martes, 30 de noviembre de 2010

La Contraseña XI

[Por Cosmos02]

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IV

Tercera parte


De niño, ser hijo de un detective fue la cosa más fenomenal del mundo. En tercero de primaria me ocurrió por primera vez: el maestro escogió a cuatro o cinco niños al azar para pasar al frente y decir a qué se dedicaban sus padres, yo fui el último en ir al pizarrón y nunca imaginé la reacción de mis compañeros cuando dije “Mi papá es detective”. Un wow creciente me llegó como una deliciosa ola de satisfacción. Los ojos de mis compañeros eran platos enormes de admiración y envidia. Yo no me había recuperado aún de la impresión cuando el maestro añadió “¿Y qué hace como detective?”. Yo no lo sabía bien a bien, pero no tuve ningún empacho en añadir “Pues agarra a los malos”. El grupo se agitó aún más, algunos amiguitos se pararon de su asiento y brincaron de la emoción y el asombro inicial de los demás se transformó después en un reverencial respeto. Durante el recreo fui el niño más asediado y adulado del salón, todos querían que les contara más cosas sobre mi padre y sus aventuras. Debo haber inventado algo, porque aquella popularidad duró varios días. Después era yo quien tenía que sacar a relucir el tema conforme mis amigos se desinteresaban en lo que tenía que decir y en los siguientes ciclos escolares solía sugerir a mis maestros que tal vez sería buena idea pasar al frente a hablar del trabajo de nuestros papás. Entonces venía otro exquisito periodo de popularidad, el cual, con la experiencia que iba acumulando, sabía aprovechar cada vez mejor, incluso entre las compañeras del salón.

Así que no puedo quejarme de mi infancia. No sólo fue feliz por ese hecho, sino porque además el ambiente familiar, sin ser nada fuera de lo común, también era muy bueno. Mi mamá se preocupaba por nuestra educación escolar con todas las herramientas que le daba ser también maestra y mi padre era un hombre apacible y de buen humor con sus pequeños.

Pero con los años cambiaron las cosas. Por mucho tiempo no supe cómo ni por qué. La primera bofetada a mi ánimo me la dio mi padre recién entraba a la adolescencia. Debía tener unos trece años. “¿Qué haces en tu trabajo papá?” Pregunté una vez inocentemente para tener algo que añadir en la escuela. Entonces él me devolvió una mirada fría y me respondió “Nunca me preguntes eso”, se dio media vuelta como si no fuera su hijo quien preguntaba y se marchó a otro lugar de la casa. Me acuerdo que a la distancia lo vi sentarse en su sillón y sin decir más se puso a leer. Eso me dolió muchísimo.

Paulatinamente fui dejando de presumir el trabajo de mi padre y fui descubriendo también que cada vez conversábamos menos, tal vez cuando yo lo necesitaba más. Luego un accidente de la casualidad me enterró un dardo envenenado en la concepción que tenía sobre él. En el primer año de la preparatoria estudiamos en Historia de México los sucesos del 68. Primero por mero morbo, luego por genuina curiosidad, fui consultando diversas fuentes que me revelaban cómo se había desatado la fuerza represiva del Estado en aquellos años contra el movimiento estudiantil y yo leía los sucesos cada vez más indignado. Luego vendrían otros temas que también sacudirían mi conciencia adolescente: la constante de nuestra sociedad es la desigualdad y la injusticia. Me lo decía su historia, pero también su presente. Cada libro, cada artículo de periódico, cada ensayo, cada opinión en la calle, me pintaba un mundo en conflicto, dividido, confrontado y con una parte del pueblo que pierde perennemente. Además, yo nací en momentos en los que una gran crisis sorprendía a México, pero después de ella se sucedió otra y luego otra y así sucesivamente hasta la fecha, dejando tras sí una estela cada vez más larga de pobreza, corrupción e impunidad, pero también enfrentando a mi generación al hecho de que el futuro no nos daría grandes oportunidades. El que de algún modo yo fuera un joven al que, sin ser rico, no le faltara un sustento digno, casa, educación y alimento, no evitaba que sintiera que todo el sistema apestaba. El presidente de aquél tiempo había llegado al poder mediante fraude electoral y acercarse a la política tampoco era una opción muy atractiva. Ningún partido político representaba seriamente las aspiraciones de cambio de nosotros los jóvenes, por lo menos las mías. Durante mis años de preparatoria y universidad, me atormentó constantemente el hecho de que la sociedad se moviera indolentemente entre la degradación de sus gobernantes y las penurias de la gente sin recursos. Sin verdaderas causas que seguir, ni líderes auténticos en torno a los cuales agruparme, me mantenía inmóvil al respecto porque no sería cómplice de quienes, desde cualquier posición política, se servían de esa misma situación para hacerse ricos y en vez de resolver los problemas, los reproducían. Alguna vez leí que el sistema no sólo era corrupto, sino fundamentalmente corruptor y no veía ninguna fuerza política libre de ese defecto. Por otra parte, hacía ya tiempo que la estrella polar de un mundo mejor, que años antes había guiado el accionar de muchos de mis maestros honestamente comprometidos, había caído escandalosamente con el muro de Berlín, mientras en la Casa Blanca decretaban el fin de la historia. Crecí por tanto pensando que la sociedad capitalista era un estercolero sin salida y por eso preferí estudiar ingeniería en sistemas, en lugar de algo relacionado con las ciencias sociales, a pesar de lo mucho que me influían. Si de algo estaba seguro es que era mucho más fácil entenderme con una computadora que con los modos del capitalismo, que tan bien le sentaban a muchas personas. Pero, además, en algún momento, pensé que todo ese andamiaje de represión del gobierno, de cooptación de opositores, de corrupción, tenía que tener cómplices. Operadores que todo lo vigilaban y que, en su momento, lo intervenían para impedir que los poderosos de este país, los que realmente deciden las cosas, fueran amenazados de cualquier modo. Y si mi padre era detective, pero no podía confesar exactamente qué hacía, ni siquiera a mi madre, según sabía, entonces él era parte de esa estructura. Mi padre seguramente tenía un papel deleznable en el inodoro del país, tan ignominioso que tenía que guardar absoluto silencio. Era una conclusión obvia, pero no por ello menos contundente. Él era la encarnación del sistema en mi propia casa.

Por ello decidí en aquellos años alejarme de él, no hablar con él, no compartir mi vida, mis estudios, experiencias, mi conciencia social con un hombre que aunque fuera mi padre, tal vez sería capaz de hasta traicionar a su propio hijo con tal de cumplir con su vergonzoso cometido. No sólo ya no sentía nada de la antigua admiración por mí padre, ahora además lo odiaba. A los dieciocho años creía entender por qué él era como era y difícilmente lo perdonaría. Éste era un descubrimiento muy duro, que sería devastador para mi madre y para mis hermanas, como ya lo era para mí. Por ello debía tragármelo solo y eso hice por mucho tiempo, era un secreto que nunca debería revelarse.

Durante mis años universitarios sus silencios empataron con los míos. Tal vez con el tiempo mis animadversiones sociales se calmaron un poco, pues además reconocía que no me constaba nada de lo que había pensado años antes, pero de todos modos, igual que como no quería tener nada que ver con la política, tampoco quería tener que ver con él. Podía entonces reconocer internamente lo ridículo de mis suposiciones, pero me servían de pretexto para alejarme de mi padre el detective.

Mi madre y yo éramos cercanos, pero con mi padre me separaba pues una fría distancia. Ella pensaba que yo estaba enojado con él por algo que me hizo y nunca me esforcé por sacarla de su error, a pesar de los cuestionamientos que alguna vez me hizo. Y todos en mi casa se fueron acostumbrando al frío carácter de “los Franco”. No nos tratábamos y ni a él ni a mí parecía importarnos mucho. Mi madre nos sentaba a la mesa juntos cada vez que podía, pero el resultado era un silencio cada vez más incómodo. Ahora sé que él cometió el error de no hacer un esfuerzo por acercarse a mí, pero su verdadero error vendría pocos años después, cuando comencé a tener problemas con mi novia.

Tratándose del primer amor, la quise mucho, la quise como nunca volvería a querer. Más de lo que ella me quiso a mí, según corroboré después. Duramos algunos años juntos, terminamos nuestras respectivas carreras y empezamos a trabajar. Por ello mi planteamiento era perfectamente lógico: yo ya ganaba dinero, ella también, yo quería alejarme de mi padre, ella me amaba y, por todo ello, la solución era muy simple, teníamos que casarnos e irnos a vivir juntos. Entonces muchas cosas se derrumbaron para mí. Ella me dijo no. Y su negativa no se limitaba a irse a vivir conmigo, sino que además incluía terminar nuestra relación.

Fueron semanas difíciles. Siempre pensaba que no sobreviviría a nuestro adiós, que mi vida nunca sería la misma y que tenía que convencerla de cambiar de opinión. La perseguí, le rogué, la amenacé, discutí con ella, le lloré, le pedí perdón, la volví a confrontar, pero nada la hizo cambiar. Ella ya no quería seguir conmigo, simplemente parecía tener sus objetivos puestos en otra parte. Perdí mi primer empleo por faltar a él, por estar siempre distraído, por no poner empeño en el trabajo y cuando me convencí de que el fin era irremediable, me metí a un bar con un par de amigos dispuestos a consolar mi tragedia siempre y cuando yo pagara las copas.

Fueron tres veces en quince días, sólo eso. La primera vez ni lo notaron en la casa. Entré silenciosamente de madrugada, me fui a mi cuarto y me eché a la cama a dormir. El tufo a vómito le hizo preguntarse a mi mamá que a dónde había ido la noche anterior, sin insistir en ello. La segunda vez que llegué ebrio a mi casa, mi padre estaba sentado frente a la puerta y con una postura que, en medio de mi borrachera, me pareció artificial. Me dijo, levantando el dedo índice, que jamás volviera a faltarle el respeto a él, a mi madre y a su casa. Yo me encogí de hombros, le día la vuelta y me fui a dormir a mi cuarto.

La tercera vez fue patética, ni siquiera estaba yo ebrio. Me llamaron los mismos dos amigos, me encontré con ellos y nos metimos a una cantina. En realidad yo no lo había pensado mucho, sólo quería poder seguir hablando de ella, de lo que me había hecho, de lo que podría decirle, de lo que iba a pasar. Pedimos una ronda que mis compañeros bebieron como si se tratara de agua. Estaba yo a la mitad de una frase de dolor cuando uno de ellos dijo “pídete de una vez la botella Carlitos” y es como si hubiera despertado del letargo. Me di cuenta que en realidad apenas y llevaba dinero, por lo que respondí “vamos a cooperarnos y pedimos una”. Entonces el otro, que con una sola copa ya le arrastraba la lengua, dijo “¿Coperacha? Noooombreeee, si aquí tú eres el agraciado, el del festejo. Tú invitas ¿Qué no?”. Y entonces entendí que no me estaban escuchando, que no estaban ahí para compartir mis penas. Sólo querían que les pagara unos tragos con cargo a mí decepción amorosa. Los miré realmente por primera vez en estas tres salidas. El que acababa de hablar tenía la cara abotagada. Era un alcohólico. El otro me sonrió con mirada estúpida mientras se llevaba unos cacahuates a la boca. Entonces recordé que apenas y los conocía del trabajo que acababa de perder, en la práctica eran sólo conocidos, jamás habían sido realmente mis amigos.

Saqué mi único billete y le dije al mesero, que se había acercado buscando la orden de otra ronda: “Ahí alcanza, sírvales otras dos a los señores, las demás van por su cuenta, yo ya me voy”. Enseguida me levanté y salí del lugar con la decisión de no cometer nunca de nuevo la misma estupidez. Increíblemente, en ese mismo momento, sentí la catarsis del adiós de mi novia. Me dolería un tiempo más, pero por fin había logrado tragar el hecho y no lo había pasado precisamente con ron.

Llegué a la casa y encontré de nuevo a mi padre frente a la puerta. Siempre había visto en él una actitud impasible, distante y fría, como si se alejara conscientemente de las emociones. Pero ese día su rostro era de disgusto, un auténtico disgusto como nunca antes lo había visto, ni conmigo ni con mis hermanas.

Pasé junto a él procurando ignorarlo, pero me tomó del brazo y dijo

- ¿A dónde vas? ¿Por qué llegas tomado a la casa? ¿Qué has estado haciendo?

Esa última pregunta encendió mi enojo. ¿Qué le importaba a él lo que hacía si parecía que yo no le importaba? ¿Por qué ahora venía con la actitud del padre corrector? ¿No se había dado cuenta que ya no estaba en edad de regaños?

- Tú no tienes autoridad moral para preguntarme nada, -le respondí zafándome de su brazo.

- Tú no puedes hacer lo que se te pegue la gana. Si quieres vivir aquí vas a tener que informar tus actividades y cumplir con reglas y horarios –dijo ya fuera de control, casi gritando.

- ¿Reglas y horarios? –me burlé -¿De cuándo acá? ¿Sabes qué? No molestes, voy a dormir.

- Eres un idiota si crees que puedes hablarme así –respondió mi padre -.


Di dos pasos hacia mi cuarto cuando él se puso enfrente de mí, me tomó por los brazos y empujó hacia atrás, como para devolverme al centro de la discusión. Forcejeé con él para que me dejara pasar, ambos en silencio. Aunque me sorprendió que él parecía más fuerte que yo, pues me había hecho retroceder un poco. Entonces desde la escalera se escuchó la tronante voz que mi madre utilizaba para poner en orden a los más latosos de su secundaria.

- ¿Qué está pasando aquí? Sepárense los dos ahora mismo.

La reacción de mi padre fue sorpresiva, al menos para mí, se volvió a mirarla, me soltó y repentinamente pareció avergonzado. Sentí cómo se me encendió el rostro de coraje y me dirigí rápido a mi recámara.

- Yo me largo de aquí.

Entré a mi cuarto, tomé dos morrales y una pequeña maleta que tenía en mi clóset, lo puse todo abierto sobre mi cama y abrí los primeros cajones dispuesto a sacar todo e irme quién sabe a dónde. Entonces entró mi madre en la habitación, se quedó parada mirándome seria, pero paciente. Saqué con los puños dos hatos de ropa y los eché sin orden sobre el primer morral.

- ¿A dónde vas? –dijo mi madre suavemente, sin disgusto en la voz.

- A donde sea, me largo lejos de él –respondí sin mirarla.

- ¿Y eso tiene que ser ahora mismo? –Me contestó sonriendo levemente.

- No lo entiendo mamá, no sé qué quiere. ¿Qué le importa si vengo borracho o no? –dije en tanto tomaba ahora un hato de calcetines.

- Sí le preocupa hijo, por supuesto que le preocupa. A mí también me preocupa mucho, estos últimos días pareces muy afectado. ¿Es por Norma, verdad?

- Sí mamá, es por ella, pero en verdad, hoy ni siquiera estaba borracho, sólo me tomé una copa.

- Eso puede crecer hacia un problema muy serio Carlos, lo sabes.

- Sí mamá, lo sé. Precisamente me salí de con mis amigos porque acababa de decidir que por ella no iba a volver a emborracharme. Créeme, no voy a convertirme en alcohólico. Pero además, eso no cambia lo que hizo mi papá. En vez de hablar conmigo me quiere poner horarios, disciplina. Yo nunca le he importado.

- Eso no es cierto hijo, él no se acerca a ti porque cree que no lo quieres.

- ¿Y qué ha hecho él para que lo quiera? Dime. Yo me voy de todos modos. No vayas ahorita a decirme lo bueno que es ni a impedirme que me vaya.

- De acuerdo Carlos, está bien –respondió tranquila mi madre- pero escúchame un segundo. Hay dos modos en los que te puedes ir de aquí. La primera es que termines de llenar tus cosas, salgas y ya no sepamos de ti quién sabe por cuánto tiempo. La segunda es que juntos, tú y yo, busquemos dónde te conviene vivir. Lo escojamos, lo vayamos poco a poco acondicionando. ¿Ya tienes trabajo otra vez?

- Mañana iba a ir a una nueva entrevista…no he dejado de buscar trabajo estos días -respondí sin dejar de mirar el morral, ya no estaba sacando ropa.

- Bueno, puedo prestarte dinero para que te vayas a vivir a un lugar donde estés cómodo, no tienes porqué pasar penurias. Además, perdóname, pero en ese tiempo tengo que asegurarme que realmente has decidido dejar de beber.

- ¿No me crees?

- No es que te crea o no, hijo mío –dijo ya dulcemente- es mi trabajo como tu madre. ¿Eso sí lo aceptas, verdad?

La miré un instante y me dirigí a ella para abrazarla. Creí que en ese momento entraría mi padre, que se sumaría y nos reivindicaríamos de una vez, pero no fue así.

Las semanas siguientes ella me acompañó a rentar el departamento, me firmó de aval dando una copia de las escrituras de su casa. Escogimos juntos los muebles, los mínimos, y me prestó un poco de dinero con cargo al sueldo de mi nuevo trabajo, que resultó mejor que el que había perdido.

El día que empaqué mis cosas mi padre no estaba. Eché mis maletas a la cajuela del auto de mamá y me acerqué a mis hermanas para abrazarlas, ese día fueron a la casa ex profeso a despedirse de mí, convocadas por mi madre, pues ambas ya se habían casado y no vivían ya tampoco ahí. Mis padres cumplían así su ciclo quedándose solos en su hogar.

Más tarde llegamos mi madre y yo al departamento, bajé mis cosas, acomodé mi ropa y otras pertenencias y decidimos tomarnos un café para estrenar la estufa. Mi madre aprovechó para darme algunos consejos, adicionales a los de los últimos días, de cómo debía manejarme en esta nueva etapa de mi vida. También me advirtió que se mantendría cerca de mí, para cuando la necesitara, que vendría con frecuencia.

- Ahora lo que sigue es que te reconcilies con tu padre.

- Ni en sueños –respondí enseguida-, está loco.

- No es cierto –dijo seriamente, pero sin perder la paciencia- . Es un buen hombre, realmente muy bueno. Un poco ingenuo en la vida, tal vez, pero es listo, muy observador y ha sido para mí un esposo amoroso.

- ¿Te ha contado alguna vez qué hace en su trabajo?

- Desde hace muchos años que no habla de su trabajo, pero no veo problema en eso.

- ¿No le ves problema en eso mamá? ¿Cómo sabes que sus actividades no son deleznables? ¿Cómo sabes que no es matón, o cobrador, o delator? ¿Cómo sabes que lo que hace está bien, qué él no es mala persona?

- Carlos, déjame contarte que cuando lo conocí, era un hombre muy entusiasmado por su trabajo. Sentía mucha admiración y respeto por su jefe, William Baskerville. Cuando éramos novios me contaba muchas cosas que él le enseñaba, los consejos que le daba. Le decía las cosas en que debía fijarse y él lo compartía todo conmigo siempre muy contento. Después eso cambió poco a poco, pero nunca para mal. Hay algo en su trabajo que no le agrada, es cierto, pero él nunca haría nada realmente malo, como matar a alguien. No tiene el carácter, yo lo sabría, él no lo aguantaría. Yo creo que él preferiría morir, antes que matar a alguien, lo sé muy bien.

- ¿Pero cómo lo sabes mamá? ¿Cómo sabes si no te dice nada nunca?

Mi madre suspiró un momento, se acercó a mí, me puso una mano en mi mejilla y respondió.

- La comunicación no son sólo palabras Carlos. Tu padre me escucha, yo le cuento lo que le quiero decir y sé que me escucha realmente, que está atento a mis palabras. Eso es muy importante para mí. Él también me cuenta a mí algunas cosas y al contarme, no sólo me dice aquello que expresa con palabras, también me dice aquello que expresa con silencios. Tú padre y yo hemos tendido puentes uno hacia el otro, en ambos sentidos. Son buenos puentes, de esos que no se caen ya más que con la muerte. A lo mejor los de él no son tan anchos como los míos, pero no es un hombre cerrado. Es luego un viejo necio para muchas cosas, pero ha sido un magnífico compañero de mi vida. Y tú eres mi hijo y haré mi labor para que un día ustedes dos se encuentren, se conozcan. Estoy segura que será una enorme sorpresa para los dos saber que realmente son muy parecidos, que son Daniel y Carlos Franco, padre e hijo y que se amarán mucho.

- Está bien mamá, yo estoy dispuesto si tú me lo pides. Ahí me avisas cuando él lo esté. Sólo espero que no sea en su lecho de muerte.

Mamá sonrió un poco mientras se terminaba el café y se levantaba de su asiento disponiéndose a partir.

- No exageremos hijo, realmente creo que la ocasión vendrá con el tiempo. Sólo es cuestión de tener paciencia, de encontrar una oportunidad.

- Mamá ¿De verdad no sabes en qué consiste el trabajo de mi papá?

- Sí lo sé, pero creo que es mejor que él te lo cuente un día.

La Contraseña XII

miércoles, 24 de noviembre de 2010

La Contraseña X

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IV


Segunda parte


Para fortuna del conductor, sorprendentemente había encontrado un espacio dónde estacionar la camioneta Grand Cherokee a prudente distancia del vehículo de Daniel Franco para poder vigilarlo. Toda una lotería considerando que por esos rumbos encontrar estacionamiento en la calle es casi milagroso. Momentos antes, cuando vio que se estaba estacionando apenas había salido de la agencia de detectives y a falta de lugar, tuvo que pasar junto a él, dar la vuelta a la manzana lo más rápidamente posible, atravesar imprudentemente una luz roja, y confiar en su suerte para que el detective no hubiera arrancado de nuevo y desaparecido. Pero no fue así. A la distancia, el detective parecía hablar por teléfono. Por lo que sólo había que esperar a que arrancara de nuevo para seguirlo.

Hasta ese instante, la oportunidad de actuar se había ido postergando para el conductor. Un día antes bajó temprano del avión y esperó en el aeropuerto a que llegara el momento. Unas horas después recibió una comunicación en el sentido de que los planes habían cambiado por un imprevisto y que no podría atacar a Kuzmanovski ese día, por tanto debía mantenerse a la expectativa. Esa noche tuvo que hospedarse en un hotel cercano a la espera de más información. Al día siguiente, después de recibir instrucciones, rentó la camioneta, ubicó la dirección de “Baskerville y Asociados”, se trasladó al lugar y esperó frente al edificio a que llegara Daniel Franco, cuya detallada descripción también había recibido. Le habían dicho que posiblemente llegaría temprano a esas oficinas, la orden era seguirlo hasta que encontrara a Ethan Campbell. Si acaso éste le entregaba el disco, entonces él podría deshacerse de los dos, o sólo del detective por si no deseaba hacer nada a un compatriota americano pero sin dejar de tomar ese disco para su cliente. Sin embargo, las cosas no habían salido de ese modo. Daniel Franco no se presentó por la mañana, sino varias horas después, entro a la agencia y salió pocos minutos después en su vehículo para, casi inmediatamente, detenerse donde se encontraba ahora. De cualquier modo ya lo había localizado y lo que seguía era no perderlo.

Si el conductor tuviera certeza de que Daniel Franco poseía ya el disco, hubiera bajado de una vez y terminado con aquello. Como se trataba de una calle muy transitada, hubiera tenido que hacer algo muy drástico y rápido. Tal vez abrir el auto, romperle el cuello al detective, tomar el disco y huir en su camioneta del modo más eficiente posible. Pero si el disco no estaba, sería un error adelantarse. Como fuera, el cambio de planes que le anunciaron hacía las cosas más interesantes, pues era probable que pudiera encargarse de más personas para cumplir con su trabajo. Tal vez pudiera sazonar su misión con algunas diversiones extras: propinarle una golpiza a alguien, acabar con otro usando una navaja en vez de pistola, interrogar a algún sujeto con toda la libertad posible, romper algunos huesos o cualquier otra cosa de las que le habían enseñado en los entrenamientos para comandos especiales. De cualquier modo, lamentablemente, lo prioritario era obtener el disco, aunque él hubiera preferido sólo tener algún enemigo que liquidar en vez de estar recuperando cosas. Le habían pedido rapidez y discreción, aunque esto último podía obviarse si era necesario. Mientras fuera efectivo, podía dejar tras de sí una masacre si le daba la gana y era precisamente eso lo que no le faltaba. De entre todos los anuncios del pasquín que circulaba en Texas promoviendo el servicio de mercenarios, lo habían escogido a él, pues prometía “eficacia letal”, aunque tal vez se debiera también a que sus precios estaban en una categoría media, no eran los más económicos, pero sí estaban algo alejados de los precios más altos. Pero independientemente de su estatus en el mercado, los métodos no tenían que ser precisamente diplomáticos y como no le dijeron qué hacer con los posibles testigos, él decidiría también en función de las circunstancias. Cuando lo entrevistaron, él había ofrecido algunas anécdotas de su experiencia en Irak, Irán, Afganistán y Rusia, de las cuales no ofreció ninguna evidencia, pero cuando le dijeron que se trataba de México, dijo que tanto mejor, pues había cobrado experiencia cazando migrantes para los Minuteman, hablaba aceptablemente el español y que, de paso, también había estado en Chile, Argentina y Venezuela. Moverse por el Distrito Federal tampoco sería problema para él, ya había estado ahí antes.

Por todo ello, sonrió al ver a Daniel Franco. Su complexión no representaría ningún peligro, menos su edad y agilidad. Si no sentía pena por mujeres y niños, menos aún la sentiría por este hombre de unos sesenta años. Por el contrario, hasta hubiera preferido un contrincante más digno de su capacidad física, entrenamiento y su disposición psicológica como mercenario: fallar no era una posibilidad que considerara siquiera.

Sin perder nunca de vista su objetivo, el conductor se adelantó a los hechos arrancando la camioneta al tiempo que Daniel Franco retiraba el celular de su oído. Al moverse el auto del detective, la camioneta hizo lo propio y muy poco tiempo después se dio cuenta que perseguirlo también sería sencillo. Daniel Franco conducía realmente muy despacio para sus estándares.

El auto dobló hacia avenida Insurgentes, atravesó avenida Chapultepec y se adentró en la colonia Roma, dando vueltas por sus calles. Por el modo en que se movía, daba la impresión de no estar seguro de hacia dónde se dirigía. Al final pareció encontrar el lugar y se estacionó frente a un edificio en la calle Sinaloa. La Grand Cherokee se estacionó a prudente distancia de nueva cuenta y su conductor se quitó los anteojos negros al tiempo que el detective entraba al edificio, luego miró la hora, abrió la guantera y sacó una pistola tipo escuadra, sacó el cargador, corroboró el número de balas, revisó que la cámara estuviera vacía, volvió a meter el cargador, puso el seguro, hizo a un lado el contrato de renta de la camioneta, metió la pistola y cerró la guantera, lo más probable es que no usara el arma. Inclinó ligeramente el respaldo y se acomodó en su asiento mirando al edificio, inmóvil, sin hacer caso de la gente que pasaba por la calle volteando hacia su vehículo con curiosidad. Si suponía las cosas correctamente, el sujeto bajaría con el disco, por lo que lo atacaría sin piedad cuando saliera. Así entraría por fin en acción. Pero un nuevo imprevisto cambió sus planes: poco después de media hora de estar vigilando, su celular comenzó a sonar. “Yes”, dijo secamente. Tras escuchar unos segundos, sacó una libreta de su bolsillo y un bolígrafo y comenzó a anotar lo que le decía la voz al teléfono. Aún no era posible atacar al objetivo, pero tampoco importaba mucho si lo perdía en el tráfico, cosa por demás improbable dada su experiencia inmediata, porque ya sabía a dónde se dirigiría más tarde. Sacó un mapa y se dispuso a estudiar la ubicación de la casa de William Baskerville.

La Contraseña XI

sábado, 20 de noviembre de 2010

La Contraseña IX


Primera parte

Al llegar al estacionamiento, Daniel Franco se quedó inmóvil a un lado de su auto. Se sentía abrumado. A la desazón que lo embargaba desde hacía varias horas se añadía ahora la incertidumbre sobre su propio futuro económico. Acababa de cambiar la estabilidad de su trabajo e ingresos, en la etapa final de su vida laboral, por un caso extraño que bien podría no tener más destino que informar sobre la muerte de Campbell. Mala decisión sin duda, pero ¿realmente tuvo la posibilidad de decidir sobre aceptar o no el caso? Como fuera, el enfrentamiento con Guillermo Baskerville lo dejaba ahora ante la inédita situación de estar desempleado, por lo cual estaba particularmente arrepentido por coronar el pleito con ese pequeño, pero absolutamente innecesario, acto de arrogancia, cuyas consecuencias comenzaban a preocuparle. Era obvio que su única solución a la mano era continuar con el caso hasta el final y esperar a que los demás efectos los arreglara, si aún le era posible, míster William.

La idea original de Franco era llegar a la agencia y desde su privado enviar un correo electrónico a Julieta Díaz para contactarla con la dirección que le había dado la jovencita del edificio. Deseaba obtener la mayor información posible antes de hablar de nuevo con Kuzmanovski, pero después de que tuvo que salir de la agencia, un nuevo problema se le presentaba. Hacía algunos años Daniel Franco había recibido algunos cursos para aprovechar la red informática de la agencia cuando la instalaron. Y pese a su edad se había adaptado aunque fuera mínimamente a la nueva tecnología. Había una base de datos de clientes con accesos restringidos según el caso y el detective encargado, en donde cada uno debía capturar los reportes correspondientes; también estaba la base de datos de electores que Franco había usado la noche anterior. Además, los detectives debían tener los conocimientos básicos para escribir documentos en el procesador de palabras e incluso consultar Internet y saber enviar y recibir correos electrónicos en Outlook. Pero en varios de esos terrenos Daniel Franco a veces se movía por instinto, más que con conocimiento pleno de las herramientas de la computadora y con mucha frecuencia tenía que auxiliarlo el muchacho de soporte técnico que trabajaba ahí. Por lo que Daniel Franco ignoraba si podría enviar un correo electrónico fuera de la agencia. No se sentía lo suficientemente seguro como para meterse a un café Internet y mandar el mensaje. Requería de ayuda en ese terreno y si era de confianza mejor, pues también sabía de oídas que no todo lo que se hacía en Internet estaba libre de indiscreciones. Repasó mentalmente la posible ayuda a la mano mientras se subía a su coche y salía de la agencia. Avanzó un par de cuadras y se estacionó al tiempo que sacaba su celular y marcaba a su esposa.

- Estela, habla Daniel.

- ¡Amor! –Respondió ella. Se encontraba en su escritorio firmando oficios en su calidad de directora de una escuela secundaria. -¿Pasa algo? ¿Estás bien?

- Bien, querida, bien –mintió Franco- ocurre que hay un problema en la oficina…. Un problema técnico. Reventó la red de computadoras y ahora hay algo que debo resolver.

- ¿Reventó la red de computadoras? ¿Explotó algo? ¿Qué problema?

- Bueno, verás, no sé… –titubeó el detective- “reventó” es un modo de decir, es que no sé qué pasó. El problema es que necesito enviar un correo electrónico ahora y quiero saber si puedo utilizar alguna computadora de tu escuela para eso.

- Claro amor, por supuesto. –Respondió Estela-

- ¿Puedo usar la computadora de tu oficina?

- Bueno, directamente en mi oficina no hay Internet. Lo mandé quitar, las secretarias de Dirección y de Servicios Escolares que tengo aquí afuera lo usaban sólo para chatear y yo realmente no lo necesito, todo lo solicito al taller de cómputo cuando es de bajar o consultar algo. Por eso dejé Internet sólo en la sala de maestros y en el taller de cómputo. Es algo lento, pero lo prefiero así.

- ¿Y entonces qué computadora puedo usar?

- La que quieras cariño, de la sala de maestros o del taller, como quieras, tú ven a la escuela y ya está.

- Está bien Estela, voy para allá –respondió Daniel Franco- pero necesito que alguien me ayude a enviar el correo ¿se puede?

- Por supuesto que sí Daniel, será toda una novedad que vengas para acá. Yo le digo al maestro de taller de computación que te eche una mano con lo que quieras.

En efecto, Daniel Franco no solía ir al trabajo de su esposa, menos aún si estaba atendiendo algún caso. Sin embargo, recordó que había algunos detalles que no podía dejar pasar.

- Estela, pero sí debo decirte que sólo necesito que el maestro me auxilie en enviar un mensaje, pero no debe conocer el contenido. Es más, si algo queda en la computadora, debe borrarse completamente.

- Uuuuyy, cariño, cuánto misterio. –Bromeó su esposa- Pero la pones algo difícil ¿No? ¿Cómo te van a ayudar sin ver? Me parece un poco absurdo. No sé si luego le tengan que borrar algo a la computadora o qué quieras que hagan, pero me parece que así no va a ser posible.

Cuando Daniel Franco hablaba con su esposa, suavizaba ligeramente su tono de voz, expresándole afecto. Pero al escuchar eso lo devolvió al tono habitual del detective.

- No es opción para mí correr riesgos con la información de un caso Estela, compréndelo.

- Entonces usa alguna computadora de alguien de confianza Daniel, las de la escuela son públicas y mucha gente mete mano en ellas y no sé si tuvieras riesgos con tu información. Si tuviéramos computadora en la casa tendrías el problema resuelto, pero no hemos comprado desde que Sofía se casó y se llevó su portátil.

Entonces Franco recordó a su hija Sofía. En efecto, ella usaba computadora e Internet. Fue la última de sus dos hijas en casarse, tal vez ella pudiera ayudarlo.

- ¿Y si voy a casa de Sofía querida? Supongo que aún tiene su computadora.

- De tener la tiene Daniel, por supuesto. Pero ella aún no llega a su casa. Recuerda que a esta hora aún no sale de trabajar. Y Guadalupe –dijo refiriéndose a su otra hija- está igual, ahorita no la encuentras. Háblales al celular, a ver a qué hora llegan.

- No, me temo que no –respondió Franco- lo necesito ahora, antes de que se haga más tarde. Además, ando por la agencia y ambas viven lejos de aquí.

- Entonces ve con Carlos –dijo su esposa simulando naturalidad- él sí puede ayudarte.

- ¿Carlos? –dijo al teléfono Daniel Franco, sorprendido por la propuesta-

- Sí, sí amor Caaaaaaaarlos –respondió Estela con tono de reproche-. Si alguien puede ayudarte es él, ésa es precisamente su área, como espero recuerdes. Sabe hacer las cosas y te puedo asegurar que es de toda la confianza que quieras, aunque tú no confíes en él. ¿Ya se te olvidó tu hijo o qué te ocurre?

- No, por supuesto que no –contestó lentamente Daniel Franco-, lo que ocurre es que tengo mis dudas que acepte ayudarme.

- Te ayudará amor, te ayudará, no temas por eso.

- No es sólo eso, ni siquiera sé dónde vive –dijo Franco sin ocultar su pena y repentina tristeza.

- Pues vive muy cerca de ahí cariño, vive en un departamento en la colonia Roma. Es más, déjame hablarle primero. Te marco en cinco minutos y te doy bien su dirección. Yo sé llegar, pero se me vaya a olvidar algún dato. Le aviso que vas a ir y que necesitas que te ayude. ¿O quieres que te de su número y le marcas tú?

- No, Estela, espera, debe haber otra opción, hay que revisar…

- Amor, reconócelo, no tienes opciones.

Daniel Franco se sentía confundido. Recibir ayuda en ese momento de Carlos, a pesar de lo ocurrido, era conceder que se había equivocado, lo cual no era nada improbable, por lo que antes de recibirla, lo primero que tenía que hacer era pedir perdón, reconciliarse con su propio hijo, dejar actitudes de falso orgullo. De algún modo, Daniel Franco descubría que este caso le estaba resultando muy caro en diversos sentidos. Primero, lo había hecho sentir, como nunca antes, serias dudas sobre su auténtica capacidad como detective, luego vinieron diversas aprehensiones sobre los riesgos personales que se pueden correr, luego había perdido su empleo y ahora debía enfrentar una faceta de su vida que lo incomodaba. Tenía que hacer cara a un pendiente familiar, dar un pequeño paso de reconciliación, que siempre le posponía a su esposa con cualquier pretexto, pero ahora pagando una alta cuota de orgullo y si esto fuera poco, además, parado en la posición más incómoda posible: pidiendo ayuda. Daniel Franco tenía que evitar dar ese paso, postergarlo de nuevo. Si algo no tenía en este momento era el ánimo de hacer algo que, de por sí, difícilmente había querido hacer en los años previos.

- No, Estela, no le hables, se va a negar –insistió procurando dar convicción a sus palabras-

Estela en cambio, sabía que éste era el momento, tenía que presionar. Ya casi había desistido de pedirle a su esposo que se reconciliara con Carlos y tocaban cada vez menos el tema. Amaba a ambos y éste era un asunto cuya solución había buscado largamente. Conocía bien a su hijo, pues mantenía una estrecha y constante comunicación con él, por lo que sabía de antemano su respuesta, pero con Daniel Franco todo era imposible. Con su esposo no valían escenas de disgusto o reproches, él se mantenía inmutable. Sin embargo, ante la constante insistencia de Estela en los meses después del rompimiento entre padre e hijo, las más de las veces con ánimo conciliador, más que conflictivo, él había terminado por reconocer que tal vez se había excedido. Aun así exigía que fuera Carlos quien diera signos de quererse reconciliar y, por tanto, quien se disculpara y entonces todo se le atoraba a Estela, pues en ese punto Carlos tampoco cedía, bajo la premisa de que él tenía razón. Por tanto, ahora todo consistía en aprovechar esta coyuntura de su esposo, este momento de debilidad que, tal vez, lo obligaría a ceder. Por los cálculos mentales que ella también hacía, tal vez no tendría otra ocasión de doblar al tozudo de Daniel Franco a hablar con su propio hijo, el ingeniero Carlos Franco.

- Qué se va a negar, ni que el regazo de la tía Meche Daniel, se nota que no lo conoces. ¿Cuántos años tiene que no lo ves? Según yo va para cuatro. Voy a hablar rápido con él, te marco en cinco minutos mi amor.

Estela colgó sin darle oportunidad de decir más para, en efecto, comunicarse con su esposo pocos minutos después.

- Anota la dirección, te espera en su departamento.

- Estela, te adelanto que no voy a disculparme con Carlos. –dijo Daniel Franco en un intento por establecer nuevas condiciones-

- No espera que lo hagas cariño –respondió Estela seriamente, sin matices en la voz-, anota ya.

Daniel Franco sacó la libreta que siempre cargaba en la chamarra y anotó la dirección, se despidió de su esposa y colgó. Después arrancó su auto mientras daba un profundo suspiro.

La Contraseña X

miércoles, 17 de noviembre de 2010

La Contraseña VIII

[ Por Cosmos02 ]

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III

Un rompecabezas por armar.

Cuarta parte

La presencia del haz de luz sobre el logo de la agencia estaba notablemente disminuida por el resto de la iluminación de la oficina. El escritorio de la recepción, que la noche anterior estaba en la penumbra, era un semicírculo que se encontraba en la base del muro de cristal, bajo el logo con la silueta de Sherlock Holmes. Ahí una recepcionista con traje sastre azul marino y diadema telefónica en la cabeza, predisponía la sonrisa ante la llegada del elevador, preparándose a atender a los posibles clientes. Pero la sonrisa duró lo mismo que un pestañeo cuando vio llegar a Daniel Franco.

- Detective, buenos días. Don Guillermo nos pidió que le comunicáramos que fuera a su oficina tan pronto llegara. Parece que está muy disgustado. – Dijo arqueando las cejas.

- Atenderé eso en unos momentos –Respondió Daniel Franco rodeando el escritorio para ir a su privado, pero otro detective, uno de los que solían acompañarlo a cazar infieles in fraganti y, por tanto, más alto y corpulento que él, le salió al paso con gesto de cumplir órdenes muy a su pesar.

- Lo siento Franco, pero el jefe me pidió que no te dejara entrar. Tienes que ir primero a hablar con él.

Franco lo miró a los ojos y descubrió que su compañero realmente tenía un conflicto de intereses, no quería enfrentarse con él, aunque tampoco lo dejaría pasar. Entonces le dedicó un gesto de comprensión palmeándole el hombro y dio media vuelta hacia el privado de Guillermo Baskerville mientras su compañero le decía:

- Perdóname Franco, oye, te debo todavía de la última apuesta, del caso de la señora Salazar, en la quincena te pago ¿estamos?

Daniel Franco levantó la mano en señal de entendimiento, sin voltear ni detenerse.

Algunas de las condiciones, además de los arreglos económicos necesarios, que puso William Baskerville cuando le dejó la dirección de la agencia a su hijo Guillermo fueron que su oficina no se ocupara hasta que muriera y que Daniel Franco no usara el uniforme de los empleados de la empresa: traje azul marino con camisa blanca y corbata roja. Las mujeres vestían igual que la recepcionista. Eso daría a la agencia la imagen de ser siempre metódica y ordenada. La distinción que hacía míster William con Franco era mera amistad, aunque en corto le decía a los clientes que eso también reflejaba el sentido de creatividad y originalidad que también son necesarios para resolver casos difíciles. Pero Daniel Franco, en imitación a su jefe, también cuidaba su vestir. Solía usar pantalones de casimir, zapatos bostonianos e impecables camisas blancas. Lo que nunca faltaba, sin embargo, era su chamarra de piel color café. Era su evidente, pero inconfesado, sello personal, su marca de detective, muy a la Pepe Carvalho.

Conforme avanzaba por el pasillo, Franco suponía lo que le esperaba. Jamás le había dado ocasión a Guillermo Baskerville de regañarlo por llegar tarde y ésta oportunidad no iba a ser desperdiciada. Ya se imaginaba, sin mucho esfuerzo realmente, la escena de gritos que su jefe haría, ése era el modo con el que Guillermo quería hacer notar su relativamente reciente autoridad en la agencia. Sus agrios regaños al principio eran tomados con cierto temor por todo el personal, pero fueron tan frecuentes e injustificados, que todos terminaron por asumirlos como un mal necesario del nuevo patrón y la mayoría los dejaba pasar con cierto estoicismo y sin darle ya mayor importancia. El personal de la agencia en general, aunque no lo dijera, sabía que la función real de los regaños era desahogar un poco el frustrado carácter del nuevo dueño de la agencia, pero intrascendente para cualesquier otro efecto. Sin embargo, para Daniel Franco era una novedad que lo regañaran y no tenía duda alguna que sería la ocasión de Guillermo de poder mostrar abiertamente la animadversión que, de por sí, se profesaban desde siempre. Pero dos cosas consolaban a Daniel Franco, una era que el regaño en sí mismo, por lo que todos sabían, no tendría importancia y la segunda es que no tenía casos de infieles pendientes, por lo que pasaría este desaguisado menor lo más rápidamente posible y podría continuar con lo suyo.

La oficina de Guillermo Baskerville se encontraba en el extremo opuesto a la de su padre y en absoluto contraste con aquella, tenía las paredes desnudas, pintadas de blanco y se iluminaba con lámparas fluorescentes incrustadas en el plafón, sin matices ni intención de decorado. En la pared del fondo había una fila de 6 archiveros metálicos color gris con expedientes selectos de casos que había atendido la agencia desde su fundación. Si los involucrados en esos casos hubieran puesto atención a ese dato, seguramente hubieran rescatado esos expedientes, pues en ellos se encontraban fotografías y documentos comprometedores para mucha gente en diversos sentidos. En sus momentos más siniestros, Guillermo Baskerville había en secreto valorado la posibilidad de usarlos como herramienta de chantaje, pero esa alternativa sólo la usaría en caso de extrema necesidad económica y nunca en vida de su padre, pues éste seguramente le arrebataría la agencia y la herencia si se enterara. De cualquier modo, prefería tener esos expedientes cerca de él para revisarlos frecuentemente, a veces para encontrar más posibilidades de chantaje, otras por simple morbo: Guillermo Baskerville encontraba placer conociendo las debilidades de sus clientes o de sus cónyuges.

En el resto de la oficina había un escritorio metálico y junto a él un mueble modular para computadora, con un equipo, una impresora y un scanner. Frente al escritorio una silla de madera, que todos conocían como la silla de los regaños. Las asignaciones de casos y la planeación cuando el personal tenía que trabajar en equipo, se hacían en la sala de juntas, por lo que ahí no había más mobiliario. Guillermo Baskerville prefería no arreglar ese lugar, que originalmente funcionaba como archivo muerto y bodega de distintos objetos, porque esperaba el día que pudiera ocupar la oficina de su padre.

Franco entró sin tocar. Entre ellos la cortesía había nacido muerta. Guillermo Baskerville se encontraba encorvado en su escritorio, mirando fotografías de un expediente que cerró de inmediato al abrirse la puerta. Alzó la mirada y vio con desprecio a Daniel Franco. Era innegable que se parecía a míster William, pero sólo vagamente. La nariz aguileña que daba un aire de astucia a su padre, en él estaba chueca y enmarcada por pecas en las mejillas, haciéndolo parecer, más bien, un boxeador fracasado. Sus ojos azules estaban demasiado juntos y daban la sensación de no poder enfocar los objetos en su centro y su cara alargada terminaba en una barbilla puntiaguda que hacía círculos al hablar. Pero en Guillermo había, además, una mueca amarga, una infelicidad mal disimulada, un gesto despectivo no sólo por Daniel Franco, sino por todo lo que le rodeaba. Era la mirada del fastidio y la insatisfacción permanente. Su aspecto general solía parecer descuidado, a veces con el cabello con exceso de gel y mal peinado, en otras con el cuello de la camisa fuera del saco y en otras más ubicaba su desgarbado cuerpo en posiciones tan descompuestas que entre los detectives le apodaban “el zancudo”. “¿Cómo te imaginas que un zancudo pueda sentarse en una silla?”, decían entre ellos y, carcajeándose, se respondían “sólo como él”. Guillermo Baskerville, en los corrillos de la agencia, no sólo era un personaje patético, sino además el hazmerreír de todos.

- Lamento haber llegado tarde –Dijo Franco para adelantarse a la situación y terminar el trance lo antes posible, aunque sin ningún énfasis-.

- No creo que lo lamentes Daniel, estabas seguramente muy ocupado –contestó Guillermo con un tono bajo que pretendía ser irónico en su aguda vocecita para sorpresa de Franco, que esperaba los gritos que, sin trámites, empezaba a soltar cuando mandaba llamar a alguien. Pero, fiel a su costumbre, guardó silencio y se mantuvo a la expectativa.

- Sé que estuviste aquí anoche Daniel, que te entrevistaste con mi padre. ¿Te asignó un caso?

Para Daniel Franco fue un nuevo golpe la evidencia de que había cometido otro error. Era obvio que su actual jefe se iba a enterar por el portero, por el acceso al sistema o como fuera que él había estado ahí, pero que, además, no iba a aprobar su participación en un caso sin su conocimiento. Ni él ni William Baskerville habían comentado cómo se manejaría este asunto respecto a la agencia en general y a Guillermo Baskerville en particular y ahora iba a pagar las consecuencias.

- Si tu padre no te ha dicho nada, siento decirte que tampoco voy yo a hacerlo –contestó el detective con cierto aire de reto, pero escudándose en su mentor.

- O sea que mi padre sigue activo a través de ti ¿No es así? – masculló Guillermo apretando los dientes y entrecerrando los ojos que destilaban odio – ¡Con que el viejo se niega a retirarse!

Daniel Franco apretó un poco las mandíbulas, pero intentó mantenerse, y presentarse, impasible. Ante eso, Guillermo Baskerville, dando un violento manotazo en la mesa, gritó:

- ¡Con un demonio Daniel! ¡Me vas a entregar el caso de inmediato o estás despedido!

Franco lo miró procurando no moverse, aunque no pudo evitar que sus músculos se tensaran aún más, como tigre predisponiéndose a atacar.

- Creo que ambas cosas deberás hablarlas con tu padre Guillermo, no conmigo. – Contestó Franco procurando no levantar la voz.

- ¿De qué se trata Franco? ¿Alguna señora rica con cuernos que buscó directamente a mi padre?

Guillermo Baskerville pretendía herirlo, más que regañarlo, ofenderlo, lastimarlo, pero Daniel Franco guardó silencio mirándolo directamente a los ojos. Notó entonces que estaban algo hundidos, raros de alguna manera. Una mirada ligeramente vidriosa que aparentemente no podía enfocar nada específico, un rayo de ira mal ajustado a la distancia y en globos levemente enrojecidos. Por desprecio mutuo, Daniel Franco siempre procuraba no fijarse directamente en Guillermo Baskerville, pero ahora que lo hacía de frente y tan cerca, descubrió que el hijo de su querido maestro y nuevo patrón usaba drogas y de la reacción de disgusto a la que estaba a punto de entregarse por la provocación, paso a la conmiseración, sin olvidar su desprecio. Guillermo Baskerville era un pobre diablo que necesitaba ayuda, pero al que no le iba a permitir que lo afectara con cualquier cosa que dijera. Así que, dominándose, simplemente reforzó su silencio. Al ver su actitud, Guillermo volvió a hablar.

- Si no vas a decir nada, entonces estas oficinas están cerradas para ti Daniel. Te prohíbo terminantemente utilizar los recursos de la agencia para atender tu caso y respecto a tu despido, sabes perfectamente que tu contrato dice que no puedes aceptar ni atender casos sin el conocimiento de “Baskerville y asociados” y como rompiste los términos de una de las cláusulas más importantes, la agencia ya no tiene contigo compromiso contractual alguno, por lo que no necesito consultarlo con nadie ¡Me escuchaste! ¡Con nadie! ¡Estás despedido!

Daniel Franco se dijo a sí mismo que tampoco tenía porqué tolerar exabruptos indefinidamente y menos de aquél chamaco que terminaría arruinando la reputación del gran detective que era su padre, por lo que giró sobre sus pies y se dirigió de inmediato a la puerta cuando escuchó una nueva advertencia.

- Ni se te ocurra ir a tu privado Daniel, no sacarás nada de ahí. Si hay algo tuyo, primero lo revisamos, no te vas a llevar ninguna información. Tampoco quiero reuniones en la noche, daré instrucciones para que no te dejen pasar a esta oficina a ninguna hora ¿Me oíste?

El detective se detuvo en seco, regresó sobre sus pasos y se inclinó sobre el escritorio hasta que ambos rostros quedaron cerca y pudo notar que el de Guillermo, inclinándose hacia atrás por la sorpresa de su reacción, tal vez pensando que Franco le lanzaría un golpe, había enmudecido y hacía cierta expresión de miedo y asombro.

- Escúchame bien jovencito, tú no me despediste. Desde que acepté este importante caso, al mismo tiempo renuncié.

Por la cara que en ese momento puso Guillermo, Daniel Franco pensó que si se trataba de lastimar, él también podía causar alguna herida, aunque hubiera tenido que mentir.

La Contraseña IX

lunes, 15 de noviembre de 2010

La Contraseña VII

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III

Un rompecabezas por armar

Tercera parte


En el trayecto a la agencia, Daniel Franco se entregó por completo a pensar en todas las piezas que ya tenía. Si no fuera por dos o tres detalles, el caso sería realmente simple. Ethan Campbell no acudió a su cita con Kuzmanovski porque una pandilla, por los motivos que se deseen, lo asesinó la noche anterior y la causa no parece estar asociada al encuentro con el polaco –Franco había decidido que Kuzmanovski era polaco, por el apellido y porque ni de muy lejos parecía alemán-. La parafernalia para que no saliera nada a la luz pública podría deberse a que se trataba del hijo de un hombre de negocios importante en los Estados Unidos, el cual debe de haber movido sus influencias para que el asunto fuera atendido con discreción y eso es muy comprensible. Tal vez el prestigio familiar estuviera en entredicho si se supiera que Ethan Campbell tenía una amante en México y que no le importaba arriesgarse fuera de su país por verla. A Daniel Franco eso no le parecía increíble de ningún modo, tratándose de amores, había visto de todo, o casi de todo. Así que, respecto del asesinato, no hay crimen que descifrar ya ni, por fortuna, criminal que detener si era posible atenerse a lo dicho por el licenciado Figueroa.

Si con estas consideraciones fuera suficiente, el asunto estaría cerrado y sería el fin de una recurrente incertidumbre que asaltaba al detective, haciéndolo sentir mal consigo mismo. Pensando en las indagaciones de las últimas horas y sus múltiples partes no resueltas, Daniel Franco no podía evitar traer a la mente, como en un segundo plano, una perspectiva menos romántica de las cosas, la sensación inevitable de que es imposible olvidar la dura cara de la realidad. Un filón de sentido práctico le decía que era un hombre de sesenta y un años, con una esposa que lo hacía feliz, hijas que lo adoraban, dos nietos preciosos y un hijo con el que, de algún modo, había que hacer las paces alguna vez. Además, estaba a punto de jubilarse y con ello vendría la posibilidad de disfrutar de una nueva etapa de la vida con aquellas cosas que más le gustaban, leer era, por supuesto, la primera de ellas, viajar con su esposa cuando ella, a su vez, también se jubilara era otra y se podía agregar un sinfín de planes para él y su familia. ¿Qué necesidad había de meterse en un problema grave? ¿Para qué arriesgarse a estas alturas del partido sólo para presumir que se resolvió un caso de asesinato? ¿Presumir ante quienes? ¿Ante su familia con la que nunca hablaba de su trabajo? ¿Ante los compañeros de la agencia a los que humillaba recurrentemente ganándoles apuestas sobre conductas conyugales? Las aventuras de detectives pueden casi vivirse leyendo a Agatha Christie para convertirse en Hércules Poirot o a Georges Simenon para ser el Comisario Maigret o cualquier otro autor por el estilo. Si se quiere soñar con ser detective, nada más seguro que las páginas de un buen libro y en eso él era experto. El problema, sin embargo, es que ya estaba embarcado en esta empresa, que estaba atado a ella por lazos de lealtad que se habían ido anudando durante toda su vida y por los que de sus labios no iba a salir nunca un desistimiento del caso. Cualquier reticencia que pudiera tener no sería nunca mayor que la pena que le causaría decepcionar a su mentor, por lo que Franco ahora deseaba que con el anuncio a Kuzmanovski de la triste suerte de Ethan Campbell todo terminara. Y cuando esa idea comenzaba a sosegarlo, volvía como una ola violenta la inquietud que le causaban los cabos sueltos, las preguntas sin responder: ¿Por qué huyó Julieta Díaz si los culpables fueron capturados enseguida? ¿Qué papel jugaba ella en el asesinato? ¿Tendría que ver algo con ellos? ¿Por qué ofrece entregar un disco? ¿Ese disco tendrá alguna relación con Kuzmanovski? ¿El quién es? ¿Qué quiere? ¿Sería todo esto un simple asunto de negocios abruptamente roto por el azar de la muerte?

Especular incesantemente sobre los elementos de un caso no es del todo adecuado para llegar a conclusiones correctas. Tampoco lo es plantearse preguntas prematuras a sabiendas de que aún hay elementos por conjuntar. A su vez, las hipótesis desechadas por inservibles no deben nunca ser puestas de nuevo sobre la mesa porque estorban al análisis de las hipótesis que tienen valor, causando pérdida de tiempo. Así se llega más rápido a la resolución de los enigmas. El pensamiento ordenado es básico para enfrentar los problemas y esa regla no debe ser rota, habría dicho míster William alguna vez al tiempo que advertiría sobre el peligro de mezclar los elementos de un caso con las propias emociones. Un detective debe ser como un analista de laboratorio que mira bacterias por el microscopio; debe estudiarlas, pero no tocarlas, debe conocer la enfermedad, pero no contraerla. El dominio sobre uno mismo es esencial para mantenerse ecuánime y personalmente distante durante el desarrollo de una investigación, por eso Franco había desarrollado esa actitud, silenciosa e impenetrable, aparentemente siempre impasible. Desde joven se había asumido como el aprendiz disciplinado del gran maestro, de ese enigmático e implacable detective inglés que había llegado a México a resolver un caso heroicamente, cuya personalidad le había subyugado y que lo había distinguido además tomándolo bajo su protección con tanto afecto. Por eso atendía con tanta devoción sus enseñanzas, practicándolas permanentemente, comenzando por el autocontrol que siempre manifestaba. Pero esa actitud asumida debía ser más que una fachada, debía ser una auténtica virtud interior. Así el detective podría concentrarse en el acertijo, olvidándose incluso de sí mismo. Esa era la técnica que permitía volcar todo el potencial del detective en el problema, sin que nada personal llegara a ser un lastre.

Sin embargo, a pesar de todas las lecciones, tan mentalmente repasadas y practicadas por tantos años, a Daniel Franco todo ese asunto de Campbell y Kuzmanovski comenzaba a importarle un carajo frente al hecho de que en realidad su oportunidad de tomar un auténtico caso había llegado muy tarde en la vida y que en lo futuro preferiría disfrutar más de su familia y sus aficiones personales. Además, si quería ser congruente con lo aprendido, tenía que llegar a la conclusión de que estaba reprobado como detective si no podía liberarse de la aprehensión que sentía y que, de seguir adelante, seguramente lo llevaría al fracaso. Así que con las ideas bulléndole en la cabeza, mezclando conclusiones con deseos, reconociendo miedos y tentaciones de claudicación, Daniel Franco salió del elevador en el piso de “Baskerville y Asociados”.

La Contraseña VIII

jueves, 11 de noviembre de 2010

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III

Un rompecabezas por armar


Segunda parte

Los crímenes cometidos con arma de fuego atañen el Ministerio Público Federal. Ese es un dato básico para cualquier detective y en el caso de Daniel Franco, no sólo lo tenía presente, sino, además, tenía también el contacto perfecto para obtener información.

Saber quién es sospecho de haber asesinado a Ethan Campbell no sólo era del interés de Daniel Franco, cuyo deber era obtener la mayor información posible de su caso, sino también, seguramente, era del interés de su cliente, pues podría tratarse de alguien que pusiera en peligro la vida del mismo Kuzmanovski, si no es que, en una hipótesis muy descabellada, fuera el mismísimo polaco o alemán el asesino. Si a la información obtenida hasta ahora se añadía, además, la alusión a un disco misterioso cuya poseedora desea devolver, sin que los motivos sean claros, el asunto tenía ya todos los elementos de intriga y misterio necesarios para alimentar el interés y emoción que Franco había soñado. Parecía que al fin, la fantasiosa pretensión de toda la vida iba a cumplirse: el Detective Daniel Franco tendría que resolver un acertijo en donde los involucrados sólo proporcionaban partes inconexas, explicaciones incompletas, trazos de una pintura cuyo auténtico paisaje sólo podía ser visto por una mente brillante, cuyo poder de análisis y deducción fuera superior al del común de la gente. Y esa mente sería la suya.

Durante el trayecto su entusiasmo fue en aumento, como si recibiera una inyección de adrenalina pura, directa a la yugular. Hacía tiempo que no se sentía así de jovial, vigoroso, como si un pase mágico le hubiera quitado décadas de encima. Entonces recordó los días en que William Baskerville le insistía que un detective tiene también la obligación de mantenerse en excelente forma física. El recuerdo de ambos corriendo juntos en el Bosque de Chapultepec un sábado por la mañana muchos años antes se interrumpió de súbito por un escalofrío con el que Franco se sorprendió así mismo: “Enemigos… enemigos capaces de asesinar por un disco”. En efecto, pudieron haber matado a Campbell por dicho disco y de algún modo Julieta Díaz había logrado escapar con él y por ello quiere ahora entregarlo. Todo concordaba, pero tenía implicaciones siniestras, pues podría significar la necesidad de enfrentarse en algún momento a asesinos y una cosa es hacer deducciones brillantes y otra muy distinta es liarse a balazos.

El detective sacudió la cabeza como para que el viento que entraba por la ventanilla de su auto terminara por llevarse esa idea inquietante. Pero no pudo evitar otra idea traidora: ¿Hasta dónde valía la pena comprometerse con un caso si el enemigo está dispuesto a todo? En sus poco más de cuarenta años como detective, a Daniel Franco le había tocado ver muy pocas veces un gesto de preocupación en William Baskerville sobre casos contra verdaderos criminales. Incluso no le había pasado desapercibido que en alguna de esas ocasiones se había colaborado con alguna autoridad judicial. Pero él nunca conoció los detalles y, para su sorpresa, descubría en ese mismo instante que, tratándose de un asesinato, su experiencia real era nula y un nuevo y ligero escalofrío aminoró su ímpetu inicial. En éste, su primer y único caso, no iba a poder prescindir del consejo de su jefe si tenían que enfrentar a enemigos de cualquier índole, lo que, de nueva cuenta, minaba su entusiasmo.

Llegó a las oficinas del Ministerio Público y fue acercándose al lugar entre ríos de gente que entraba y salía: agentes judiciales con pistolas al cinto, hombres y mujeres con carpetas en la mano y cara de preocupación, flamantes abogados hablando por celular y burócratas de todo tipo, desde modestas secretarias hasta sagaces empleados con ambiciones políticas, todos en febril actividad, como colmena al mediodía.

Frente a la recepción había cinco filas de bancas de madera sin respaldo ocupadas hasta el último centímetro por gente esperando alguna diligencia. Más adelante, un mostrador separaba al personal del público y tras él muchos escritorios organizados en cuadrícula. Sobre cada escritorio, torres de papeles hacían un prodigio de equilibrio para no caerse, pero servían también perfectamente para ocultar a los empleados que se hallaban sentados.

Tan pronto el detective Daniel Franco se dejó ver en el mostrador, un empleado brincó de su escritorio haciéndole señas de saludo, como quien quiere llamar la atención al paso de una estrella de cine. Se levantó de su lugar para ir a su encuentro, esquivando mobiliario y demás personal, al tiempo que le gritaba desde la distancia.

- ¡Detective Franco! ¿Qué anda haciendo por aquí? ¿Cómo está? ¡Qué gusto verlo! Permítame, permítame por favor, voy con usted, faltaba más, nunca hubiera imaginado verlo por aquí, qué gusto verlo otra vez…

Franco esperó a que terminara la ruidosa recepción y le extendió la mano con el mismo gesto, serio e impasible, con que una vez le dio las fotografías y grabaciones que le permitieron al sujeto divorciarse sin tener que dividir bienes por la mitad.

- Licenciado Figueroa…

- Detective ¡Le repito que qué gusto verlo! Créame que nunca me ha sido posible decirle lo feliz que soy y el mucho dinero que me ahorré gracias a usted y ahora por aquí, es un placer saludarlo, de verdad… –Insistía el sujeto sin soltar su mano y mirando alrededor, como buscando a alguien a quien presentarle a su héroe, que era considerablemente más alto que él-.

- Vengo por información Licenciado.

- Claro detective, usted nada más diga y yo le busco el expediente que me pida, estoy a sus órdenes, igual que esta oficina, o por lo menos hasta donde yo me puedo meter, lo que usted indique, mire que no me cansaré de decirle que es un placer hablar con alguien como usted…

Franco, serio, seguía con la mirada la hiperquinética alocución del individuo y esperaba para poder hablar. Cuando aquél por fin hizo una pausa, fue directo al grano.

- La noche de anteayer mataron a un norteamericano en la colonia Obrera.

El sujeto guardó silencio repentinamente por unos instantes para mirar a Franco con ojos de asombro.

- ¿El gringo de la Obrera detective? –Preguntó en un tono de voz muchísimo más bajo que su perorata inicial. -¿Anda usted tras eso?

- ¿Qué hay con él? ¿Qué sabe al respecto? –Reviró Franco.

- ¡Uff, eso es un notición detective! O iba a ser, pues. Le adelanto que eso nos puso de cabeza esa noche y tenemos prohibidísimo decir nada al respecto.

- ¿O sea? –Preguntó Franco, siguiendo su costumbre de ser parco con sujetos como él, siempre dispuestos a la indiscreción, pues la regla es que, en conversaciones como esa, la información debía correr sólo en un sentido, el que al detective conviniera.

- O sea, detective, que yo a usted le cuento todo, faltaba más. ¿Quiere que de una vez le diga que sé?

- Por favor –contestó el detective sin perder nunca su gesto adusto-.

El sujeto tomó a Daniel Franco del brazo y lo condujo a un rincón del lugar mientras giraba su cabeza, repasando los alrededores, como si realmente pudieran aislarse en aquella kermés de denuncias, detenciones, víctimas de delitos, policías, periodistas, burócratas y demás personas que inundaban el lugar.

- Pues mire, lo que sé es que lo mató una pandilla que actuaba en la zona, cuando llegó la policía hicieron un perímetro y los agarraron de inmediato, luego se los llevaron sin trámites a la grande y la razón, según esto, fue por algún asalto, pero parece también que ya lo conocían y el gringo les caía mal o algo así. Lo que sí puedo decirle es que los asesinos están presos y confesos, sí señor.

- ¿Está seguro de eso licenciado? ¿Diría que lo mataron para asaltarlo? ¿No sería para quitarle algo en particular, alguna razón más de fondo?

- ¿Más de fondo? Pues no, por las declaraciones de los chavos que trajeron, que yo me enteré por casualidad detective, no vaya a pensar que por andar metiéndome en ese asunto, porque ni me tocaba, aunque antier sí me tocó guardia, pues me parece que la única razón es que le traían ganas y andaban pasados con algo. Les encontraron carrujos de marihuana y algunas dosis de cocaína que según andaban vendiendo, pero más bien se la estaban consumiendo. Según supe, todos llegaron drogados.

“La muerte de Campbell es casual, entonces Kuzmanovski no corre peligro, ni yo tampoco”, se dijo para sí Franco, desembarazándose de la leve inquietud que tenía cuando entró al Ministerio Público. Pero aún había otras interrogantes, por supuesto.

- ¿Por qué dice que estuvieron de cabeza y tienen prohibido hablar?

- Ah, déjeme le cuento detective, que para eso soy su amigo, un amigo muy agradecido, si me lo permite, porque usted manejó mi problema como nadie lo hubiera hecho…

Franco lo miraba atento, pero con un destello cada vez más evidente de que la paciencia se le terminaba.

- Pero bueno, le cuento, lo que pasa es que poco después llegó personal del gobierno, pero a otro nivel ¿me entiende?, con agentes especializados, y recogieron todo lo que hubiera respecto al crimen con el ministerio público que se encargó, aquí no quedó ningún expediente, creo que hasta el cuerpo que estaba en la Semefo se llevaron, incluso persiguieron a todos los reporteros para hablar con ellos y recoger todo su material y deben haber movido más arriba aún, porque en los periódicos ni en las noticias salió nada. Como si el asunto no hubiera ocurrido. A lo mejor hasta Seguridad Nacional estuvo metida en esto.

- ¿Sabe usted la razón? –Preguntó Franco.

- ¿No sabe quién era? –Preguntó a su vez el burócrata.

- Se apellidaba Campbell. –Dijo Franco al tiempo que se arrepentía del pequeño desliz.

- Pues yo no supe cómo se llamaba, pero según corrió aquí esa misma noche, era hijo de un hombre importante de Estados Unidos, según, un hombre muy, muy rico detective, fortuna en serio. Incluso hubo algunos agentes como gringos también, me imagino que de la embajada de allá, de Estados Unidos, se asomaron por aquí discretamente, como supervisando a los agentes del gobierno, se metieron enfrente de la calle a unas camionetas negras a hablar con ellos y luego se fueron. Rato después, cuando el turno terminó, no nos dejaron ir enseguida, fueron hablando con nosotros, uno por uno, para decirnos que por seguridad del país, no le contáramos nada a ningún reportero del gringo de la Obrera. Que yo recuerde, nunca había pasado algo así. Hasta amenazaron a los últimos dos o tres de la prensa que andaban aquí esa noche, que tuvieran cuidado con filtrar algo, porque no se la iban a acabar. ¿Está usted involucrado con eso detective?

- Estoy pensándolo –respondió cauto Daniel Franco, al tiempo que le dedicó una mirada fría, invitándolo a no preguntar más.

- Pues yo no creo que haya mucho que investigar detective, los culpables están adentro y, como ya le dije, confesos y si hay algo más, usted sabrá, pero esos ya no serían asuntos de cuernos ¿O sí? Si está metida Seguridad Nacional o la embajada de Estados Unidos, el Vaticano, los extraterrestres o lo que sea, entonces esas ya son big liguers ¿me entiende? No le vaya a pasar algo a usted, que con todo respeto sí le digo, sin ganas de molestarlo, yo en su lugar hay lugares donde no me metería ¿no le parece?

En ese momento el sujeto percibió por fin la mirada de Franco y comprendió que sus palabras habían tomado un rumbo equivocado e intentó corregir sobre la marcha.

- Bueno, yo se lo digo porque le tengo agradecimiento, no es que me importe ¿verdad? Este… ¿quiere saber algo más?

- ¿Tiene el nombre de las personas que agarraron?

- Es parte del expediente que ya no está, sé que se los llevaron, pero ya quién sabe qué es de ellos. Igual y ya ni están vivos.

La siniestra alusión incomodó a Daniel Franco, quien dejó pasar un segundo para recuperarse y hablando pausadamente retomó la última arista por averiguar del tema:

- ¿Qué sabe de una mujer llamada Julieta Díaz?

- ¿Ella quién es?

Era todo lo que Daniel Franco necesitaba oír, le extendió la mano al sujeto para darle un rápido apretón de manos para no darle oportunidad de que volviera a abrir la boca y salió de ahí hacia la agencia. Entonces recordó que por primera vez en muchos años, no había ido primero a la oficina para checar tarjeta y llenar un formulario de reporte con las actividades que realizaría durante el día.

La Contraseña VII

lunes, 8 de noviembre de 2010

La Contraseña V

[ Por Cosmos02 ]

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La Contraseña III
La Contraseña IV

III

Un rompecabezas por armar



Primera Parte

De lo que se trata es de manipular mentalmente todas las piezas que se tengan a la mano para ver si engarzan de un modo distinto al que en apariencia están. Y si bien el método no consiste en estar especulando constante e inútilmente, es importante no dejar detalles de lado que pudieran significar vacíos en la explicación de las cosas, como piezas faltantes de un gran rompecabezas. Para eso una gran mente debe estar siempre alerta, siempre observando, siempre ecuánime para que la razón trabaje sin tropiezos y a toda velocidad. La mirada de un detective, además, tiene que ser penetrante, pues debe estar adiestrada para ver más allá de lo ordinario, más allá de lo que los demás no pueden percibir a simple vista, pues la solución de los enigmas puede hallarse en las cosas más pequeñas, en los detalles ínfimos de una escena, una circunstancia, una conversación.

Daniel Franco no podía recordar si eso se lo había dicho William Baskerville treinta y tantos años antes o si eran palabras de Sherlock Holmes a Watson leídas de nuevo la semana pasada, pero cuando vio el edificio del domicilio de Julieta Díaz, lo primero que le vino a la mente fue que se trataba de un par de jóvenes fugitivos que buscaban esconderse de Kuzmanovski, a pesar de lo que la noche anterior le había dicho el mismo polaco, tal vez alemán. Pero, en efecto, no se iba a dejar llevar por la especulación, no era correcto. El registro electoral de Julieta Díaz tenía unos cuatro años, por lo que no era lógica esa conclusión, pues eso los convertiría en los fugitivos más torpes del mundo.

El edificio era un cubo gris con pintura descascarada en la parte alta de sus paredes e intensamente grafiteado en la parte de abajo. Tenía cinco filas de ventanas perfectamente alineadas, dos por piso, lo que daba a pensar que, desde la parte que daba a la calle, debía haber sólo uno o dos departamentos por nivel, aunque Franco sabía ya que por lo menos eran dos, por el número del departamento. Desde la calle se alcanzaban a ver las jaulas para tender ropa en la azotea, así como tinacos de asbesto manchados de herrumbre sobre bases de tabique, también con grafitti. La entrada al inmueble era una puerta de lámina color negro a medio abrir, por lo que Franco no tuvo que tocar para colarse al interior. Los departamentos de la planta baja, por la ausencia de ruido en su interior, parecían vacíos. “Departamento 302”, recordó el detective mientras comenzaba a subir la solitaria y estrecha escalera de cemento y barandal de herrería que se mal iluminaba con el tragaluz roto del techo. En realidad no se imaginaba a un norteamericano viviendo aquí, pero Domínguez había dicho, traduciendo palabras de su jefe, que “viene con mucha frecuencia con una mujer con la que tiene relación y que probablemente se hospede con ella” ¿Él sería casado? Entonces este sería un escondite de otro infiel, una verdadera aguja en un pajar para una celosa esposa norteamericana. Pero Daniel Franco interrumpió nuevamente de tajo ese pensamiento recordando que no se trataba de otro de los tantos casos que siempre atendía.

Llegó al tercer piso y miró el cubo de las escaleras hacia abajo, el viento que entraba por el tragaluz silbaba en el edificio, ahondando su aire de abandono. Se paró frente al departamento y tocó la puerta de metal, pero no hubo respuesta.

El pasillo daba acceso a otras dos viviendas, una enfrente, con el número 303 y otra a la derecha, el 301, cuya puerta comenzó a abrirse lentamente. Al voltear, el detective vio a una niña de no más de seis años que habló en voz alta: “Abueeee, ya vinieron a buscar a Julieta”. “Aquí es”, pensó el detective congratulándose por la agilidad de las cosas.

- ¿A quién busca? –Dijo una mujer morena, de baja estatura, robusta y con el cabello canoso. Tenía un delantal sobre un vestido verde oscuro y zapatos abiertos de plástico. El tono de su voz era hostil, como si hubiera sorprendido a un intruso. A Daniel Franco le pareció que debía tener más o menos su misma edad, sesenta años, tal vez un poco más y, literalmente, había tenido las manos metidas en la masa, haciendo tortillas.

- Buenas tardes –contestó gentilmente- busco a la señorita Julieta Díaz ¿vive aquí?

- Ella no está, ni va a estar luego ¿Quién es usted? ¿Qué quiere? –respondió la mujer aumentando la brusquedad de sus palabras. Tras ella, asomó la cabeza otra mujer, una adolescente que miró con curiosidad al detective.

- Deseo localizar a la señorita Díaz –respondió nuevamente buscando un tono de voz que aminorara las reticencias de la mujer mayor. Entonces la adolescente habló entrecerrando los ojos.

- ¿De parte de quién viene? ¿Es usted amigo de ella? –Dijo la joven que debía tener unos 16 o 17 años, también de poca estatura, más o menos como la mujer mayor pero sumamente delgada.

El detective comprendió enseguida que ella sería mejor interlocutora que la primera, por lo que habría que dar las respuestas necesarias.

- Soy el detective Daniel Franco, deseo localizar a la señorita Díaz porque ando buscando a un norteamericano, de nombre Ethan Campbell.

- “Ita” está muerto –dijo la mujer mayor abruptamente-

- Cállate abue, - le reconvino la adolescente. Entre ambas, la niña se apretujaba buscando espacio para ver -¿Es usted amigo de ella o viene por el disco? –insistió en saber la joven retomando la palabra.

El detective se contuvo un momento, no podía someter a esas mujeres a un interrogatorio, primero tenía que ganar su confianza si quería obtener información. De cualquier modo, el “Ita está muerto” le impactó como una bofetada sorpresiva. Se dio un momento para repasar rápidamente las piezas que ya tenía: Si está muerto, eso explica que no haya llegado a la cita, por lo que probablemente no existieran razones para que Campbell estuviera huyendo de su cliente, lo otro era saber de qué disco estaban hablando, pero tal vez sería un error demostrar que no tenía información sobre ningún disco. Si eso era relevante para su caso lo respondería Kuzmanovski, por lo que no habría porqué insistir de momento en él. Por tanto, lo importante era la información sobre “Ita”.

- Señorita, deseo ayudar a Julieta Díaz –dijo pensando que ese argumento le generaría simpatía-, pero debo hallarla. ¿Qué dice que le pasó a Ethan Cambpell?

La adolescente lo miró un momento y suspiró. Había decidido que Franco era de fiar ahora que demostraba también saber de la existencia de “Ita”.

- A Ita lo mataron antenoche aquí enfrente en la banqueta ¿No vio la cruz que está casi en la entrada? Julieta se fue, pero me dijo antes de irse que vendrían a buscarla, me dijo que les va a devolver el disco, pero quiere que la dejen en paz. Si usted viene por eso, le doy el papel que me dejó.

“¿La cruz? ¡Maldición!” Pensó Daniel Franco. Buscando estar atento a todos los detalles, había dejado de lado la cruz de cal en el piso que como ofrenda las vecinas que conocían a Julieta habían puesto al día siguiente en el lugar donde había muerto Ethan Campbell, con veladoras y flores de cempasúchil. Era una torpeza imperdonable no haber reparado en algo tan evidente y la inocente pregunta de la adolecente se lo había hecho notar como una bofetada al rostro. Había ignorado la cruz como si fuera parte del paisaje a pesar de estar a unos metros de la entrada del edificio, sobre la misma acera. Daniel Franco sintió como si tuviera una espina molestándole en el costado. Si estos descuidos se acumulaban, las cosas no marcharían bien.

Julieta Díaz ignoraba a los muchachos de la cuadra, pero no a sus mujeres, menos aún estas tres vecinas a las que había ayudado en diversas ocasiones y con las que, junto con Ethan, había desarrollado una amistad cercana. Daniel Franco percibió eso, ellas eran el conducto a Julieta, aunque dada la encomienda inicial, el énfasis estaba en descubrir con detalle qué había ocurrido con Ethan Campbell.

- ¿Cómo lo mataron? –Preguntó Franco adquiriendo un genuino aire de preocupación.

- Le metieron un balazo, ahí quedó tirado todo lleno de sangre, luego vino la policía y se lo llevaron –contestó la mujer mayor acelerando las palabras y haciendo un ademán hacia el piso con la mano derecha para enfatizar.

- Tan buen muchacho que era –continuó la señora ya sin reticencias-, no sabe cómo estamos aquí todas las vecinas enojadas por eso y ahora mire, no sabemos dónde está Julietita pues se tuvo que ir.

- Deme el papel que le dio Julieta, intentaré protegerla –Dijo Franco dirigiéndose a la joven mientras sentía cierta conmiseración por esas mujeres, con Julieta misma aunque aún no la conocía. La muchacha entró a su casa y volvió enseguida con una hoja de papel arrancada de un cuaderno. Al recibirla, Franco vio claramente que la mirada de la adolescente era un ruego clamando auxilio.

- Julieta es nuestra amiga y nos ha ayudado mucho. La vimos muy preocupada…yo creo que tiene miedo.

El detective extendió el papel:

judieliz_0896@yahoo.com.mx

“Un correo electrónico, esta mujer es inteligente”, pensó Franco, que aunque no era experto en informática, tenía los conocimientos básicos para saber qué implicaciones tenía ese dato: había tendido un medio de comunicación efectivo e impersonal. Dejó el mensaje de que devolvería el disco, cualquier cosa que eso significara, pero no se arriesgaría personalmente con quien le escribiera. “Ya veremos qué hay con ese disco”, reflexionó al tiempo que imaginaba un rompecabezas aún incompleto con la imagen de una joven corriendo, un cadáver en el piso y un hueco en el centro en forma circular, en forma de un disco compacto, elementos que ya podrían permitirle llamar a aquello un caso, un auténtico caso de detectives.

- ¿Cómo dijo que se llama? –preguntó la adolescente sacándolo de su repentino marasmo.

Entonces Franco se permitió algo que nunca le había sido posible hacer mientras tratara con engañados, pero que siempre había estado entre sus sueños más escondidos, a pesar de su edad:

- Franco, Daniel Franco...detective.

La Contraseña VI

miércoles, 3 de noviembre de 2010

La Contraseña IV

(Por Cosmos02)

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II

Un caso para Daniel Franco

Segunda Parte

Al entrar a su casa, la profesora Estela Gómez dejó su portafolio sobre un sofá y se dirigió de inmediato a la cocina para beber agua. Corroboró las ollas con comida que sobre la estufa dejó su cocinera. Luego fue a la recámara a cambiarse los zapatos. En el camino de vuelta se paró frente al reclinable de la sala donde Daniel Franco alejaba su brazo para ajustar la distancia del libro a su presbicia, al verla se bajó los anteojos para leer a la punta de la nariz para mirarla por encima de éstos, le dedicó una leve sonrisa y se enderezó al tiempo que ella se agachaba hacia él para besarle la mejilla. Sus rostros se encontraron a medio camino y ella le correspondió con una caricia.

- Querida ¿cómo te fue hoy?


- Bien amor, bien. Me entretuve unos minutos hablando con la madre de un niño que suspendí tres días. Según las nuevas normas, ya no se puede más, merecía un mes.

- Desventajas de ser la directora querida –respondió Franco afectuosamente.

- Así es ¿Cenamos de una vez?

- Cuando digas. -contestó Daniel Franco.

La esposa del detective no había dado dos pasos hacia la cocina cuando sonó el teléfono. Se desvió al esquinero donde estaba el aparato. “Esa es una de mis hijas”, dijo al tiempo que tomaba la llamada. Daniel Franco, sin contestar, se arrellanaba en el sillón para intentar leer un par de párrafos más de una novela de Ken Follet antes de que tuviera que pararse a la mesa. Sin embargo, no había logrado retomar la lectura cuando la respuesta de su esposa al aparato lo hizo enderezarse de súbito en su asiento.

- Mister William, qué gusto saludarlo –dijo Estela-. ¿Cómo ha estado? Muy bien, gracias ¿Daniel? Sí, por supuesto, enseguida lo comunico.

No había colocado aún la bocina sobre el mueble cuando Daniel Franco ya estaba junto a ella extendiendo la mano para tomar la llamada.

- Tranquilo amor, es tu jefe, lo más seguro para saludarte.

- Ex jefe Estela –dijo en voz baja y tapando con una mano la bocina-.

- ¿Crees que esté pasando algo malo? – Preguntó mientras abría los ojos con sorpresa al ver el gesto de preocupación de su esposo.

- Ya veremos –contestó el detective mientras calculaba que era ya más de un año que no había vuelto a hablar con él desde que se retiró, por lo que sólo algo muy especial podía haber motivado la llamada.

- Mister William ¿Está usted bien?... Yo estoy muy bien, muchas gracias…. Estela también señor, gracias. ¿Ahora mismo? Desde luego, voy para allá señor. Así es, llego en menos de una hora.

Colgó el teléfono y miró a su esposa más intrigado que preocupado. William Baskerville quería verlo en la agencia en ese mismo instante, por lo que fue a quitarse el pijama de franela que ya tenía, se vistió con la misma ropa que usó durante el día, tomó su típica chamarra de piel del respaldo de una silla y se dispuso a sacar su auto del garaje.

- Vuelvo lo antes posible –dijo mientras descubría que su esposa lo miraba realmente preocupada, pues muy rara vez su trabajo lo obligaba a salir de su casa de noche sin estar previamente agendado.

- Espero que no esté pasando nada serio Daniel, cuídate mucho.

- Duérmete, regreso pronto. –Contestó el detective.

- Me hablas si no es así. –Le reconvino ella.

Pasaban de las diez de la noche y aunque las calles no estaban desiertas, el tráfico no representó ningún problema para su traslado. En poco tiempo se encontraba sobre avenida Reforma y unos minutos más tarde tocaba el claxon al conserje del edificio de oficinas donde estaba la agencia de detectives. El vigilante abrió el portón de reja que daba acceso al estacionamiento subterráneo y Daniel Franco metió su coche al tiempo que saludaba con la palma de la mano izquierda, igual que cada día durante tantos años.

El estacionamiento estaba casi vacío y unos cuantos focos mal iluminaban el espacio. Daniel Franco estacionó su auto en el cajón de siempre y desde ahí vio el automóvil en el que se trasladaba William Baskerville, siempre en compañía de su chofer. Se dirigió al elevador preguntándose qué podía haber ocurrido para que tuviera que ir a la oficina a esa hora. Por su mente revoloteaba la idea de algún accidente, tal vez a Guillermo Baskerville, proyectando sus propios deseos, o algún otro hecho fortuito que implicara ir a hacer alguna diligencia urgente para su ex jefe y que por eso lo citaba ahí con esa premura. Con todo, Daniel Franco sentía admiración y afecto por Míster William, como lo llamaba, por todo lo que le había enseñado y por darle un oficio y trabajo durante toda su vida, por lo que siempre estaría a su disposición si se lo requería. Para él, ese hombre había sido como un mentor, paciente y amigable, que lo había guiado como lo hubiera hecho un padre. Daniel Franco era un hombre de lealtades firmes, sin dobleces ni truculencias y si a alguien le había dado su lealtad, ése era William Baskerville y éste lo sabía perfectamente. De hecho, era el único de los muy pocos detectives que, habiendo sido adiestrados directamente por el detective inglés, no se había independizado.

Todo el piso 16 del edificio pertenecía a “Baskerville y Asociados”. Al abrirse el elevador, lo primero que se veía era un muro de cristal con el logo de la agencia, una silueta estilizada de Sherlock Holmes, el cual estaba iluminado por un foco de neón empotrado en el plafón. El resto de las áreas, los cubículos, la sala de juntas, la recepción y demás, estaban apagados, excepto la oficina que había pertenecido a su ex jefe, al final del pasillo que se extendía a mano izquierda de Daniel Franco. Ambas luces, la de la oficina y la del logo, eran puntos que trazaban una oscura línea recta que caminó sin prisas, obviamente familiarizado como si fuera su propia casa. Al llegar al final del pasillo dobló a la derecha y en la puerta del privado se encontró con el chofer de William Baskerville.

- Detective Daniel Franco, es un placer saludarlo. – Le dijo el chofer extendiéndole la mano.

- Señor Joaquín, el gusto es mío. –Respondió el detective mientras apretaba su mano con aprecio. El chofer también llevaba muchos años de servicio, por lo que su amistad ya era añeja. Enseguida el chofer le abrió la puerta al tiempo que le hacía con la cabeza la seña de que pasara. En el cruce de miradas, Daniel Franco no pudo discernir nada que le adelantara de qué se trataba. Al entrar, escuchó cómo cerraban la puerta tras de sí.

El cuarto era una lujosa oficina rectangular con recubrimiento de madera en las paredes color caoba, igual que el librero que se encontraba atrás del escritorio del fondo. El ambiente estaba iluminado de modo desigual por luces de neón como la del logo: una sobre el escritorio, otra proyectando su haz sobre un cuadro en la pared y otro par sobre una mesa de centro que estaba a unos metros del escritorio, rodeada por sillones de piel. En el muro opuesto al del cuadro, una amplia persiana guardaba un vasto paisaje de la ciudad, oscureciendo esa parte de la oficina.

William Baskerville se encontraba sentado de espaldas a la puerta, en uno de los sillones de piel, encorvado como si dormitara. Al escuchar la cerradura, se levantó apoyándose en ambos brazos, que luego le extendió a Daniel Franco para saludarlo con un abrazo.

- Mi muy estimado amigo, qué gusto verte de nuevo. –Dijo William Baskerville con el viejo acento inglés que aún asomaba sobre un castellano perfecto. Daniel Franco lo miró con afecto, pero guardó silencio.

- Debes saber que te he extrañado al igual como he extrañado la agencia. –Mister William dejó pasar unos instantes, miró al vacío y añadió: - A quien más extraño es a Mercedes.

Fue inevitable para el detective concluir que míster William se veía distinto, lento, viejo definitivamente. Ya no tenía ese ímpetu con el que enfrentaba con interrogatorios a sus interlocutores, ni ese brillo inquisitorio en la mirada. La sonrisa sarcástica, esa mueca con la que presumía su superioridad intelectual sobre los demás, había desaparecido. Ahora tenía el gesto amargado de un hombre que se sentía solo. Su pelo había terminado por ser completamente blanco y estaba evidentemente más encorvado, dejando de ser ese impresionante detective inglés alto y delgado, de nariz aguileña, cara angulosa, pómulos sobresalientes y su eterna pipa en los labios, que parecía siempre dispuesto al interrogatorio, a la deducción, a la conclusión mental rápida y aguda. Vestía camisa de franela a cuadros, pantalón de vestir, suéter abierto de lana y mocasines, en contraste con los impecables trajes que siempre solía usar.

- Pero no vine a quejarme contigo viejo amigo, sino a decirte que tengo un caso para ti. –Dijo sin soltarlo aún de los hombros.

Impasible como era su costumbre, Daniel Franco apenas y arqueó una ceja, pero siguió pendiente de las palabras de su maestro.

- Es algo que deseo atiendas de inmediato. Un amigo mío de Inglaterra se ha comunicado conmigo solicitándome su ayuda y he decidido que tú te hagas cargo.

- Puede canalizarlo a la agencia como siempre míster William. –Respondió Daniel Franco.

- ¿Y que te quedes esperando un caso otra vez amigo mío? ¿Creías que no lo había adivinado, que no lo sabía? Conozco tus sueños Daniel– William Baskerville sonrió bondadosamente- No olvides quién soy, también se perfectamente lo que ocurre aquí, se lo que hace mi hijo Guillermo. No lo apruebo pero como comprenderás ya no me es fácil intervenir. A veces pienso que debí haberte dejado la agencia a ti, pues te considero un hijo tanto o más que el propio Guillermo. Si debo ser honesto conmigo mismo, no es lo que siempre pensé, resultó un idiota.

- Preferiría no opinar al respecto míster William. –Reviró Franco lacónico, sin dejarse sorprender por los resabios de sagacidad que aún mostraba su antiguo jefe.

- Lo sé, pero también sé que muy probablemente ésta sea la última oportunidad para ambos querido Daniel. Para mí de cumplir una promesa nunca dicha, pero siempre pendiente y para ti de cumplir una misión ¿No te parece? Deseo que te encargues de esto ¿Lo harás?

- Usted sabe que si míster William. – Dijo Daniel Franco sin traslucir ningún sentimiento, pero internamente emocionado –Dígame qué ocurre –continuó.

- Siéntate, siéntate por favor, conversemos.

En ese instante el chofer abrió la puerta y anunció la llegada de “su cita míster William”. Dos hombres entraron a la oficina obligando a los detectives a ponerse de nuevo de pie. Uno de ellos era un joven de no más de treinta años, vestía de traje y traía el pelo engomado. Tenía rostro de inocencia y al andar buscaba siempre un espacio a la derecha del otro, un tipo más alto que cualquiera de los otros tres, una montaña de humanidad de gesto fiero y ojos negros, canicas que recordaban la mirada de un tiburón, pero resaltada por una papada que empequeñecía a una quijada de por sí también grande. Vestía un traje visiblemente más fino que el del joven, con pisa corbatas de oro que remataba en una piedra roja igual a la de las mancuernillas. En su cuello, ancho como tronco de árbol, colgaba una gruesa medalla de oro y en cada mano, además de sendas esclavas, había vistosos anillos.

El joven, atinadamente, se dirigió a William Baskerville:

- Sr. Baskerville, mucho gusto, soy el intérprete del Sr. Víctor Kuzmanovski. Desde Inglaterra el Sr. Khan nos ha dicho que contactemos con usted y que ya le dio algunos antecedentes del problema que nos trae aquí.

Tan pronto como comenzó a responder William Baskerville, el joven traducía al oído del gigante, al que tenía que acercarse inclinando hacia arriba la cabeza y procurando un tono de voz bajo, pero audible.

- Así es, algo me ha dicho míster Khan, amigo de hace muchos años y por eso le he pedido al detective Daniel Franco que viniera, pues él se encargará de su asunto. Como podrán ver fácilmente, yo ya no estoy en condiciones de ayudarlos directamente – dijo al tiempo que abría los brazos como para mostrarse a sí mismo-. Pero sentémonos para conversar como es debido.

De las palabras del traductor, que alcanzó a escuchar del susurro al oído de Kuzmanovski, Daniel Franco concluyó que hablaban en algo parecido al alemán, polaco, húngaro o alguna lengua similar.

Kuzmanovski habló a su vez al oído de su intérprete para luego mirar fijamente a Franco con sus ojos de tiburón.

- Deseamos localizar a una persona de nombre Ethan Campbell. Teníamos una cita hoy al mediodía y no llegó. Iba a encontrarse con el señor Kuzmanovski en el hotel Nikko, donde nos hospedamos, y no apareció. Es imprescindible para nosotros localizarlo.

- ¿Daniel? – Dijo Míster William como autorizándolo a hablar para que preguntara lo pertinente.

- ¿Él vive aquí o también viene de Europa? – Preguntó Franco, asumiendo desde dónde viajaban sus interlocutores.

- El viene de los Estados Unidos – Contestó el joven después de traducir para su jefe y escuchar su respuesta, confirmando la suposición de Franco.

- ¿Saben dónde se hospeda? Tal vez sea tan simple como trasladarse a su hotel y preguntar por él.

- No lo sabemos. –Dijo el joven después de un nuevo intercambio de palabras- Sabemos que viene con mucha frecuencia con una mujer con la que tiene relación y que probablemente se hospede con ella.

- ¿Saben su nombre? – Preguntó Franco sin inmutarse, pero internamente algo impaciente por el trámite preguntar-traducir-responder-traducir que con cierta parsimonia hacía el joven intérprete y haciendo de la conversación un proceso bastante lento.

Víctor Kuzmanovski sacó un teléfono inteligente y con un dedo comenzó a pulsar en la pantalla táctil. En sus grandes y gordas manos, el aparato daba cuenta de su existencia por la luz que desprendía, dando la impresión de que era su propia mano la que brillaba. Después de unos cuantos garabateos con la punta de su dedo, Kuzmanovski le mostró la pantalla a su intérprete y éste contestó:

- Julieta Díaz, Julieta Díaz Elizarrarás. Debe tener más o menos la edad de Ethan Campbell, algo menos de treinta años. Por lo que sabemos, si la encuentra a ella, encontraremos a Campbell con seguridad. Le adelanto que solo tenemos ese nombre, no un domicilio.

- Algo más –Dijo Franco- ¿Es posible saber el motivo de su encuentro? –Para sus adentros, Franco se preguntaba si ese enorme sujeto, de vestir ostentoso y en apariencia implacable para sus fines, no estaría buscando cobrar una deuda tal que obligara a Ethan Campbell a esconderse en México, lo que complicaría las cosas, pues en dicho caso no sería tan sencillo encontrarlo. Sin embargo, la respuesta que obtuvo no le dio elementos para saber si se equivocaba o no.

- Dice el Sr. Kuzmanovski que eso no es de su incumbencia, que él solo le pide que localice a Julieta Díaz para encontrar a Ethan Campbell, es todo.

- Perdone que insista –respondió Franco frunciendo un poco más el ceño-, tal vez hice mal el planteamiento, lo que quiero saber es si Ethan Campbell tuviera alguna razón para no acudir a la cita.

- Ninguna –respondió el traductor tras un instante, titubeó un segundo y añadió, aparentemente por su cuenta- por lo demás, como ya dijo el señor Kuzmanovski, no es de su incumbencia.

Daniel Franco brincó la vista del intérprete hacia Kuzmanovski y se encontró con un gesto hostil en una mirada sin brillo. Volteó a ver a su mentor y maestro y éste afirmó con la cabeza acompañando el movimiento con un lento pestañear, era evidente que se sentía cansado.

- ¿Qué es lo primero que vas a hacer querido amigo? –Dijo William Baskerville.

- Buscar el nombre de esa mujer en el sistema, en el registro federal de electores. Si no resulta, usaré el método habitual de localización –Respondió el detective-

- ¡Qué útiles nos son nuestros contactos en la política! ¿No te parece querido Daniel?

- Así es míster William.

Los cuatro hombres se despidieron no antes de anotar la habitación del hotel donde se hallaban Kuzmanovski y su ayudante e intercambiar números telefónicos del hotel y celulares.

Minutos más tarde, mientras William Baskerville se marchaba, Daniel Franco encendía la computadora de su pequeño privado para hacer una consulta a la base de datos del Registro Federal de Electores que Baskerville había obtenido extraoficialmente de un amigo del gobierno. Para fortuna de Franco, solo había una Julieta Díaz Elizarrarás en la ciudad de México y además coincidía con la edad de la mujer que estaba buscando.

Tomó su teléfono celular y marcó al de su esposa.

- Nada serio querida, voy de regreso.

Al día siguiente iría a dicho domicilio y, lamentablemente –pensaba Franco-, a eso se reduciría su examen de graduación como detective, aunque tuviera un sinodal tan extravagante como Kuzmanovski.

La Contraseña V