miércoles, 24 de noviembre de 2010

La Contraseña X

[ Por Cosmos02 ]

Por si te perdiste las partes anteriores:
La Contraseña I
La Contraseña II
La Contraseña III
La Contraseña IV
La Contraseña V
La Contraseña VI
La Contraseña VII
La Contraseña VIII
La Contraseña IX


IV


Segunda parte


Para fortuna del conductor, sorprendentemente había encontrado un espacio dónde estacionar la camioneta Grand Cherokee a prudente distancia del vehículo de Daniel Franco para poder vigilarlo. Toda una lotería considerando que por esos rumbos encontrar estacionamiento en la calle es casi milagroso. Momentos antes, cuando vio que se estaba estacionando apenas había salido de la agencia de detectives y a falta de lugar, tuvo que pasar junto a él, dar la vuelta a la manzana lo más rápidamente posible, atravesar imprudentemente una luz roja, y confiar en su suerte para que el detective no hubiera arrancado de nuevo y desaparecido. Pero no fue así. A la distancia, el detective parecía hablar por teléfono. Por lo que sólo había que esperar a que arrancara de nuevo para seguirlo.

Hasta ese instante, la oportunidad de actuar se había ido postergando para el conductor. Un día antes bajó temprano del avión y esperó en el aeropuerto a que llegara el momento. Unas horas después recibió una comunicación en el sentido de que los planes habían cambiado por un imprevisto y que no podría atacar a Kuzmanovski ese día, por tanto debía mantenerse a la expectativa. Esa noche tuvo que hospedarse en un hotel cercano a la espera de más información. Al día siguiente, después de recibir instrucciones, rentó la camioneta, ubicó la dirección de “Baskerville y Asociados”, se trasladó al lugar y esperó frente al edificio a que llegara Daniel Franco, cuya detallada descripción también había recibido. Le habían dicho que posiblemente llegaría temprano a esas oficinas, la orden era seguirlo hasta que encontrara a Ethan Campbell. Si acaso éste le entregaba el disco, entonces él podría deshacerse de los dos, o sólo del detective por si no deseaba hacer nada a un compatriota americano pero sin dejar de tomar ese disco para su cliente. Sin embargo, las cosas no habían salido de ese modo. Daniel Franco no se presentó por la mañana, sino varias horas después, entro a la agencia y salió pocos minutos después en su vehículo para, casi inmediatamente, detenerse donde se encontraba ahora. De cualquier modo ya lo había localizado y lo que seguía era no perderlo.

Si el conductor tuviera certeza de que Daniel Franco poseía ya el disco, hubiera bajado de una vez y terminado con aquello. Como se trataba de una calle muy transitada, hubiera tenido que hacer algo muy drástico y rápido. Tal vez abrir el auto, romperle el cuello al detective, tomar el disco y huir en su camioneta del modo más eficiente posible. Pero si el disco no estaba, sería un error adelantarse. Como fuera, el cambio de planes que le anunciaron hacía las cosas más interesantes, pues era probable que pudiera encargarse de más personas para cumplir con su trabajo. Tal vez pudiera sazonar su misión con algunas diversiones extras: propinarle una golpiza a alguien, acabar con otro usando una navaja en vez de pistola, interrogar a algún sujeto con toda la libertad posible, romper algunos huesos o cualquier otra cosa de las que le habían enseñado en los entrenamientos para comandos especiales. De cualquier modo, lamentablemente, lo prioritario era obtener el disco, aunque él hubiera preferido sólo tener algún enemigo que liquidar en vez de estar recuperando cosas. Le habían pedido rapidez y discreción, aunque esto último podía obviarse si era necesario. Mientras fuera efectivo, podía dejar tras de sí una masacre si le daba la gana y era precisamente eso lo que no le faltaba. De entre todos los anuncios del pasquín que circulaba en Texas promoviendo el servicio de mercenarios, lo habían escogido a él, pues prometía “eficacia letal”, aunque tal vez se debiera también a que sus precios estaban en una categoría media, no eran los más económicos, pero sí estaban algo alejados de los precios más altos. Pero independientemente de su estatus en el mercado, los métodos no tenían que ser precisamente diplomáticos y como no le dijeron qué hacer con los posibles testigos, él decidiría también en función de las circunstancias. Cuando lo entrevistaron, él había ofrecido algunas anécdotas de su experiencia en Irak, Irán, Afganistán y Rusia, de las cuales no ofreció ninguna evidencia, pero cuando le dijeron que se trataba de México, dijo que tanto mejor, pues había cobrado experiencia cazando migrantes para los Minuteman, hablaba aceptablemente el español y que, de paso, también había estado en Chile, Argentina y Venezuela. Moverse por el Distrito Federal tampoco sería problema para él, ya había estado ahí antes.

Por todo ello, sonrió al ver a Daniel Franco. Su complexión no representaría ningún peligro, menos su edad y agilidad. Si no sentía pena por mujeres y niños, menos aún la sentiría por este hombre de unos sesenta años. Por el contrario, hasta hubiera preferido un contrincante más digno de su capacidad física, entrenamiento y su disposición psicológica como mercenario: fallar no era una posibilidad que considerara siquiera.

Sin perder nunca de vista su objetivo, el conductor se adelantó a los hechos arrancando la camioneta al tiempo que Daniel Franco retiraba el celular de su oído. Al moverse el auto del detective, la camioneta hizo lo propio y muy poco tiempo después se dio cuenta que perseguirlo también sería sencillo. Daniel Franco conducía realmente muy despacio para sus estándares.

El auto dobló hacia avenida Insurgentes, atravesó avenida Chapultepec y se adentró en la colonia Roma, dando vueltas por sus calles. Por el modo en que se movía, daba la impresión de no estar seguro de hacia dónde se dirigía. Al final pareció encontrar el lugar y se estacionó frente a un edificio en la calle Sinaloa. La Grand Cherokee se estacionó a prudente distancia de nueva cuenta y su conductor se quitó los anteojos negros al tiempo que el detective entraba al edificio, luego miró la hora, abrió la guantera y sacó una pistola tipo escuadra, sacó el cargador, corroboró el número de balas, revisó que la cámara estuviera vacía, volvió a meter el cargador, puso el seguro, hizo a un lado el contrato de renta de la camioneta, metió la pistola y cerró la guantera, lo más probable es que no usara el arma. Inclinó ligeramente el respaldo y se acomodó en su asiento mirando al edificio, inmóvil, sin hacer caso de la gente que pasaba por la calle volteando hacia su vehículo con curiosidad. Si suponía las cosas correctamente, el sujeto bajaría con el disco, por lo que lo atacaría sin piedad cuando saliera. Así entraría por fin en acción. Pero un nuevo imprevisto cambió sus planes: poco después de media hora de estar vigilando, su celular comenzó a sonar. “Yes”, dijo secamente. Tras escuchar unos segundos, sacó una libreta de su bolsillo y un bolígrafo y comenzó a anotar lo que le decía la voz al teléfono. Aún no era posible atacar al objetivo, pero tampoco importaba mucho si lo perdía en el tráfico, cosa por demás improbable dada su experiencia inmediata, porque ya sabía a dónde se dirigiría más tarde. Sacó un mapa y se dispuso a estudiar la ubicación de la casa de William Baskerville.

La Contraseña XI

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