, cada opinión en la calle, me pintaba un mundo en conflicto, dividido, confrontado y con una parte del pueblo que pierde perennemente. Además, yo nací en momentos en los que una gran crisis sorprendía a México, pero después de ella se sucedió otra y luego otra y así sucesivamente hasta la fecha, dejando tras sí una estela cada vez más larga de pobreza, corrupción e impunidad, pero también enfrentando a mi generación al hecho de que el futuro no nos daría grandes oportunidades. El que de algún modo yo fuera un joven al que, sin ser rico, no le faltara un sustento digno, casa, educación y alimento, no evitaba que sintiera que todo el sistema apestaba. El presidente de aquél tiempo había llegado al poder mediante fraude electoral y acercarse a la política tampoco era una opción muy atractiva. Ningún partido político representaba seriamente las aspiraciones de cambio de nosotros los jóvenes, por lo menos las mías. Durante mis años de preparatoria y universidad, me atormentó constantemente el hecho de que la sociedad se moviera indolentemente entre la degradación de sus gobernantes y las penurias de la gente sin recursos. Sin verdaderas causas que seguir, ni líderes auténticos en torno a los cuales agruparme, me mantenía inmóvil al respecto porque no sería cómplice de quienes, desde cualquier posición política, se servían de esa misma situación para hacerse ricos y en vez de resolver los problemas, los reproducían. Alguna vez leí que el sistema no sólo era corrupto, sino fundamentalmente corruptor y no veía ninguna fuerza política libre de ese defecto. Por otra parte, hacía ya tiempo que la estrella polar de un mundo mejor, que años antes había guiado el accionar de muchos de mis maestros honestamente comprometidos, había caído escandalosamente con el muro de Berlín, mientras en la Casa Blanca decretaban el fin de la historia. Crecí por tanto pensando que la sociedad capitalista era un estercolero sin salida y por eso preferí estudiar ingeniería en sistemas, en lugar de algo relacionado con las ciencias sociales, a pesar de lo mucho que me influían. Si de algo estaba seguro es que era mucho más fácil entenderme con una computadora que con los modos del capitalismo, que tan bien le sentaban a muchas personas. Pero, además, en algún momento, pensé que todo ese andamiaje de represión del gobierno, de cooptación de opositores, de corrupción, tenía que tener cómplices. Operadores que todo lo vigilaban y que, en su momento, lo intervenían para impedir que los poderosos de este país, los que realmente deciden las cosas, fueran amenazados de cualquier modo. Y si mi padre era detective, pero no podía confesar exactamente qué hacía, ni siquiera a mi madre, según sabía, entonces él era parte de esa estructura. Mi padre seguramente tenía un papel deleznable en el inodoro del país, tan ignominioso que tenía que guardar absoluto silencio. Era una conclusión obvia, pero no por ello menos contundente. Él era la encarnación del sistema en mi propia casa.
Por ello decidí en aquellos años alejarme de él, no hablar con él, no compartir mi vida, mis estudios, experiencias, mi conciencia social con un hombre que aunque fuera mi padre, tal vez sería capaz de hasta traicionar a su propio hijo con tal de cumplir con su vergonzoso cometido. No sólo ya no sentía nada de la antigua admiración por mí padre, ahora además lo odiaba. A los dieciocho años creía entender por qué él era como era y difícilmente lo perdonaría. Éste era un descubrimiento muy duro, que sería devastador para mi madre y para mis hermanas, como ya lo era para mí. Por ello debía tragármelo solo y eso hice por mucho tiempo, era un secreto que nunca debería revelarse.
Durante mis años universitarios sus silencios empataron con los míos. Tal vez con el tiempo mis animadversiones sociales se calmaron un poco, pues además reconocía que no me constaba nada de lo que había pensado años antes, pero de todos modos, igual que como no quería tener nada que ver con la política, tampoco quería tener que ver con él. Podía entonces reconocer internamente lo ridículo de mis suposiciones, pero me servían de pretexto para alejarme de mi padre el detective.
Mi madre y yo éramos cercanos, pero con mi padre me separaba pues una fría distancia. Ella pensaba que yo estaba enojado con él por algo que me hizo y nunca me esforcé por sacarla de su error, a pesar de los cuestionamientos que alguna vez me hizo. Y todos en mi casa se fueron acostumbrando al frío carácter de “los Franco”. No nos tratábamos y ni a él ni a mí parecía importarnos mucho. Mi madre nos sentaba a la mesa juntos cada vez que podía, pero el resultado era un silencio cada vez más incómodo. Ahora sé que él cometió el error de no hacer un esfuerzo por acercarse a mí, pero su verdadero error vendría pocos años después, cuando comencé a tener problemas con mi novia.
Tratándose del primer amor, la quise mucho, la quise como nunca volvería a querer. Más de lo que ella me quiso a mí, según corroboré después. Duramos algunos años juntos, terminamos nuestras respectivas carreras y empezamos a trabajar. Por ello mi planteamiento era perfectamente lógico: yo ya ganaba dinero, ella también, yo quería alejarme de mi padre, ella me amaba y, por todo ello, la solución era muy simple, teníamos que casarnos e irnos a vivir juntos. Entonces muchas cosas se derrumbaron para mí. Ella me dijo no. Y su negativa no se limitaba a irse a vivir conmigo, sino que además incluía terminar nuestra relación.
Fueron semanas difíciles. Siempre pensaba que no sobreviviría a nuestro adiós, que mi vida nunca sería la misma y que tenía que convencerla de cambiar de opinión. La perseguí, le rogué, la amenacé, discutí con ella, le lloré, le pedí perdón, la volví a confrontar, pero nada la hizo cambiar. Ella ya no quería seguir conmigo, simplemente parecía tener sus objetivos puestos en otra parte. Perdí mi primer empleo por faltar a él, por estar siempre distraído, por no poner empeño en el trabajo y cuando me convencí de que el fin era irremediable, me metí a un bar con un par de amigos dispuestos a consolar mi tragedia siempre y cuando yo pagara las copas.
Fueron tres veces en quince días, sólo eso. La primera vez ni lo notaron en la casa. Entré silenciosamente de madrugada, me fui a mi cuarto y me eché a la cama a dormir. El tufo a vómito le hizo preguntarse a mi mamá que a dónde había ido la noche anterior, sin insistir en ello. La segunda vez que llegué ebrio a mi casa, mi padre estaba sentado frente a la puerta y con una postura que, en medio de mi borrachera, me pareció artificial. Me dijo, levantando el dedo índice, que jamás volviera a faltarle el respeto a él, a mi madre y a su casa. Yo me encogí de hombros, le día la vuelta y me fui a dormir a mi cuarto.
La tercera vez fue patética, ni siquiera estaba yo ebrio. Me llamaron los mismos dos amigos, me encontré con ellos y nos metimos a una cantina. En realidad yo no lo había pensado mucho, sólo quería poder seguir hablando de ella, de lo que me había hecho, de lo que podría decirle, de lo que iba a pasar. Pedimos una ronda que mis compañeros bebieron como si se tratara de agua. Estaba yo a la mitad de una frase de dolor cuando uno de ellos dijo “pídete de una vez la botella Carlitos” y es como si hubiera despertado del letargo. Me di cuenta que en realidad apenas y llevaba dinero, por lo que respondí “vamos a cooperarnos y pedimos una”. Entonces el otro, que con una sola copa ya le arrastraba la lengua, dijo “¿Coperacha? Noooombreeee, si aquí tú eres el agraciado, el del festejo. Tú invitas ¿Qué no?”. Y entonces entendí que no me estaban escuchando, que no estaban ahí para compartir mis penas. Sólo querían que les pagara unos tragos con cargo a mí decepción amorosa. Los miré realmente por primera vez en estas tres salidas. El que acababa de hablar tenía la cara abotagada. Era un alcohólico. El otro me sonrió con mirada estúpida mientras se llevaba unos cacahuates a la boca. Entonces recordé que apenas y los conocía del trabajo que acababa de perder, en la práctica eran sólo conocidos, jamás habían sido realmente mis amigos.
Saqué mi único billete y le dije al mesero, que se había acercado buscando la orden de otra ronda: “Ahí alcanza, sírvales otras dos a los señores, las demás van por su cuenta, yo ya me voy”. Enseguida me levanté y salí del lugar con la decisión de no cometer nunca de nuevo la misma estupidez. Increíblemente, en ese mismo momento, sentí la catarsis del adiós de mi novia. Me dolería un tiempo más, pero por fin había logrado tragar el hecho y no lo había pasado precisamente con ron.
Llegué a la casa y encontré de nuevo a mi padre frente a la puerta. Siempre había visto en él una actitud impasible, distante y fría, como si se alejara conscientemente de las emociones. Pero ese día su rostro era de disgusto, un auténtico disgusto como nunca antes lo había visto, ni conmigo ni con mis hermanas.
Pasé junto a él procurando ignorarlo, pero me tomó del brazo y dijo
- ¿A dónde vas? ¿Por qué llegas tomado a la casa? ¿Qué has estado haciendo?
Esa última pregunta encendió mi enojo. ¿Qué le importaba a él lo que hacía si parecía que yo no le importaba? ¿Por qué ahora venía con la actitud del padre corrector? ¿No se había dado cuenta que ya no estaba en edad de regaños?
- Tú no tienes autoridad moral para preguntarme nada, -le respondí zafándome de su brazo.
- Tú no puedes hacer lo que se te pegue la gana. Si quieres vivir aquí vas a tener que informar tus actividades y cumplir con reglas y horarios –dijo ya fuera de control, casi gritando.
- ¿Reglas y horarios? –me burlé -¿De cuándo acá? ¿Sabes qué? No molestes, voy a dormir.
- Eres un idiota si crees que puedes hablarme así –respondió mi padre -.
Di dos pasos hacia mi cuarto cuando él se puso enfrente de mí, me tomó por los brazos y empujó hacia atrás, como para devolverme al centro de la discusión. Forcejeé con él para que me dejara pasar, ambos en silencio. Aunque me sorprendió que él parecía más fuerte que yo, pues me había hecho retroceder un poco. Entonces desde la escalera se escuchó la tronante voz que mi madre utilizaba para poner en orden a los más latosos de su secundaria.
- ¿Qué está pasando aquí? Sepárense los dos ahora mismo.
La reacción de mi padre fue sorpresiva, al menos para mí, se volvió a mirarla, me soltó y repentinamente pareció avergonzado. Sentí cómo se me encendió el rostro de coraje y me dirigí rápido a mi recámara.
- Yo me largo de aquí.
Entré a mi cuarto, tomé dos morrales y una pequeña maleta que tenía en mi clóset, lo puse todo abierto sobre mi cama y abrí los primeros cajones dispuesto a sacar todo e irme quién sabe a dónde. Entonces entró mi madre en la habitación, se quedó parada mirándome seria, pero paciente. Saqué con los puños dos hatos de ropa y los eché sin orden sobre el primer morral.
- ¿A dónde vas? –dijo mi madre suavemente, sin disgusto en la voz.
- A donde sea, me largo lejos de él –respondí sin mirarla.
- ¿Y eso tiene que ser ahora mismo? –Me contestó sonriendo levemente.
- No lo entiendo mamá, no sé qué quiere. ¿Qué le importa si vengo borracho o no? –dije en tanto tomaba ahora un hato de calcetines.
- Sí le preocupa hijo, por supuesto que le preocupa. A mí también me preocupa mucho, estos últimos días pareces muy afectado. ¿Es por Norma, verdad?
- Sí mamá, es por ella, pero en verdad, hoy ni siquiera estaba borracho, sólo me tomé una copa.
- Eso puede crecer hacia un problema muy serio Carlos, lo sabes.
- Sí mamá, lo sé. Precisamente me salí de con mis amigos porque acababa de decidir que por ella no iba a volver a emborracharme. Créeme, no voy a convertirme en alcohólico. Pero además, eso no cambia lo que hizo mi papá. En vez de hablar conmigo me quiere poner horarios, disciplina. Yo nunca le he importado.
- Eso no es cierto hijo, él no se acerca a ti porque cree que no lo quieres.
- ¿Y qué ha hecho él para que lo quiera? Dime. Yo me voy de todos modos. No vayas ahorita a decirme lo bueno que es ni a impedirme que me vaya.
- De acuerdo Carlos, está bien –respondió tranquila mi madre- pero escúchame un segundo. Hay dos modos en los que te puedes ir de aquí. La primera es que termines de llenar tus cosas, salgas y ya no sepamos de ti quién sabe por cuánto tiempo. La segunda es que juntos, tú y yo, busquemos dónde te conviene vivir. Lo escojamos, lo vayamos poco a poco acondicionando. ¿Ya tienes trabajo otra vez?
- Mañana iba a ir a una nueva entrevista…no he dejado de buscar trabajo estos días -respondí sin dejar de mirar el morral, ya no estaba sacando ropa.
- Bueno, puedo prestarte dinero para que te vayas a vivir a un lugar donde estés cómodo, no tienes porqué pasar penurias. Además, perdóname, pero en ese tiempo tengo que asegurarme que realmente has decidido dejar de beber.
- ¿No me crees?
- No es que te crea o no, hijo mío –dijo ya dulcemente- es mi trabajo como tu madre. ¿Eso sí lo aceptas, verdad?
La miré un instante y me dirigí a ella para abrazarla. Creí que en ese momento entraría mi padre, que se sumaría y nos reivindicaríamos de una vez, pero no fue así.
Las semanas siguientes ella me acompañó a rentar el departamento, me firmó de aval dando una copia de las escrituras de su casa. Escogimos juntos los muebles, los mínimos, y me prestó un poco de dinero con cargo al sueldo de mi nuevo trabajo, que resultó mejor que el que había perdido.
El día que empaqué mis cosas mi padre no estaba. Eché mis maletas a la cajuela del auto de mamá y me acerqué a mis hermanas para abrazarlas, ese día fueron a la casa ex profeso a despedirse de mí, convocadas por mi madre, pues ambas ya se habían casado y no vivían ya tampoco ahí. Mis padres cumplían así su ciclo quedándose solos en su hogar.
Más tarde llegamos mi madre y yo al departamento, bajé mis cosas, acomodé mi ropa y otras pertenencias y decidimos tomarnos un café para estrenar la estufa. Mi madre aprovechó para darme algunos consejos, adicionales a los de los últimos días, de cómo debía manejarme en esta nueva etapa de mi vida. También me advirtió que se mantendría cerca de mí, para cuando la necesitara, que vendría con frecuencia.
- Ahora lo que sigue es que te reconcilies con tu padre.
- Ni en sueños –respondí enseguida-, está loco.
- No es cierto –dijo seriamente, pero sin perder la paciencia- . Es un buen hombre, realmente muy bueno. Un poco ingenuo en la vida, tal vez, pero es listo, muy observador y ha sido para mí un esposo amoroso.
- ¿Te ha contado alguna vez qué hace en su trabajo?
- Desde hace muchos años que no habla de su trabajo, pero no veo problema en eso.
- ¿No le ves problema en eso mamá? ¿Cómo sabes que sus actividades no son deleznables? ¿Cómo sabes que no es matón, o cobrador, o delator? ¿Cómo sabes que lo que hace está bien, qué él no es mala persona?
- Carlos, déjame contarte que cuando lo conocí, era un hombre muy entusiasmado por su trabajo. Sentía mucha admiración y respeto por su jefe, William Baskerville. Cuando éramos novios me contaba muchas cosas que él le enseñaba, los consejos que le daba. Le decía las cosas en que debía fijarse y él lo compartía todo conmigo siempre muy contento. Después eso cambió poco a poco, pero nunca para mal. Hay algo en su trabajo que no le agrada, es cierto, pero él nunca haría nada realmente malo, como matar a alguien. No tiene el carácter, yo lo sabría, él no lo aguantaría. Yo creo que él preferiría morir, antes que matar a alguien, lo sé muy bien.
- ¿Pero cómo lo sabes mamá? ¿Cómo sabes si no te dice nada nunca?
Mi madre suspiró un momento, se acercó a mí, me puso una mano en mi mejilla y respondió.
- La comunicación no son sólo palabras Carlos. Tu padre me escucha, yo le cuento lo que le quiero decir y sé que me escucha realmente, que está atento a mis palabras. Eso es muy importante para mí. Él también me cuenta a mí algunas cosas y al contarme, no sólo me dice aquello que expresa con palabras, también me dice aquello que expresa con silencios. Tú padre y yo hemos tendido puentes uno hacia el otro, en ambos sentidos. Son buenos puentes, de esos que no se caen ya más que con la muerte. A lo mejor los de él no son tan anchos como los míos, pero no es un hombre cerrado. Es luego un viejo necio para muchas cosas, pero ha sido un magnífico compañero de mi vida. Y tú eres mi hijo y haré mi labor para que un día ustedes dos se encuentren, se conozcan. Estoy segura que será una enorme sorpresa para los dos saber que realmente son muy parecidos, que son Daniel y Carlos Franco, padre e hijo y que se amarán mucho.
- Está bien mamá, yo estoy dispuesto si tú me lo pides. Ahí me avisas cuando él lo esté. Sólo espero que no sea en su lecho de muerte.
Mamá sonrió un poco mientras se terminaba el café y se levantaba de su asiento disponiéndose a partir.
- No exageremos hijo, realmente creo que la ocasión vendrá con el tiempo. Sólo es cuestión de tener paciencia, de encontrar una oportunidad.
- Mamá ¿De verdad no sabes en qué consiste el trabajo de mi papá?
- Sí lo sé, pero creo que es mejor que él te lo cuente un día.
La Contraseña XII
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