jueves, 11 de noviembre de 2010

La Contraseña VI

Por si te perdiste las partes anteriores:
La Contraseña I
La Contraseña II
La Contraseña III
La Contraseña IV
La Contraseña V

III

Un rompecabezas por armar


Segunda parte

Los crímenes cometidos con arma de fuego atañen el Ministerio Público Federal. Ese es un dato básico para cualquier detective y en el caso de Daniel Franco, no sólo lo tenía presente, sino, además, tenía también el contacto perfecto para obtener información.

Saber quién es sospecho de haber asesinado a Ethan Campbell no sólo era del interés de Daniel Franco, cuyo deber era obtener la mayor información posible de su caso, sino también, seguramente, era del interés de su cliente, pues podría tratarse de alguien que pusiera en peligro la vida del mismo Kuzmanovski, si no es que, en una hipótesis muy descabellada, fuera el mismísimo polaco o alemán el asesino. Si a la información obtenida hasta ahora se añadía, además, la alusión a un disco misterioso cuya poseedora desea devolver, sin que los motivos sean claros, el asunto tenía ya todos los elementos de intriga y misterio necesarios para alimentar el interés y emoción que Franco había soñado. Parecía que al fin, la fantasiosa pretensión de toda la vida iba a cumplirse: el Detective Daniel Franco tendría que resolver un acertijo en donde los involucrados sólo proporcionaban partes inconexas, explicaciones incompletas, trazos de una pintura cuyo auténtico paisaje sólo podía ser visto por una mente brillante, cuyo poder de análisis y deducción fuera superior al del común de la gente. Y esa mente sería la suya.

Durante el trayecto su entusiasmo fue en aumento, como si recibiera una inyección de adrenalina pura, directa a la yugular. Hacía tiempo que no se sentía así de jovial, vigoroso, como si un pase mágico le hubiera quitado décadas de encima. Entonces recordó los días en que William Baskerville le insistía que un detective tiene también la obligación de mantenerse en excelente forma física. El recuerdo de ambos corriendo juntos en el Bosque de Chapultepec un sábado por la mañana muchos años antes se interrumpió de súbito por un escalofrío con el que Franco se sorprendió así mismo: “Enemigos… enemigos capaces de asesinar por un disco”. En efecto, pudieron haber matado a Campbell por dicho disco y de algún modo Julieta Díaz había logrado escapar con él y por ello quiere ahora entregarlo. Todo concordaba, pero tenía implicaciones siniestras, pues podría significar la necesidad de enfrentarse en algún momento a asesinos y una cosa es hacer deducciones brillantes y otra muy distinta es liarse a balazos.

El detective sacudió la cabeza como para que el viento que entraba por la ventanilla de su auto terminara por llevarse esa idea inquietante. Pero no pudo evitar otra idea traidora: ¿Hasta dónde valía la pena comprometerse con un caso si el enemigo está dispuesto a todo? En sus poco más de cuarenta años como detective, a Daniel Franco le había tocado ver muy pocas veces un gesto de preocupación en William Baskerville sobre casos contra verdaderos criminales. Incluso no le había pasado desapercibido que en alguna de esas ocasiones se había colaborado con alguna autoridad judicial. Pero él nunca conoció los detalles y, para su sorpresa, descubría en ese mismo instante que, tratándose de un asesinato, su experiencia real era nula y un nuevo y ligero escalofrío aminoró su ímpetu inicial. En éste, su primer y único caso, no iba a poder prescindir del consejo de su jefe si tenían que enfrentar a enemigos de cualquier índole, lo que, de nueva cuenta, minaba su entusiasmo.

Llegó a las oficinas del Ministerio Público y fue acercándose al lugar entre ríos de gente que entraba y salía: agentes judiciales con pistolas al cinto, hombres y mujeres con carpetas en la mano y cara de preocupación, flamantes abogados hablando por celular y burócratas de todo tipo, desde modestas secretarias hasta sagaces empleados con ambiciones políticas, todos en febril actividad, como colmena al mediodía.

Frente a la recepción había cinco filas de bancas de madera sin respaldo ocupadas hasta el último centímetro por gente esperando alguna diligencia. Más adelante, un mostrador separaba al personal del público y tras él muchos escritorios organizados en cuadrícula. Sobre cada escritorio, torres de papeles hacían un prodigio de equilibrio para no caerse, pero servían también perfectamente para ocultar a los empleados que se hallaban sentados.

Tan pronto el detective Daniel Franco se dejó ver en el mostrador, un empleado brincó de su escritorio haciéndole señas de saludo, como quien quiere llamar la atención al paso de una estrella de cine. Se levantó de su lugar para ir a su encuentro, esquivando mobiliario y demás personal, al tiempo que le gritaba desde la distancia.

- ¡Detective Franco! ¿Qué anda haciendo por aquí? ¿Cómo está? ¡Qué gusto verlo! Permítame, permítame por favor, voy con usted, faltaba más, nunca hubiera imaginado verlo por aquí, qué gusto verlo otra vez…

Franco esperó a que terminara la ruidosa recepción y le extendió la mano con el mismo gesto, serio e impasible, con que una vez le dio las fotografías y grabaciones que le permitieron al sujeto divorciarse sin tener que dividir bienes por la mitad.

- Licenciado Figueroa…

- Detective ¡Le repito que qué gusto verlo! Créame que nunca me ha sido posible decirle lo feliz que soy y el mucho dinero que me ahorré gracias a usted y ahora por aquí, es un placer saludarlo, de verdad… –Insistía el sujeto sin soltar su mano y mirando alrededor, como buscando a alguien a quien presentarle a su héroe, que era considerablemente más alto que él-.

- Vengo por información Licenciado.

- Claro detective, usted nada más diga y yo le busco el expediente que me pida, estoy a sus órdenes, igual que esta oficina, o por lo menos hasta donde yo me puedo meter, lo que usted indique, mire que no me cansaré de decirle que es un placer hablar con alguien como usted…

Franco, serio, seguía con la mirada la hiperquinética alocución del individuo y esperaba para poder hablar. Cuando aquél por fin hizo una pausa, fue directo al grano.

- La noche de anteayer mataron a un norteamericano en la colonia Obrera.

El sujeto guardó silencio repentinamente por unos instantes para mirar a Franco con ojos de asombro.

- ¿El gringo de la Obrera detective? –Preguntó en un tono de voz muchísimo más bajo que su perorata inicial. -¿Anda usted tras eso?

- ¿Qué hay con él? ¿Qué sabe al respecto? –Reviró Franco.

- ¡Uff, eso es un notición detective! O iba a ser, pues. Le adelanto que eso nos puso de cabeza esa noche y tenemos prohibidísimo decir nada al respecto.

- ¿O sea? –Preguntó Franco, siguiendo su costumbre de ser parco con sujetos como él, siempre dispuestos a la indiscreción, pues la regla es que, en conversaciones como esa, la información debía correr sólo en un sentido, el que al detective conviniera.

- O sea, detective, que yo a usted le cuento todo, faltaba más. ¿Quiere que de una vez le diga que sé?

- Por favor –contestó el detective sin perder nunca su gesto adusto-.

El sujeto tomó a Daniel Franco del brazo y lo condujo a un rincón del lugar mientras giraba su cabeza, repasando los alrededores, como si realmente pudieran aislarse en aquella kermés de denuncias, detenciones, víctimas de delitos, policías, periodistas, burócratas y demás personas que inundaban el lugar.

- Pues mire, lo que sé es que lo mató una pandilla que actuaba en la zona, cuando llegó la policía hicieron un perímetro y los agarraron de inmediato, luego se los llevaron sin trámites a la grande y la razón, según esto, fue por algún asalto, pero parece también que ya lo conocían y el gringo les caía mal o algo así. Lo que sí puedo decirle es que los asesinos están presos y confesos, sí señor.

- ¿Está seguro de eso licenciado? ¿Diría que lo mataron para asaltarlo? ¿No sería para quitarle algo en particular, alguna razón más de fondo?

- ¿Más de fondo? Pues no, por las declaraciones de los chavos que trajeron, que yo me enteré por casualidad detective, no vaya a pensar que por andar metiéndome en ese asunto, porque ni me tocaba, aunque antier sí me tocó guardia, pues me parece que la única razón es que le traían ganas y andaban pasados con algo. Les encontraron carrujos de marihuana y algunas dosis de cocaína que según andaban vendiendo, pero más bien se la estaban consumiendo. Según supe, todos llegaron drogados.

“La muerte de Campbell es casual, entonces Kuzmanovski no corre peligro, ni yo tampoco”, se dijo para sí Franco, desembarazándose de la leve inquietud que tenía cuando entró al Ministerio Público. Pero aún había otras interrogantes, por supuesto.

- ¿Por qué dice que estuvieron de cabeza y tienen prohibido hablar?

- Ah, déjeme le cuento detective, que para eso soy su amigo, un amigo muy agradecido, si me lo permite, porque usted manejó mi problema como nadie lo hubiera hecho…

Franco lo miraba atento, pero con un destello cada vez más evidente de que la paciencia se le terminaba.

- Pero bueno, le cuento, lo que pasa es que poco después llegó personal del gobierno, pero a otro nivel ¿me entiende?, con agentes especializados, y recogieron todo lo que hubiera respecto al crimen con el ministerio público que se encargó, aquí no quedó ningún expediente, creo que hasta el cuerpo que estaba en la Semefo se llevaron, incluso persiguieron a todos los reporteros para hablar con ellos y recoger todo su material y deben haber movido más arriba aún, porque en los periódicos ni en las noticias salió nada. Como si el asunto no hubiera ocurrido. A lo mejor hasta Seguridad Nacional estuvo metida en esto.

- ¿Sabe usted la razón? –Preguntó Franco.

- ¿No sabe quién era? –Preguntó a su vez el burócrata.

- Se apellidaba Campbell. –Dijo Franco al tiempo que se arrepentía del pequeño desliz.

- Pues yo no supe cómo se llamaba, pero según corrió aquí esa misma noche, era hijo de un hombre importante de Estados Unidos, según, un hombre muy, muy rico detective, fortuna en serio. Incluso hubo algunos agentes como gringos también, me imagino que de la embajada de allá, de Estados Unidos, se asomaron por aquí discretamente, como supervisando a los agentes del gobierno, se metieron enfrente de la calle a unas camionetas negras a hablar con ellos y luego se fueron. Rato después, cuando el turno terminó, no nos dejaron ir enseguida, fueron hablando con nosotros, uno por uno, para decirnos que por seguridad del país, no le contáramos nada a ningún reportero del gringo de la Obrera. Que yo recuerde, nunca había pasado algo así. Hasta amenazaron a los últimos dos o tres de la prensa que andaban aquí esa noche, que tuvieran cuidado con filtrar algo, porque no se la iban a acabar. ¿Está usted involucrado con eso detective?

- Estoy pensándolo –respondió cauto Daniel Franco, al tiempo que le dedicó una mirada fría, invitándolo a no preguntar más.

- Pues yo no creo que haya mucho que investigar detective, los culpables están adentro y, como ya le dije, confesos y si hay algo más, usted sabrá, pero esos ya no serían asuntos de cuernos ¿O sí? Si está metida Seguridad Nacional o la embajada de Estados Unidos, el Vaticano, los extraterrestres o lo que sea, entonces esas ya son big liguers ¿me entiende? No le vaya a pasar algo a usted, que con todo respeto sí le digo, sin ganas de molestarlo, yo en su lugar hay lugares donde no me metería ¿no le parece?

En ese momento el sujeto percibió por fin la mirada de Franco y comprendió que sus palabras habían tomado un rumbo equivocado e intentó corregir sobre la marcha.

- Bueno, yo se lo digo porque le tengo agradecimiento, no es que me importe ¿verdad? Este… ¿quiere saber algo más?

- ¿Tiene el nombre de las personas que agarraron?

- Es parte del expediente que ya no está, sé que se los llevaron, pero ya quién sabe qué es de ellos. Igual y ya ni están vivos.

La siniestra alusión incomodó a Daniel Franco, quien dejó pasar un segundo para recuperarse y hablando pausadamente retomó la última arista por averiguar del tema:

- ¿Qué sabe de una mujer llamada Julieta Díaz?

- ¿Ella quién es?

Era todo lo que Daniel Franco necesitaba oír, le extendió la mano al sujeto para darle un rápido apretón de manos para no darle oportunidad de que volviera a abrir la boca y salió de ahí hacia la agencia. Entonces recordó que por primera vez en muchos años, no había ido primero a la oficina para checar tarjeta y llenar un formulario de reporte con las actividades que realizaría durante el día.

La Contraseña VII

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