miércoles, 17 de noviembre de 2010

La Contraseña VIII

[ Por Cosmos02 ]

Por si te perdiste las partes anteriores:
La Contraseña I
La Contraseña II
La Contraseña III
La Contraseña IV
La Contraseña V
La Contraseña VI
La Contraseña VII


III

Un rompecabezas por armar.

Cuarta parte

La presencia del haz de luz sobre el logo de la agencia estaba notablemente disminuida por el resto de la iluminación de la oficina. El escritorio de la recepción, que la noche anterior estaba en la penumbra, era un semicírculo que se encontraba en la base del muro de cristal, bajo el logo con la silueta de Sherlock Holmes. Ahí una recepcionista con traje sastre azul marino y diadema telefónica en la cabeza, predisponía la sonrisa ante la llegada del elevador, preparándose a atender a los posibles clientes. Pero la sonrisa duró lo mismo que un pestañeo cuando vio llegar a Daniel Franco.

- Detective, buenos días. Don Guillermo nos pidió que le comunicáramos que fuera a su oficina tan pronto llegara. Parece que está muy disgustado. – Dijo arqueando las cejas.

- Atenderé eso en unos momentos –Respondió Daniel Franco rodeando el escritorio para ir a su privado, pero otro detective, uno de los que solían acompañarlo a cazar infieles in fraganti y, por tanto, más alto y corpulento que él, le salió al paso con gesto de cumplir órdenes muy a su pesar.

- Lo siento Franco, pero el jefe me pidió que no te dejara entrar. Tienes que ir primero a hablar con él.

Franco lo miró a los ojos y descubrió que su compañero realmente tenía un conflicto de intereses, no quería enfrentarse con él, aunque tampoco lo dejaría pasar. Entonces le dedicó un gesto de comprensión palmeándole el hombro y dio media vuelta hacia el privado de Guillermo Baskerville mientras su compañero le decía:

- Perdóname Franco, oye, te debo todavía de la última apuesta, del caso de la señora Salazar, en la quincena te pago ¿estamos?

Daniel Franco levantó la mano en señal de entendimiento, sin voltear ni detenerse.

Algunas de las condiciones, además de los arreglos económicos necesarios, que puso William Baskerville cuando le dejó la dirección de la agencia a su hijo Guillermo fueron que su oficina no se ocupara hasta que muriera y que Daniel Franco no usara el uniforme de los empleados de la empresa: traje azul marino con camisa blanca y corbata roja. Las mujeres vestían igual que la recepcionista. Eso daría a la agencia la imagen de ser siempre metódica y ordenada. La distinción que hacía míster William con Franco era mera amistad, aunque en corto le decía a los clientes que eso también reflejaba el sentido de creatividad y originalidad que también son necesarios para resolver casos difíciles. Pero Daniel Franco, en imitación a su jefe, también cuidaba su vestir. Solía usar pantalones de casimir, zapatos bostonianos e impecables camisas blancas. Lo que nunca faltaba, sin embargo, era su chamarra de piel color café. Era su evidente, pero inconfesado, sello personal, su marca de detective, muy a la Pepe Carvalho.

Conforme avanzaba por el pasillo, Franco suponía lo que le esperaba. Jamás le había dado ocasión a Guillermo Baskerville de regañarlo por llegar tarde y ésta oportunidad no iba a ser desperdiciada. Ya se imaginaba, sin mucho esfuerzo realmente, la escena de gritos que su jefe haría, ése era el modo con el que Guillermo quería hacer notar su relativamente reciente autoridad en la agencia. Sus agrios regaños al principio eran tomados con cierto temor por todo el personal, pero fueron tan frecuentes e injustificados, que todos terminaron por asumirlos como un mal necesario del nuevo patrón y la mayoría los dejaba pasar con cierto estoicismo y sin darle ya mayor importancia. El personal de la agencia en general, aunque no lo dijera, sabía que la función real de los regaños era desahogar un poco el frustrado carácter del nuevo dueño de la agencia, pero intrascendente para cualesquier otro efecto. Sin embargo, para Daniel Franco era una novedad que lo regañaran y no tenía duda alguna que sería la ocasión de Guillermo de poder mostrar abiertamente la animadversión que, de por sí, se profesaban desde siempre. Pero dos cosas consolaban a Daniel Franco, una era que el regaño en sí mismo, por lo que todos sabían, no tendría importancia y la segunda es que no tenía casos de infieles pendientes, por lo que pasaría este desaguisado menor lo más rápidamente posible y podría continuar con lo suyo.

La oficina de Guillermo Baskerville se encontraba en el extremo opuesto a la de su padre y en absoluto contraste con aquella, tenía las paredes desnudas, pintadas de blanco y se iluminaba con lámparas fluorescentes incrustadas en el plafón, sin matices ni intención de decorado. En la pared del fondo había una fila de 6 archiveros metálicos color gris con expedientes selectos de casos que había atendido la agencia desde su fundación. Si los involucrados en esos casos hubieran puesto atención a ese dato, seguramente hubieran rescatado esos expedientes, pues en ellos se encontraban fotografías y documentos comprometedores para mucha gente en diversos sentidos. En sus momentos más siniestros, Guillermo Baskerville había en secreto valorado la posibilidad de usarlos como herramienta de chantaje, pero esa alternativa sólo la usaría en caso de extrema necesidad económica y nunca en vida de su padre, pues éste seguramente le arrebataría la agencia y la herencia si se enterara. De cualquier modo, prefería tener esos expedientes cerca de él para revisarlos frecuentemente, a veces para encontrar más posibilidades de chantaje, otras por simple morbo: Guillermo Baskerville encontraba placer conociendo las debilidades de sus clientes o de sus cónyuges.

En el resto de la oficina había un escritorio metálico y junto a él un mueble modular para computadora, con un equipo, una impresora y un scanner. Frente al escritorio una silla de madera, que todos conocían como la silla de los regaños. Las asignaciones de casos y la planeación cuando el personal tenía que trabajar en equipo, se hacían en la sala de juntas, por lo que ahí no había más mobiliario. Guillermo Baskerville prefería no arreglar ese lugar, que originalmente funcionaba como archivo muerto y bodega de distintos objetos, porque esperaba el día que pudiera ocupar la oficina de su padre.

Franco entró sin tocar. Entre ellos la cortesía había nacido muerta. Guillermo Baskerville se encontraba encorvado en su escritorio, mirando fotografías de un expediente que cerró de inmediato al abrirse la puerta. Alzó la mirada y vio con desprecio a Daniel Franco. Era innegable que se parecía a míster William, pero sólo vagamente. La nariz aguileña que daba un aire de astucia a su padre, en él estaba chueca y enmarcada por pecas en las mejillas, haciéndolo parecer, más bien, un boxeador fracasado. Sus ojos azules estaban demasiado juntos y daban la sensación de no poder enfocar los objetos en su centro y su cara alargada terminaba en una barbilla puntiaguda que hacía círculos al hablar. Pero en Guillermo había, además, una mueca amarga, una infelicidad mal disimulada, un gesto despectivo no sólo por Daniel Franco, sino por todo lo que le rodeaba. Era la mirada del fastidio y la insatisfacción permanente. Su aspecto general solía parecer descuidado, a veces con el cabello con exceso de gel y mal peinado, en otras con el cuello de la camisa fuera del saco y en otras más ubicaba su desgarbado cuerpo en posiciones tan descompuestas que entre los detectives le apodaban “el zancudo”. “¿Cómo te imaginas que un zancudo pueda sentarse en una silla?”, decían entre ellos y, carcajeándose, se respondían “sólo como él”. Guillermo Baskerville, en los corrillos de la agencia, no sólo era un personaje patético, sino además el hazmerreír de todos.

- Lamento haber llegado tarde –Dijo Franco para adelantarse a la situación y terminar el trance lo antes posible, aunque sin ningún énfasis-.

- No creo que lo lamentes Daniel, estabas seguramente muy ocupado –contestó Guillermo con un tono bajo que pretendía ser irónico en su aguda vocecita para sorpresa de Franco, que esperaba los gritos que, sin trámites, empezaba a soltar cuando mandaba llamar a alguien. Pero, fiel a su costumbre, guardó silencio y se mantuvo a la expectativa.

- Sé que estuviste aquí anoche Daniel, que te entrevistaste con mi padre. ¿Te asignó un caso?

Para Daniel Franco fue un nuevo golpe la evidencia de que había cometido otro error. Era obvio que su actual jefe se iba a enterar por el portero, por el acceso al sistema o como fuera que él había estado ahí, pero que, además, no iba a aprobar su participación en un caso sin su conocimiento. Ni él ni William Baskerville habían comentado cómo se manejaría este asunto respecto a la agencia en general y a Guillermo Baskerville en particular y ahora iba a pagar las consecuencias.

- Si tu padre no te ha dicho nada, siento decirte que tampoco voy yo a hacerlo –contestó el detective con cierto aire de reto, pero escudándose en su mentor.

- O sea que mi padre sigue activo a través de ti ¿No es así? – masculló Guillermo apretando los dientes y entrecerrando los ojos que destilaban odio – ¡Con que el viejo se niega a retirarse!

Daniel Franco apretó un poco las mandíbulas, pero intentó mantenerse, y presentarse, impasible. Ante eso, Guillermo Baskerville, dando un violento manotazo en la mesa, gritó:

- ¡Con un demonio Daniel! ¡Me vas a entregar el caso de inmediato o estás despedido!

Franco lo miró procurando no moverse, aunque no pudo evitar que sus músculos se tensaran aún más, como tigre predisponiéndose a atacar.

- Creo que ambas cosas deberás hablarlas con tu padre Guillermo, no conmigo. – Contestó Franco procurando no levantar la voz.

- ¿De qué se trata Franco? ¿Alguna señora rica con cuernos que buscó directamente a mi padre?

Guillermo Baskerville pretendía herirlo, más que regañarlo, ofenderlo, lastimarlo, pero Daniel Franco guardó silencio mirándolo directamente a los ojos. Notó entonces que estaban algo hundidos, raros de alguna manera. Una mirada ligeramente vidriosa que aparentemente no podía enfocar nada específico, un rayo de ira mal ajustado a la distancia y en globos levemente enrojecidos. Por desprecio mutuo, Daniel Franco siempre procuraba no fijarse directamente en Guillermo Baskerville, pero ahora que lo hacía de frente y tan cerca, descubrió que el hijo de su querido maestro y nuevo patrón usaba drogas y de la reacción de disgusto a la que estaba a punto de entregarse por la provocación, paso a la conmiseración, sin olvidar su desprecio. Guillermo Baskerville era un pobre diablo que necesitaba ayuda, pero al que no le iba a permitir que lo afectara con cualquier cosa que dijera. Así que, dominándose, simplemente reforzó su silencio. Al ver su actitud, Guillermo volvió a hablar.

- Si no vas a decir nada, entonces estas oficinas están cerradas para ti Daniel. Te prohíbo terminantemente utilizar los recursos de la agencia para atender tu caso y respecto a tu despido, sabes perfectamente que tu contrato dice que no puedes aceptar ni atender casos sin el conocimiento de “Baskerville y asociados” y como rompiste los términos de una de las cláusulas más importantes, la agencia ya no tiene contigo compromiso contractual alguno, por lo que no necesito consultarlo con nadie ¡Me escuchaste! ¡Con nadie! ¡Estás despedido!

Daniel Franco se dijo a sí mismo que tampoco tenía porqué tolerar exabruptos indefinidamente y menos de aquél chamaco que terminaría arruinando la reputación del gran detective que era su padre, por lo que giró sobre sus pies y se dirigió de inmediato a la puerta cuando escuchó una nueva advertencia.

- Ni se te ocurra ir a tu privado Daniel, no sacarás nada de ahí. Si hay algo tuyo, primero lo revisamos, no te vas a llevar ninguna información. Tampoco quiero reuniones en la noche, daré instrucciones para que no te dejen pasar a esta oficina a ninguna hora ¿Me oíste?

El detective se detuvo en seco, regresó sobre sus pasos y se inclinó sobre el escritorio hasta que ambos rostros quedaron cerca y pudo notar que el de Guillermo, inclinándose hacia atrás por la sorpresa de su reacción, tal vez pensando que Franco le lanzaría un golpe, había enmudecido y hacía cierta expresión de miedo y asombro.

- Escúchame bien jovencito, tú no me despediste. Desde que acepté este importante caso, al mismo tiempo renuncié.

Por la cara que en ese momento puso Guillermo, Daniel Franco pensó que si se trataba de lastimar, él también podía causar alguna herida, aunque hubiera tenido que mentir.

La Contraseña IX

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