Y asi, paso a paso, día a día, casi sin darnos cuenta, se fue. No dijo nada. Mantuvo impasible su lento caminar y nos dejó con nuestras inquietudes, con nuestros problemas, con nuestros sueños, con nuestras diferencias e intolerancias. Sin más se marchó. Pero no hay tanto problema. Ahi viene uno más totalmente nuevecito. Si lo echan a perder se las ven conmigo. Advertidos están. Feliz Navidad y Año nuevo para todos.
martes, 21 de diciembre de 2010
miércoles, 8 de diciembre de 2010
La Contraseña XIII
[Por Cosmos02]
Por si te perdiste las partes anteriores:
La Contraseña I
La Contraseña II
La Contraseña III
La Contraseña IV
La Contraseña V
La Contraseña VI
La Contraseña VII
La Contraseña VIII
La Contraseña IX
La Contraseña X
La Contraseña XI
La Contraseña XII
Frente a la puerta del departamento, Daniel Franco sintió un vacío en el estómago. Era la segunda vez que tocaba una puerta incierta en ese día extraño y en ese momento su lucha se concentraba en controlar sus emociones, que resultaban contradictorias. Los lugares eran muy distintos, por supuesto. El edificio de Julieta Díaz era de modestos departamentos, tal vez de interés social. El de su hijo, en cambio, sin ser de lujo, era un edificio reciente en una zona mucho mejor, más amplio y con más diseño, una distribución distinta. Por fuera, el edificio era color blanco con broqueles sobre cada ventana y cada departamento tenía un balcón a la calle con grandes puertas corredizas de cristal. En muchos de esos balcones había macetas con plantas colgantes que adornaban el conjunto. En la parte inferior había cajones de estacionamiento protegidos con reja, la mayoría ocupados con autos recientes. No sabía si Carlos era propietario o pagaba renta, pero era obvio que vivir ahí resultaba mucho más caro. Sabía por supuesto que su esposa había colaborado con la salida de Carlos, aunque ignoraba si ella aún lo apoyaba económicamente o se valía por sí solo. En temas de dinero, él y Estela se manejaban con independencia.
La puerta al edificio también era de cristal, pero se encontraba cerrada y el detective tuvo que tocar el timbre del departamento para poder entrar. Pensó que su hijo le hablaría por el interfono , en lugar de eso escuchó el timbre del electroimán que liberaba la cerradura y abría la puerta. Subió al tercer piso, “también un tercer piso”, pensó el detective, pero esta vez usando el elevador, que compartió con una mujer de abrigo y zapatillas altas que llevaba una bolsa rosa de Liverpool.
Ya en el piso, cuando al fin tocó el nuevo timbre, le abrió la puerta un ser extraño que podría o no ser su hijo. El sujeto tenía pantalones de bermuda de colores, una playera negra con un estampado de algo que parecía ser un tigre en pleno salto y calzaba sandalias de cuero nuevas. Su cuerpo había embarnecido en ese tiempo, era algo más robusto que el muchacho que tiempo antes había salido de su casa. Tenía el pelo de raya en medio, los mechones le caían hasta las mejillas y, al menos ese día, ningún peine había pasado por él. Carlos había abierto la puerta de un solo movimiento seguro de quién se trataba, pero el impacto de la visión fue para ambos. Su padre estaba igual que siempre. La misma cara, el mismo gesto frío, su forma de vestir, hasta los mismos colores de pantalón, camisa y chamarra, todo. Daniel Franco era una estatua que no cambiaba a pesar del tiempo.
Se miraron primero con curiosidad, como dos extraños que se examinan, pero sin hostilidad, tampoco con confianza. Si el detective se sentía cohibido, lo ocultaba muy bien. Al fin Carlos habló:
- Me dijo mi mamá que necesitas ayuda.
- Así es, necesito enviar un correo electrónico, es todo, espero no interrumpir.
- No, pasa.
Aunque quiso hacerlo discretamente, Daniel Franco no pudo evitar hacer una rápida inspección al lugar. En la sala había un mueble con una televisión de LCD de regular tamaño y entrepaños alrededor con muy pocas cosas: en uno un pequeño auto a escala, en otro un marco con una fotografía, otro más tenía algo que a la distancia parecía un iPod. El resto estaban vacíos. Frente al mueble, una mesita de centro con un videojuego vertical color blanco, dos controles, una bolsa de palomitas vacía, una bolsa grande de papas fritas a la mitad igual que una botella de coca cola. En el piso de duela, junto a una pata de la mesa, había una botella de cerveza vacía. A su vez, frente a la mesa estaba un sofá sobre el cual había conectores de computadora, cables en maraña y una caja metálica que también parecía ser equipo de cómputo y en perpendicular a éste, un love seat. Frente a la sala podía verse la entrada a la cocina y muebles integrales en su interior. Hacia el fondo, entre la sala y la cocina, se extendía un pasillo que llevaba a tres puertas, seguramente el baño y dos recámaras, supuso el detective. El lugar parecía entonces más pequeño de lo que los departamentos aparentaban desde la fachada, aunque era difícil saberlo. Volteó a ver a su hijo y notó que éste miraba serio dándose cuenta de que su padre escrutaba el lugar. Le esquivo la mirada para devolverla a algún punto indefinido de la sala.
- ¿Exactamente qué necesitas? –Preguntó Carlos muy serio-
- Necesito enviar un mensaje a esta dirección –respondió Daniel Franco extendiéndole el papel que había recibido de la vecina de Julieta Díaz y procurando no parecer apenado-
- De acuerdo ¿Tienes tu dirección de correo?
- ¿Mi dirección? ¿cuál dirección?
- Sí, si lo vamos a mandar desde tu dirección de correo ¿O desde cuál? ¿Cómo le haces para mandar correos electrónicos? ¿O nunca has usado un correo electrónico?
Daniel Franco se llevó la mano al bolsillo de su camisa y sacó su tarjeta de presentación. En efecto, tenía su correo electrónico, entre otros datos.
- ¿Te refieres a esta dirección?
Carlos recibió la tarjeta, la miró rápidamente y respondió:
- Exacto, ésta, dfranco@baskervilleyasociados.com.mx. Yo ahorita configuro mi cliente de correo con tu dirección, envías tu mensaje y luego ya que te respondan, me imagino que lo leerás en la computadora de tu oficina.
Daniel Franco lo escuchó atento, pero no respondió enseguida. No había pensado en la respuesta.
- ¿No es posible recibir la respuesta aquí?
- ¿Con tu correo? Es un dominio privado. ¿Te sabes los parámetros para configurar el buzón de entrada?
- No sé de qué me estás hablando Carlos –respondió seriamente el detective diciendo el nombre de su hijo por primera vez, luego añadió sin ninguna inflexión en la voz-. Precisamente por eso necesito ayuda.
- Bueno, alguien de tu oficina del área técnica puede darte esos datos, si quieres les llamamos y yo les digo exactamente qué necesito y así es posible enviar y recibir con tu dirección desde mi computadora.
- No hay nadie disponible que nos ayude, discúlpame.
- Mmmhh, ya veo Daniel. Supongo que tampoco tienes ningún correo web, como Hotmail, Yahoo o Gmail ¿verdad?
- Supongo que no –respondió incómodo al oír cómo Carlos lo llamaba por su nombre-
- Entonces lo mando desde mi correo ¿pero cómo le hacemos con la respuesta?
- Supongo que tendrás que llamarme cuando la recibas, al rato, mañana, cuando ocurra –dijo el detective levantando los hombros, sin conseguir ocultar cierta contrariedad-.
- Está bien, te llamo cuando la tenga. Pasa por aquí.
- Espera, al respecto tengo que advertirte sobre la confidencialidad de la información…
Entonces el detective se vio sorprendido por la interrupción a sus palabras por parte de Carlos, que dijo en tono exasperado:
- Ya sé, ya sé, ni me lo digas, sé exactamente para dónde vas. No te preocupes, no me interesa el tema.
Por un instante se hizo un molesto silencio para ambos. Daniel Franco lo miro serio, pero concluyó que era el tipo de actitudes que tenía que soportar si recibía ayuda de Carlos. Decidió entonces tragarse el pequeño desaguisado.
- De acuerdo, gracias.
- Descuida –respondió Carlos suavizando el tono-.
Daniel siguió a su hijo por el pasillo, éste abrió la primera puerta de la izquierda y entró al cuarto. Era obvio que se trataba de la habitación donde trabajaba. Tenía un escritorio esquinero que abarcaba la mayor parte del muro de la izquierda y del de enfrente a la puerta. En una sección del mismo había varios libros apilados, los de arriba abiertos y otros con páginas marcadas con papeles, todos se referían a temas de programación. Del otro lado, hacia la pared del fondo, había dos pantallas de computadora y dos teclados contiguos con sus respectivos ratones. Arriba de las pantallas, un entrepaño que sostenía un escáner, una impresora, un módem y un concentrador, entre lo más visible. De todos los accesorios salían cables que iban hacia atrás del entrepaño y bajaban perdiéndose atrás de los monitores. Abajo del escritorio podía verse una cajonera y el espacio donde se alojaban, también contiguos, dos computadoras verticales, una inusualmente más ancha que una computadora común, según la poca experiencia en el tema de Daniel Franco. Frente al escritorio había un sillón de piel con diseño ergonómico. El detective supo enseguida que su hijo pasaba muchas horas sentado en ese lugar.
Por las luces de los leds, que se veían aquí y allá en distintos aparatos, todo parecía permanentemente prendido; a Carlos le bastó mover un ratón para que uno de los dos monitores encendiera, aumentando el volumen del ligero rumor que provocaban los enfriadores de los equipos. El detective también notó que en una esquina del techo había un ventilador de cierto tamaño que funcionaba a baja velocidad. Comprendió entonces porqué su hijo vestía así. La temperatura del cuarto era mayor a la que había fuera de él.
En la pared de la derecha había una ventana al centro con persianas cerradas. Era probable que, por seguridad, ésta no se abriera con frecuencia, pensó el detective. Junto a la ventana, incluso cubriéndola ligeramente, había un librero atiborrado de libros en completo desorden. En el entrepaño superior, libros grandes se hallaban apilados unos sobre otros, puestos con la intención de que cupieran, sin importar si podía verse sus títulos o no. En el siguiente, una fila de libros bien acomodados daba cuenta de una colección específica de temas. En el tercer entrepaño, de nueva cuenta, un desorden total. A primera vista podría pensarse que todos eran de informática, pero Daniel Franco detectó rápidamente algunos títulos cuyos lomos le fueron familiares. El color azul y letras blancas, característico de Ediciones B, le dio el dato al detective de que su hijo también tenía gusto por la literatura. Dio un paso hacía ellos como si un imán lo hubiera jalado. También había libros de Alfaguara, Planeta, Anagrama, Fondo de Cultura Económica, Porrúa, Grijalbo, Plaza & Janés y otras editoriales. Sin pensarlo, el detective comenzó a levantar una mano para tomar algo llamado “El hombre duplicado” de José Saramago “¿será un thriller?”, se preguntó en silencio, pero la voz de su hijo lo sacó de su abstracción, interrumpiendo el movimiento.
- ¿Qué escribo? –Dijo Carlos con los dedos en su teclado; en la pantalla, el formulario para escribir correos de Gmail estaba listo, incluso la dirección de Julieta también ya estaba ahí-
- Te dicto.
Julieta Díaz:
Soy el detective Daniel Franco, sé lo que ocurrió con Ethan Campbell. Deseo ayudarla para que no tenga problemas en lo futuro, por lo que le ruego nos diga qué ocurre con el disco y si tiene usted algún mensaje para el contacto de Ethan Campbell. Haré lo que esté de mi parte para que no corra riesgos. Deseo convencerla de que estoy de su lado.
Espero su respuesta.
- ¿Es todo? –preguntó Carlos.
- Sí, es todo.
- ¿Qué título le pongo?
- ¿Título?
- Sí, los correos electrónicos hay que ponerles un título.
- Oh, sí, escribe “Sobre Ethan Campbell”, “Ethan” es con te hache, así, nada más.
Un mensaje así de críptico era una verdadera golosina para la curiosidad de cualquier persona. A Carlos le pareció que hubiera sido increíblemente interesante que su papá le contara de qué se trataba, pero sabía de antemano que era inútil preguntar, por lo que tendría que satisfacer su súbito morbo conociendo este mensaje y, si acaso, la respuesta. De cualquier modo, activó la opción para guardar una copia en la carpeta de correos enviados, así tendría oportunidad de releer el mensaje después y pensar con calma qué implicaba. Difícilmente podría notarlo su padre, dado el poco conocimiento que mostraba por el tema. Para sus adentros, Carlos no pudo evitar cierta sensación de pérdida. ¿Cuántas historias magníficas se habían perdido tras el ceño adusto de su padre? Después de todo, tener un padre detective había sido la delicia de su infancia, el motor de su imaginación, el tema clave de los juegos con sus amigos y él como protagonista. Y ahora, por primera vez, le daba una pequeña probada de un caso, de una investigación en curso, un suceso que tenía que resolverse por un detective como lo era él y la dosis era suficiente para causarle adicción, un deseo repentino e intenso por saber de qué se trataba, quiénes eran las personas mencionadas y a qué disco se refería. Cuando Carlos soltó el ratón después de enviar el mensaje, sintió un pequeño temblor de ansiedad en la mano, una sed creciente por que le contara una historia, la historia de ese correo.
- Bueno, eso es todo –dijo Carlos lentamente, mientras lamentaba que todo hubiera transcurrido tan rápido. No llevaba ni cinco minutos con él y ya reconocía claramente su deseo porque se quedara.
- Así es, cuando haya noticias me llamas.
- No tengo tu número de celular –Respondió Carlos-
- Está en la tarjeta que te di.
- Es cierto –respondió mirándola de nuevo-.
Instintivamente, Daniel Franco sacó su teléfono celular, lo miró e hizo un gesto de contrariedad.
- ¿Qué ocurre?
- Parece que se le ha acabado la pila –Daniel Franco recordó que era todo un ritual llegar a su privado en la agencia todas las mañanas y, como una de las primeras acciones, revisar si su celular tenía carga suficiente y, en su caso, conectarlo a la corriente eléctrica, cosa que no había ocurrido ese día-.
- Déjame verlo –dijo Carlos extendiéndole la mano-. Es un Nokia. Creo que tengo un cargador que le sirve. ¿Te lo quieres llevar?
- No, necesito hacer una llamada ahora y para eso tendría que cargarlo al menos unos minutos, hacer la llamada me serviría más. ¿Puedo?
Por un segundo, Carlos tuvo el deseo de que su padre pensara lo mismo que él, que todo había transcurrido muy rápido y que buscaba un pretexto para prolongar su estancia un poco más, así fuera unos minutos y si fuera haciéndolo hablar, mejor. Si eso era cierto, había que facilitarle las cosas.
- Lo cargamos unos minutos de todos modos, para llamar aquí está el teléfono –dijo Carlos mostrando su teléfono residencial, en un rincón del mismo escritorio-.
- De acuerdo, gracias –respondió Daniel Franco mientras su hijo sacaba de un cajón un cargador de celular y lo conectaba al teléfono y luego a la corriente eléctrica.
Daniel Franco hizo su llamada sin pensar que Carlos iba a escucharlo. En realidad, estaba más concentrado en lo que iba a decir.
Míster William, habla Daniel, ya tengo información sobre nuestro caso. No, Ethan Campbell no vendrá. No míster William, ya no es un problema de localización…gracias señor, pero aún no concluye el caso, puedo dar un informe amplio acerca de él ahora mismo, sólo que hay un problema con la oficina… ¿En su casa? Sí señor no tengo objeción, por supuesto, en su casa,… de acuerdo. ¿Quiere que le llame al señor Kuzmanovski para citarlo? Usted lo… De acuerdo míster William. Sí, ése es el tiempo que él tardaría en llegar desde donde viene. En un rato entonces nos vemos por allá Míster William. Hasta entonces.
Daniel colgó el teléfono y se quedó inmóvil unos segundos mientras Carlos lo miraba. Parecía procesar la información de algún modo. A su hijo le pareció que, después de todo, era un espécimen raro, digno de observación. Cuando el detective al fin reaccionó dijo.
- No te preocupes ya por cargar el teléfono, me ocupo luego de él, gracias Carlos.
Entonces Daniel Franco notó que cada vez que llamaba a su hijo por su nombre, éste le respondía diciendo el suyo, como si quisiera llamar la atención de algún modo.
- De nada. Tu teléfono tiene aún algo de carga, yo creo que sí te dura todavía un buen rato Daniel.
Pero, otra vez, pensó que ése era también un detalle menor por el que no iba a hacer ningún comentario innecesario. Incluso se podría decir que el encuentro había sido más fácil de lo que imaginaba. Sin discusiones, sin reproches, sin pedir porqués, era por tanto un tema menos del cual preocuparse. Al menos por lo pronto. Se dirigió a la salida con Carlos tras él, abrió la puerta y volteó a ver a su hijo para despedirse.
- Bueno, gracias, espero tu llamada con la respuesta, por favor.
- Descuida, te llamo tan pronto llegue. Créeme, me enteraré enseguida que ocurra, paso muchas horas del día frente a la pantalla.
Carlos le extendió la mano y Daniel le recibió el saludo, luego, sin pensarlo, con la otra mano le sujetó el antebrazo a su hijo y apretó suavemente. Sin soltarse, Carlos preguntó:
- ¿Cómo dijiste al teléfono? ¿Kuzmanovski? ¿De casualidad no es Víctor Kuzmanovski?
Al detective no hizo nada por ocultar su asombro.
- ¿Lo conoces?
- ¿Es un tipo grandotote que no habla ni madres de inglés y menos de español? Lo vi una vez en una conferencia sobre Microsoft en una exhibición de Linux en Estados Unidos. Personalmente no lo conozco, claro.
- ¿Qué puedes decirme sobre él Carlos? –Inquirió el detective sin ocultar tampoco su entusiasmo.
- Uh, muchas cosas Daniel. ¿Quieres oírlas?
- Claro, puede serme útil.
- Pasa ¿Ya comiste? Porque yo no.
La Contraseña XIV
Por si te perdiste las partes anteriores:
La Contraseña I
La Contraseña II
La Contraseña III
La Contraseña IV
La Contraseña V
La Contraseña VI
La Contraseña VII
La Contraseña VIII
La Contraseña IX
La Contraseña X
La Contraseña XI
La Contraseña XII
V
El Aliado
El Aliado
Primera parte
Frente a la puerta del departamento, Daniel Franco sintió un vacío en el estómago. Era la segunda vez que tocaba una puerta incierta en ese día extraño y en ese momento su lucha se concentraba en controlar sus emociones, que resultaban contradictorias. Los lugares eran muy distintos, por supuesto. El edificio de Julieta Díaz era de modestos departamentos, tal vez de interés social. El de su hijo, en cambio, sin ser de lujo, era un edificio reciente en una zona mucho mejor, más amplio y con más diseño, una distribución distinta. Por fuera, el edificio era color blanco con broqueles sobre cada ventana y cada departamento tenía un balcón a la calle con grandes puertas corredizas de cristal. En muchos de esos balcones había macetas con plantas colgantes que adornaban el conjunto. En la parte inferior había cajones de estacionamiento protegidos con reja, la mayoría ocupados con autos recientes. No sabía si Carlos era propietario o pagaba renta, pero era obvio que vivir ahí resultaba mucho más caro. Sabía por supuesto que su esposa había colaborado con la salida de Carlos, aunque ignoraba si ella aún lo apoyaba económicamente o se valía por sí solo. En temas de dinero, él y Estela se manejaban con independencia.
La puerta al edificio también era de cristal, pero se encontraba cerrada y el detective tuvo que tocar el timbre del departamento para poder entrar. Pensó que su hijo le hablaría por el interfono , en lugar de eso escuchó el timbre del electroimán que liberaba la cerradura y abría la puerta. Subió al tercer piso, “también un tercer piso”, pensó el detective, pero esta vez usando el elevador, que compartió con una mujer de abrigo y zapatillas altas que llevaba una bolsa rosa de Liverpool.
Ya en el piso, cuando al fin tocó el nuevo timbre, le abrió la puerta un ser extraño que podría o no ser su hijo. El sujeto tenía pantalones de bermuda de colores, una playera negra con un estampado de algo que parecía ser un tigre en pleno salto y calzaba sandalias de cuero nuevas. Su cuerpo había embarnecido en ese tiempo, era algo más robusto que el muchacho que tiempo antes había salido de su casa. Tenía el pelo de raya en medio, los mechones le caían hasta las mejillas y, al menos ese día, ningún peine había pasado por él. Carlos había abierto la puerta de un solo movimiento seguro de quién se trataba, pero el impacto de la visión fue para ambos. Su padre estaba igual que siempre. La misma cara, el mismo gesto frío, su forma de vestir, hasta los mismos colores de pantalón, camisa y chamarra, todo. Daniel Franco era una estatua que no cambiaba a pesar del tiempo.
Se miraron primero con curiosidad, como dos extraños que se examinan, pero sin hostilidad, tampoco con confianza. Si el detective se sentía cohibido, lo ocultaba muy bien. Al fin Carlos habló:
- Me dijo mi mamá que necesitas ayuda.
- Así es, necesito enviar un correo electrónico, es todo, espero no interrumpir.
- No, pasa.
Aunque quiso hacerlo discretamente, Daniel Franco no pudo evitar hacer una rápida inspección al lugar. En la sala había un mueble con una televisión de LCD de regular tamaño y entrepaños alrededor con muy pocas cosas: en uno un pequeño auto a escala, en otro un marco con una fotografía, otro más tenía algo que a la distancia parecía un iPod. El resto estaban vacíos. Frente al mueble, una mesita de centro con un videojuego vertical color blanco, dos controles, una bolsa de palomitas vacía, una bolsa grande de papas fritas a la mitad igual que una botella de coca cola. En el piso de duela, junto a una pata de la mesa, había una botella de cerveza vacía. A su vez, frente a la mesa estaba un sofá sobre el cual había conectores de computadora, cables en maraña y una caja metálica que también parecía ser equipo de cómputo y en perpendicular a éste, un love seat. Frente a la sala podía verse la entrada a la cocina y muebles integrales en su interior. Hacia el fondo, entre la sala y la cocina, se extendía un pasillo que llevaba a tres puertas, seguramente el baño y dos recámaras, supuso el detective. El lugar parecía entonces más pequeño de lo que los departamentos aparentaban desde la fachada, aunque era difícil saberlo. Volteó a ver a su hijo y notó que éste miraba serio dándose cuenta de que su padre escrutaba el lugar. Le esquivo la mirada para devolverla a algún punto indefinido de la sala.
- ¿Exactamente qué necesitas? –Preguntó Carlos muy serio-
- Necesito enviar un mensaje a esta dirección –respondió Daniel Franco extendiéndole el papel que había recibido de la vecina de Julieta Díaz y procurando no parecer apenado-
- De acuerdo ¿Tienes tu dirección de correo?
- ¿Mi dirección? ¿cuál dirección?
- Sí, si lo vamos a mandar desde tu dirección de correo ¿O desde cuál? ¿Cómo le haces para mandar correos electrónicos? ¿O nunca has usado un correo electrónico?
Daniel Franco se llevó la mano al bolsillo de su camisa y sacó su tarjeta de presentación. En efecto, tenía su correo electrónico, entre otros datos.
- ¿Te refieres a esta dirección?
Carlos recibió la tarjeta, la miró rápidamente y respondió:
- Exacto, ésta, dfranco@baskervilleyasociados.com.mx. Yo ahorita configuro mi cliente de correo con tu dirección, envías tu mensaje y luego ya que te respondan, me imagino que lo leerás en la computadora de tu oficina.
Daniel Franco lo escuchó atento, pero no respondió enseguida. No había pensado en la respuesta.
- ¿No es posible recibir la respuesta aquí?
- ¿Con tu correo? Es un dominio privado. ¿Te sabes los parámetros para configurar el buzón de entrada?
- No sé de qué me estás hablando Carlos –respondió seriamente el detective diciendo el nombre de su hijo por primera vez, luego añadió sin ninguna inflexión en la voz-. Precisamente por eso necesito ayuda.
- Bueno, alguien de tu oficina del área técnica puede darte esos datos, si quieres les llamamos y yo les digo exactamente qué necesito y así es posible enviar y recibir con tu dirección desde mi computadora.
- No hay nadie disponible que nos ayude, discúlpame.
- Mmmhh, ya veo Daniel. Supongo que tampoco tienes ningún correo web, como Hotmail, Yahoo o Gmail ¿verdad?
- Supongo que no –respondió incómodo al oír cómo Carlos lo llamaba por su nombre-
- Entonces lo mando desde mi correo ¿pero cómo le hacemos con la respuesta?
- Supongo que tendrás que llamarme cuando la recibas, al rato, mañana, cuando ocurra –dijo el detective levantando los hombros, sin conseguir ocultar cierta contrariedad-.
- Está bien, te llamo cuando la tenga. Pasa por aquí.
- Espera, al respecto tengo que advertirte sobre la confidencialidad de la información…
Entonces el detective se vio sorprendido por la interrupción a sus palabras por parte de Carlos, que dijo en tono exasperado:
- Ya sé, ya sé, ni me lo digas, sé exactamente para dónde vas. No te preocupes, no me interesa el tema.
Por un instante se hizo un molesto silencio para ambos. Daniel Franco lo miro serio, pero concluyó que era el tipo de actitudes que tenía que soportar si recibía ayuda de Carlos. Decidió entonces tragarse el pequeño desaguisado.
- De acuerdo, gracias.
- Descuida –respondió Carlos suavizando el tono-.
Daniel siguió a su hijo por el pasillo, éste abrió la primera puerta de la izquierda y entró al cuarto. Era obvio que se trataba de la habitación donde trabajaba. Tenía un escritorio esquinero que abarcaba la mayor parte del muro de la izquierda y del de enfrente a la puerta. En una sección del mismo había varios libros apilados, los de arriba abiertos y otros con páginas marcadas con papeles, todos se referían a temas de programación. Del otro lado, hacia la pared del fondo, había dos pantallas de computadora y dos teclados contiguos con sus respectivos ratones. Arriba de las pantallas, un entrepaño que sostenía un escáner, una impresora, un módem y un concentrador, entre lo más visible. De todos los accesorios salían cables que iban hacia atrás del entrepaño y bajaban perdiéndose atrás de los monitores. Abajo del escritorio podía verse una cajonera y el espacio donde se alojaban, también contiguos, dos computadoras verticales, una inusualmente más ancha que una computadora común, según la poca experiencia en el tema de Daniel Franco. Frente al escritorio había un sillón de piel con diseño ergonómico. El detective supo enseguida que su hijo pasaba muchas horas sentado en ese lugar.
Por las luces de los leds, que se veían aquí y allá en distintos aparatos, todo parecía permanentemente prendido; a Carlos le bastó mover un ratón para que uno de los dos monitores encendiera, aumentando el volumen del ligero rumor que provocaban los enfriadores de los equipos. El detective también notó que en una esquina del techo había un ventilador de cierto tamaño que funcionaba a baja velocidad. Comprendió entonces porqué su hijo vestía así. La temperatura del cuarto era mayor a la que había fuera de él.
En la pared de la derecha había una ventana al centro con persianas cerradas. Era probable que, por seguridad, ésta no se abriera con frecuencia, pensó el detective. Junto a la ventana, incluso cubriéndola ligeramente, había un librero atiborrado de libros en completo desorden. En el entrepaño superior, libros grandes se hallaban apilados unos sobre otros, puestos con la intención de que cupieran, sin importar si podía verse sus títulos o no. En el siguiente, una fila de libros bien acomodados daba cuenta de una colección específica de temas. En el tercer entrepaño, de nueva cuenta, un desorden total. A primera vista podría pensarse que todos eran de informática, pero Daniel Franco detectó rápidamente algunos títulos cuyos lomos le fueron familiares. El color azul y letras blancas, característico de Ediciones B, le dio el dato al detective de que su hijo también tenía gusto por la literatura. Dio un paso hacía ellos como si un imán lo hubiera jalado. También había libros de Alfaguara, Planeta, Anagrama, Fondo de Cultura Económica, Porrúa, Grijalbo, Plaza & Janés y otras editoriales. Sin pensarlo, el detective comenzó a levantar una mano para tomar algo llamado “El hombre duplicado” de José Saramago “¿será un thriller?”, se preguntó en silencio, pero la voz de su hijo lo sacó de su abstracción, interrumpiendo el movimiento.
- ¿Qué escribo? –Dijo Carlos con los dedos en su teclado; en la pantalla, el formulario para escribir correos de Gmail estaba listo, incluso la dirección de Julieta también ya estaba ahí-
- Te dicto.
Julieta Díaz:
Soy el detective Daniel Franco, sé lo que ocurrió con Ethan Campbell. Deseo ayudarla para que no tenga problemas en lo futuro, por lo que le ruego nos diga qué ocurre con el disco y si tiene usted algún mensaje para el contacto de Ethan Campbell. Haré lo que esté de mi parte para que no corra riesgos. Deseo convencerla de que estoy de su lado.
Espero su respuesta.
- ¿Es todo? –preguntó Carlos.
- Sí, es todo.
- ¿Qué título le pongo?
- ¿Título?
- Sí, los correos electrónicos hay que ponerles un título.
- Oh, sí, escribe “Sobre Ethan Campbell”, “Ethan” es con te hache, así, nada más.
Un mensaje así de críptico era una verdadera golosina para la curiosidad de cualquier persona. A Carlos le pareció que hubiera sido increíblemente interesante que su papá le contara de qué se trataba, pero sabía de antemano que era inútil preguntar, por lo que tendría que satisfacer su súbito morbo conociendo este mensaje y, si acaso, la respuesta. De cualquier modo, activó la opción para guardar una copia en la carpeta de correos enviados, así tendría oportunidad de releer el mensaje después y pensar con calma qué implicaba. Difícilmente podría notarlo su padre, dado el poco conocimiento que mostraba por el tema. Para sus adentros, Carlos no pudo evitar cierta sensación de pérdida. ¿Cuántas historias magníficas se habían perdido tras el ceño adusto de su padre? Después de todo, tener un padre detective había sido la delicia de su infancia, el motor de su imaginación, el tema clave de los juegos con sus amigos y él como protagonista. Y ahora, por primera vez, le daba una pequeña probada de un caso, de una investigación en curso, un suceso que tenía que resolverse por un detective como lo era él y la dosis era suficiente para causarle adicción, un deseo repentino e intenso por saber de qué se trataba, quiénes eran las personas mencionadas y a qué disco se refería. Cuando Carlos soltó el ratón después de enviar el mensaje, sintió un pequeño temblor de ansiedad en la mano, una sed creciente por que le contara una historia, la historia de ese correo.
- Bueno, eso es todo –dijo Carlos lentamente, mientras lamentaba que todo hubiera transcurrido tan rápido. No llevaba ni cinco minutos con él y ya reconocía claramente su deseo porque se quedara.
- Así es, cuando haya noticias me llamas.
- No tengo tu número de celular –Respondió Carlos-
- Está en la tarjeta que te di.
- Es cierto –respondió mirándola de nuevo-.
Instintivamente, Daniel Franco sacó su teléfono celular, lo miró e hizo un gesto de contrariedad.
- ¿Qué ocurre?
- Parece que se le ha acabado la pila –Daniel Franco recordó que era todo un ritual llegar a su privado en la agencia todas las mañanas y, como una de las primeras acciones, revisar si su celular tenía carga suficiente y, en su caso, conectarlo a la corriente eléctrica, cosa que no había ocurrido ese día-.
- Déjame verlo –dijo Carlos extendiéndole la mano-. Es un Nokia. Creo que tengo un cargador que le sirve. ¿Te lo quieres llevar?
- No, necesito hacer una llamada ahora y para eso tendría que cargarlo al menos unos minutos, hacer la llamada me serviría más. ¿Puedo?
Por un segundo, Carlos tuvo el deseo de que su padre pensara lo mismo que él, que todo había transcurrido muy rápido y que buscaba un pretexto para prolongar su estancia un poco más, así fuera unos minutos y si fuera haciéndolo hablar, mejor. Si eso era cierto, había que facilitarle las cosas.
- Lo cargamos unos minutos de todos modos, para llamar aquí está el teléfono –dijo Carlos mostrando su teléfono residencial, en un rincón del mismo escritorio-.
- De acuerdo, gracias –respondió Daniel Franco mientras su hijo sacaba de un cajón un cargador de celular y lo conectaba al teléfono y luego a la corriente eléctrica.
Daniel Franco hizo su llamada sin pensar que Carlos iba a escucharlo. En realidad, estaba más concentrado en lo que iba a decir.
Míster William, habla Daniel, ya tengo información sobre nuestro caso. No, Ethan Campbell no vendrá. No míster William, ya no es un problema de localización…gracias señor, pero aún no concluye el caso, puedo dar un informe amplio acerca de él ahora mismo, sólo que hay un problema con la oficina… ¿En su casa? Sí señor no tengo objeción, por supuesto, en su casa,… de acuerdo. ¿Quiere que le llame al señor Kuzmanovski para citarlo? Usted lo… De acuerdo míster William. Sí, ése es el tiempo que él tardaría en llegar desde donde viene. En un rato entonces nos vemos por allá Míster William. Hasta entonces.
Daniel colgó el teléfono y se quedó inmóvil unos segundos mientras Carlos lo miraba. Parecía procesar la información de algún modo. A su hijo le pareció que, después de todo, era un espécimen raro, digno de observación. Cuando el detective al fin reaccionó dijo.
- No te preocupes ya por cargar el teléfono, me ocupo luego de él, gracias Carlos.
Entonces Daniel Franco notó que cada vez que llamaba a su hijo por su nombre, éste le respondía diciendo el suyo, como si quisiera llamar la atención de algún modo.
- De nada. Tu teléfono tiene aún algo de carga, yo creo que sí te dura todavía un buen rato Daniel.
Pero, otra vez, pensó que ése era también un detalle menor por el que no iba a hacer ningún comentario innecesario. Incluso se podría decir que el encuentro había sido más fácil de lo que imaginaba. Sin discusiones, sin reproches, sin pedir porqués, era por tanto un tema menos del cual preocuparse. Al menos por lo pronto. Se dirigió a la salida con Carlos tras él, abrió la puerta y volteó a ver a su hijo para despedirse.
- Bueno, gracias, espero tu llamada con la respuesta, por favor.
- Descuida, te llamo tan pronto llegue. Créeme, me enteraré enseguida que ocurra, paso muchas horas del día frente a la pantalla.
Carlos le extendió la mano y Daniel le recibió el saludo, luego, sin pensarlo, con la otra mano le sujetó el antebrazo a su hijo y apretó suavemente. Sin soltarse, Carlos preguntó:
- ¿Cómo dijiste al teléfono? ¿Kuzmanovski? ¿De casualidad no es Víctor Kuzmanovski?
Al detective no hizo nada por ocultar su asombro.
- ¿Lo conoces?
- ¿Es un tipo grandotote que no habla ni madres de inglés y menos de español? Lo vi una vez en una conferencia sobre Microsoft en una exhibición de Linux en Estados Unidos. Personalmente no lo conozco, claro.
- ¿Qué puedes decirme sobre él Carlos? –Inquirió el detective sin ocultar tampoco su entusiasmo.
- Uh, muchas cosas Daniel. ¿Quieres oírlas?
- Claro, puede serme útil.
- Pasa ¿Ya comiste? Porque yo no.
La Contraseña XIV
viernes, 3 de diciembre de 2010
La Contraseña XII
[Por Cosmos02]
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IV
Cuarta Parte
El teletrabajo tiene sus ventajas y desventajas y dadas éstas últimas, no es posible asignarle a un empleado el privilegio de realizar sus labores desde su domicilio de buenas a primeras. Digamos que llegar al teletrabajo es el premio de subir de nivel. En mi caso, tuve que ir cubriendo paulatinamente varios requisitos. Para ello, fue necesario conocer en detalle la dinámica de la empresa y todos sus procedimientos. Como se trata de una compañía que vende servicios informáticos corporativos de muy diverso tipo, desde desarrollo de aplicaciones cliente-servidor, hasta hospedaje de páginas web, pasando por procesos de administración y análisis de bases de datos y capacitación al personal de los clientes, yo podía llegar a especializarme en algún área, pero debía conocerlas todas. Eso me llevó al menos los dos primeros años de mi nuevo empleo. Luego tenía que demostrar iniciativa propia, disciplina y un alto nivel de autoestima para conseguir los objetivos de los distintos proyectos sin necesidad de que alguien estuviera acicateándome permanentemente. También fue necesario mostrar constancia en el largo plazo, autocontrol para una eficiente administración del tiempo, capacidad de análisis para resolver problemas de primera mano sin esperar decisiones superiores y, sobre todo, un enorme compromiso con la empresa para mantener comunicación fluida con ellos sin ir personalmente.
Según los exámenes psicológicos a los que me sometieron, fui de los primeros candidatos para el nuevo proyecto de teletrabajo de la empresa y en lo que a mí respecta, las cosas salieron muy bien: voy una vez cada quince días a la oficina para reuniones de evaluación, a veces menos. En mi casa cumplo con mi trabajo en pocas horas al día, empezando siempre temprano, nunca me atraso en mis proyectos y mis jefes están felices. Dejé de sufrir el tráfico nuestro de cada día, me alimento sanamente en mi propio departamento, lo que también me permite gastar menos en comida, puedo dedicarle tiempo a mis aficiones con mucha flexibilidad, como ir al cine o tocar la guitarra y hasta decidir si me baño o no cada mañana. A la larga, algunas reglas se relajan. El teletrabajo no me obliga a cuidar tanto mi presentación. Yo no tengo videoconferencias con los clientes. Y aun cuando las hubiera, puedo ponerme sólo una camisa limpia, lo demás no importa, de la cintura para abajo puedo estar en calzones, aunque durante la videoconferencia hay que evitar levantarse. Por eso mi última corbata debe estar pudriéndose en el fondo de algún cajón del ropero.
En contrapartida, soy yo quien tiene que pagar por todo el equipo que uso. Finalmente las dos computadoras que tengo en el estudio son mías, igual que mi notebook, así como diversos accesorios para conectarme, almacenar información, etcétera. Cada año dedico cierta parte de mis ingresos a comprar equipo, por una causa u otra. Tampoco me pagan la conexión de banda ancha de Internet, pero eso sí, me piden que sea la más rápida disponible en el mercado. Pero no me quejo, me gusta despertar en mi cueva y trabajar ahí mismo. Por eso me gusta también vivir en la colonia Roma. Todo lo que necesito está a la mano. Una cuadra al sur está la tintorería, dos al este servicio médico, una cuadra más por ahí mismo, un local que vende comida para llevar. Todo parece acomodado alrededor de mí: cafés, teatros, antros, bares, librerías, parques, cines y un largo etcétera que me gusta mucho. Por eso ni auto tengo.
Ese día había sido particularmente provechoso en mis actividades. Todos mis pendientes estaban resueltos antes del mediodía, después le dediqué un buen rato a divertirme con mi consola de video juegos conquistando planetas plagados de monstruos, vi si había alguna novedad con mis amigos en mi Facebook y luego me disponía a añadir un post en mi blog personal antes de comer, pero para eso recorría primero mis blogs favoritos. Hay una docena de blogs a los que soy asiduo, pero no me gusta añadir ningún tema al mío si alguno lo está tratando simultáneamente. Aunque, en realidad, muchos los usan para ir narrando sus experiencias cotidianas, yo prefiero tener mi blog para discutir la vida nacional e internacional, para criticar, sentir que expongo mi punto de vista ante las cosas y que hay quién las lee. Hay un grupo de amigos blogueros que me sigue y yo les correspondo, leyéndolos también. Precisamente estaba muy divertido con “El tianguis bloguero” cuando sonó mi teléfono celular, era mi madre.
- Carlos, hijo ¿cómo estás? ¿Todo bien?
- Bien mamá ¿y tú? ¿también estás bien?
- Si Carlos, te hablo para pedirte un favor enorme de los que no te puedes negar.
- Claro má, tú dime ¿qué necesitas?
- Que ayudes a tu padre a enviar un correo electrónico.
- ¿Qué? ¿A quién? ¿A él? ¿A qué?
- Que lo ayudes a enviar un correo electrónico, como escuchaste. Dice que se descompusieron las computadoras en su oficina, o algo por el estilo, y necesita enviar un correo. Él no puede solo y quiere que sea además con alguien de confianza y para mí ése de confianza eres tú.
- ¿Por qué no lo ayuda alguna de mis hermanas?
- Por la premura de tiempo, pero también, hijo, no te hagas, porque quiero que lo ayudes tú, te dije que esto ocurriría un día.
- Está bien, está bien… ¿Dónde lo veo?
- Lo voy a mandar a tu departamento, por supuesto.
- ¿Va a venir aquí?
- Sí, está en su oficina, creo, por lo que en unos diez o quince minutos llegaría contigo. Si estás de acuerdo, claro.
- Pues sí, lo ayudo. ¿Ya se va a disculpar conmigo? Digo, si viene a pedirme ayuda, es lo mínimo ¿No? –dije sin poder evitar el tono de sarcasmo.
- Carlos, seamos maduros ¿de acuerdo? Si él llega, te pide que le eches un correo, lo auxilias, se despiden y ya, será para mí todo un éxito. No necesitas decirle nada, con que acepte ir contigo será signo de reconciliación y no me pongas ahorita a decir quién se disculpa con quién, por favor. Haz sólo eso, por tu madre ¿de acuerdo?
- Sí mamá, no te preocupes –dije condescendiente-
- Gracias, confírmame tu dirección, para dársela ahora mismo.
Le di la información y colgamos. No estaba seguro si alegrarme. Era, más bien, una sensación extraña, tal vez confusa. Él iba a venir. Ya tenía un buen rato que no lo veía, ni siquiera cuando visitaba a mi mamá. ¿Qué tanto había envejecido en estos últimos años? ¿Cuántos años llevábamos así? ¿Tres? ¿Cuatro? No sabía si tenía sentido hacer memoria. Incluso hasta pudiera ser un ejercicio arriesgado. Implicaba recordar cuando me dejó Norma, cuando forcejeamos él y yo, puros recuerdos ingratos y entregarme a ellos sólo me pondría de malas. Si algo no ejercito, desde que vivo aquí, es la rememoración de las cosas, menos de las desagradables. Prefiero el día a día de la vida y recordar será cuando esté viejo. Lo mejor por tanto será mantenerme ecuánime, ayudarle en lo que me pida, que se vaya al terminar como dijo mi madre y ya veríamos después.
Me levanté de mi lugar olvidándome de lo que iba a hacer en la computadora, fui a la cocina y no pude evitar pensar si convenía lavar los trastes que tenía pendientes. Recoger un poco, también podría optar por arreglarme yo mismo, una cosa o la otra si llegaba en diez minutos. Al final decidí que ninguna de las dos, tampoco le iba a demostrar de ese modo que me daba gusto que viniera. Pero seguía sin saberlo realmente ¿De verdad me daba gusto? No, pensándolo bien, lo más seguro era que no ¿o sí?
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Cuarta Parte
El teletrabajo tiene sus ventajas y desventajas y dadas éstas últimas, no es posible asignarle a un empleado el privilegio de realizar sus labores desde su domicilio de buenas a primeras. Digamos que llegar al teletrabajo es el premio de subir de nivel. En mi caso, tuve que ir cubriendo paulatinamente varios requisitos. Para ello, fue necesario conocer en detalle la dinámica de la empresa y todos sus procedimientos. Como se trata de una compañía que vende servicios informáticos corporativos de muy diverso tipo, desde desarrollo de aplicaciones cliente-servidor, hasta hospedaje de páginas web, pasando por procesos de administración y análisis de bases de datos y capacitación al personal de los clientes, yo podía llegar a especializarme en algún área, pero debía conocerlas todas. Eso me llevó al menos los dos primeros años de mi nuevo empleo. Luego tenía que demostrar iniciativa propia, disciplina y un alto nivel de autoestima para conseguir los objetivos de los distintos proyectos sin necesidad de que alguien estuviera acicateándome permanentemente. También fue necesario mostrar constancia en el largo plazo, autocontrol para una eficiente administración del tiempo, capacidad de análisis para resolver problemas de primera mano sin esperar decisiones superiores y, sobre todo, un enorme compromiso con la empresa para mantener comunicación fluida con ellos sin ir personalmente.
Según los exámenes psicológicos a los que me sometieron, fui de los primeros candidatos para el nuevo proyecto de teletrabajo de la empresa y en lo que a mí respecta, las cosas salieron muy bien: voy una vez cada quince días a la oficina para reuniones de evaluación, a veces menos. En mi casa cumplo con mi trabajo en pocas horas al día, empezando siempre temprano, nunca me atraso en mis proyectos y mis jefes están felices. Dejé de sufrir el tráfico nuestro de cada día, me alimento sanamente en mi propio departamento, lo que también me permite gastar menos en comida, puedo dedicarle tiempo a mis aficiones con mucha flexibilidad, como ir al cine o tocar la guitarra y hasta decidir si me baño o no cada mañana. A la larga, algunas reglas se relajan. El teletrabajo no me obliga a cuidar tanto mi presentación. Yo no tengo videoconferencias con los clientes. Y aun cuando las hubiera, puedo ponerme sólo una camisa limpia, lo demás no importa, de la cintura para abajo puedo estar en calzones, aunque durante la videoconferencia hay que evitar levantarse. Por eso mi última corbata debe estar pudriéndose en el fondo de algún cajón del ropero.
En contrapartida, soy yo quien tiene que pagar por todo el equipo que uso. Finalmente las dos computadoras que tengo en el estudio son mías, igual que mi notebook, así como diversos accesorios para conectarme, almacenar información, etcétera. Cada año dedico cierta parte de mis ingresos a comprar equipo, por una causa u otra. Tampoco me pagan la conexión de banda ancha de Internet, pero eso sí, me piden que sea la más rápida disponible en el mercado. Pero no me quejo, me gusta despertar en mi cueva y trabajar ahí mismo. Por eso me gusta también vivir en la colonia Roma. Todo lo que necesito está a la mano. Una cuadra al sur está la tintorería, dos al este servicio médico, una cuadra más por ahí mismo, un local que vende comida para llevar. Todo parece acomodado alrededor de mí: cafés, teatros, antros, bares, librerías, parques, cines y un largo etcétera que me gusta mucho. Por eso ni auto tengo.
Ese día había sido particularmente provechoso en mis actividades. Todos mis pendientes estaban resueltos antes del mediodía, después le dediqué un buen rato a divertirme con mi consola de video juegos conquistando planetas plagados de monstruos, vi si había alguna novedad con mis amigos en mi Facebook y luego me disponía a añadir un post en mi blog personal antes de comer, pero para eso recorría primero mis blogs favoritos. Hay una docena de blogs a los que soy asiduo, pero no me gusta añadir ningún tema al mío si alguno lo está tratando simultáneamente. Aunque, en realidad, muchos los usan para ir narrando sus experiencias cotidianas, yo prefiero tener mi blog para discutir la vida nacional e internacional, para criticar, sentir que expongo mi punto de vista ante las cosas y que hay quién las lee. Hay un grupo de amigos blogueros que me sigue y yo les correspondo, leyéndolos también. Precisamente estaba muy divertido con “El tianguis bloguero” cuando sonó mi teléfono celular, era mi madre.
- Carlos, hijo ¿cómo estás? ¿Todo bien?
- Bien mamá ¿y tú? ¿también estás bien?
- Si Carlos, te hablo para pedirte un favor enorme de los que no te puedes negar.
- Claro má, tú dime ¿qué necesitas?
- Que ayudes a tu padre a enviar un correo electrónico.
- ¿Qué? ¿A quién? ¿A él? ¿A qué?
- Que lo ayudes a enviar un correo electrónico, como escuchaste. Dice que se descompusieron las computadoras en su oficina, o algo por el estilo, y necesita enviar un correo. Él no puede solo y quiere que sea además con alguien de confianza y para mí ése de confianza eres tú.
- ¿Por qué no lo ayuda alguna de mis hermanas?
- Por la premura de tiempo, pero también, hijo, no te hagas, porque quiero que lo ayudes tú, te dije que esto ocurriría un día.
- Está bien, está bien… ¿Dónde lo veo?
- Lo voy a mandar a tu departamento, por supuesto.
- ¿Va a venir aquí?
- Sí, está en su oficina, creo, por lo que en unos diez o quince minutos llegaría contigo. Si estás de acuerdo, claro.
- Pues sí, lo ayudo. ¿Ya se va a disculpar conmigo? Digo, si viene a pedirme ayuda, es lo mínimo ¿No? –dije sin poder evitar el tono de sarcasmo.
- Carlos, seamos maduros ¿de acuerdo? Si él llega, te pide que le eches un correo, lo auxilias, se despiden y ya, será para mí todo un éxito. No necesitas decirle nada, con que acepte ir contigo será signo de reconciliación y no me pongas ahorita a decir quién se disculpa con quién, por favor. Haz sólo eso, por tu madre ¿de acuerdo?
- Sí mamá, no te preocupes –dije condescendiente-
- Gracias, confírmame tu dirección, para dársela ahora mismo.
Le di la información y colgamos. No estaba seguro si alegrarme. Era, más bien, una sensación extraña, tal vez confusa. Él iba a venir. Ya tenía un buen rato que no lo veía, ni siquiera cuando visitaba a mi mamá. ¿Qué tanto había envejecido en estos últimos años? ¿Cuántos años llevábamos así? ¿Tres? ¿Cuatro? No sabía si tenía sentido hacer memoria. Incluso hasta pudiera ser un ejercicio arriesgado. Implicaba recordar cuando me dejó Norma, cuando forcejeamos él y yo, puros recuerdos ingratos y entregarme a ellos sólo me pondría de malas. Si algo no ejercito, desde que vivo aquí, es la rememoración de las cosas, menos de las desagradables. Prefiero el día a día de la vida y recordar será cuando esté viejo. Lo mejor por tanto será mantenerme ecuánime, ayudarle en lo que me pida, que se vaya al terminar como dijo mi madre y ya veríamos después.
Me levanté de mi lugar olvidándome de lo que iba a hacer en la computadora, fui a la cocina y no pude evitar pensar si convenía lavar los trastes que tenía pendientes. Recoger un poco, también podría optar por arreglarme yo mismo, una cosa o la otra si llegaba en diez minutos. Al final decidí que ninguna de las dos, tampoco le iba a demostrar de ese modo que me daba gusto que viniera. Pero seguía sin saberlo realmente ¿De verdad me daba gusto? No, pensándolo bien, lo más seguro era que no ¿o sí?
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martes, 30 de noviembre de 2010
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De niño, ser hijo de un detective fue la cosa más fenomenal del mundo. En tercero de primaria me ocurrió por primera vez: el maestro escogió a cuatro o cinco niños al azar para pasar al frente y decir a qué se dedicaban sus padres, yo fui el último en ir al pizarrón y nunca imaginé la reacción de mis compañeros cuando dije “Mi papá es detective”. Un wow creciente me llegó como una deliciosa ola de satisfacción. Los ojos de mis compañeros eran platos enormes de admiración y envidia. Yo no me había recuperado aún de la impresión cuando el maestro añadió “¿Y qué hace como detective?”. Yo no lo sabía bien a bien, pero no tuve ningún empacho en añadir “Pues agarra a los malos”. El grupo se agitó aún más, algunos amiguitos se pararon de su asiento y brincaron de la emoción y el asombro inicial de los demás se transformó después en un reverencial respeto. Durante el recreo fui el niño más asediado y adulado del salón, todos querían que les contara más cosas sobre mi padre y sus aventuras. Debo haber inventado algo, porque aquella popularidad duró varios días. Después era yo quien tenía que sacar a relucir el tema conforme mis amigos se desinteresaban en lo que tenía que decir y en los siguientes ciclos escolares solía sugerir a mis maestros que tal vez sería buena idea pasar al frente a hablar del trabajo de nuestros papás. Entonces venía otro exquisito periodo de popularidad, el cual, con la experiencia que iba acumulando, sabía aprovechar cada vez mejor, incluso entre las compañeras del salón.
Así que no puedo quejarme de mi infancia. No sólo fue feliz por ese hecho, sino porque además el ambiente familiar, sin ser nada fuera de lo común, también era muy bueno. Mi mamá se preocupaba por nuestra educación escolar con todas las herramientas que le daba ser también maestra y mi padre era un hombre apacible y de buen humor con sus pequeños.
Pero con los años cambiaron las cosas. Por mucho tiempo no supe cómo ni por qué. La primera bofetada a mi ánimo me la dio mi padre recién entraba a la adolescencia. Debía tener unos trece años. “¿Qué haces en tu trabajo papá?” Pregunté una vez inocentemente para tener algo que añadir en la escuela. Entonces él me devolvió una mirada fría y me respondió “Nunca me preguntes eso”, se dio media vuelta como si no fuera su hijo quien preguntaba y se marchó a otro lugar de la casa. Me acuerdo que a la distancia lo vi sentarse en su sillón y sin decir más se puso a leer. Eso me dolió muchísimo.
Paulatinamente fui dejando de presumir el trabajo de mi padre y fui descubriendo también que cada vez conversábamos menos, tal vez cuando yo lo necesitaba más. Luego un accidente de la casualidad me enterró un dardo envenenado en la concepción que tenía sobre él. En el primer año de la preparatoria estudiamos en Historia de México los sucesos del 68. Primero por mero morbo, luego por genuina curiosidad, fui consultando diversas fuentes que me revelaban cómo se había desatado la fuerza represiva del Estado en aquellos años contra el movimiento estudiantil y yo leía los sucesos cada vez más indignado. Luego vendrían otros temas que también sacudirían mi conciencia adolescente: la constante de nuestra sociedad es la desigualdad y la injusticia. Me lo decía su historia, pero también su presente. Cada libro, cada artículo de periódico, cada ensayo, cada opinión en la calle, me pintaba un mundo en conflicto, dividido, confrontado y con una parte del pueblo que pierde perennemente. Además, yo nací en momentos en los que una gran crisis sorprendía a México, pero después de ella se sucedió otra y luego otra y así sucesivamente hasta la fecha, dejando tras sí una estela cada vez más larga de pobreza, corrupción e impunidad, pero también enfrentando a mi generación al hecho de que el futuro no nos daría grandes oportunidades. El que de algún modo yo fuera un joven al que, sin ser rico, no le faltara un sustento digno, casa, educación y alimento, no evitaba que sintiera que todo el sistema apestaba. El presidente de aquél tiempo había llegado al poder mediante fraude electoral y acercarse a la política tampoco era una opción muy atractiva. Ningún partido político representaba seriamente las aspiraciones de cambio de nosotros los jóvenes, por lo menos las mías. Durante mis años de preparatoria y universidad, me atormentó constantemente el hecho de que la sociedad se moviera indolentemente entre la degradación de sus gobernantes y las penurias de la gente sin recursos. Sin verdaderas causas que seguir, ni líderes auténticos en torno a los cuales agruparme, me mantenía inmóvil al respecto porque no sería cómplice de quienes, desde cualquier posición política, se servían de esa misma situación para hacerse ricos y en vez de resolver los problemas, los reproducían. Alguna vez leí que el sistema no sólo era corrupto, sino fundamentalmente corruptor y no veía ninguna fuerza política libre de ese defecto. Por otra parte, hacía ya tiempo que la estrella polar de un mundo mejor, que años antes había guiado el accionar de muchos de mis maestros honestamente comprometidos, había caído escandalosamente con el muro de Berlín, mientras en la Casa Blanca decretaban el fin de la historia. Crecí por tanto pensando que la sociedad capitalista era un estercolero sin salida y por eso preferí estudiar ingeniería en sistemas, en lugar de algo relacionado con las ciencias sociales, a pesar de lo mucho que me influían. Si de algo estaba seguro es que era mucho más fácil entenderme con una computadora que con los modos del capitalismo, que tan bien le sentaban a muchas personas. Pero, además, en algún momento, pensé que todo ese andamiaje de represión del gobierno, de cooptación de opositores, de corrupción, tenía que tener cómplices. Operadores que todo lo vigilaban y que, en su momento, lo intervenían para impedir que los poderosos de este país, los que realmente deciden las cosas, fueran amenazados de cualquier modo. Y si mi padre era detective, pero no podía confesar exactamente qué hacía, ni siquiera a mi madre, según sabía, entonces él era parte de esa estructura. Mi padre seguramente tenía un papel deleznable en el inodoro del país, tan ignominioso que tenía que guardar absoluto silencio. Era una conclusión obvia, pero no por ello menos contundente. Él era la encarnación del sistema en mi propia casa.
Por ello decidí en aquellos años alejarme de él, no hablar con él, no compartir mi vida, mis estudios, experiencias, mi conciencia social con un hombre que aunque fuera mi padre, tal vez sería capaz de hasta traicionar a su propio hijo con tal de cumplir con su vergonzoso cometido. No sólo ya no sentía nada de la antigua admiración por mí padre, ahora además lo odiaba. A los dieciocho años creía entender por qué él era como era y difícilmente lo perdonaría. Éste era un descubrimiento muy duro, que sería devastador para mi madre y para mis hermanas, como ya lo era para mí. Por ello debía tragármelo solo y eso hice por mucho tiempo, era un secreto que nunca debería revelarse.
Durante mis años universitarios sus silencios empataron con los míos. Tal vez con el tiempo mis animadversiones sociales se calmaron un poco, pues además reconocía que no me constaba nada de lo que había pensado años antes, pero de todos modos, igual que como no quería tener nada que ver con la política, tampoco quería tener que ver con él. Podía entonces reconocer internamente lo ridículo de mis suposiciones, pero me servían de pretexto para alejarme de mi padre el detective.
Mi madre y yo éramos cercanos, pero con mi padre me separaba pues una fría distancia. Ella pensaba que yo estaba enojado con él por algo que me hizo y nunca me esforcé por sacarla de su error, a pesar de los cuestionamientos que alguna vez me hizo. Y todos en mi casa se fueron acostumbrando al frío carácter de “los Franco”. No nos tratábamos y ni a él ni a mí parecía importarnos mucho. Mi madre nos sentaba a la mesa juntos cada vez que podía, pero el resultado era un silencio cada vez más incómodo. Ahora sé que él cometió el error de no hacer un esfuerzo por acercarse a mí, pero su verdadero error vendría pocos años después, cuando comencé a tener problemas con mi novia.
Tratándose del primer amor, la quise mucho, la quise como nunca volvería a querer. Más de lo que ella me quiso a mí, según corroboré después. Duramos algunos años juntos, terminamos nuestras respectivas carreras y empezamos a trabajar. Por ello mi planteamiento era perfectamente lógico: yo ya ganaba dinero, ella también, yo quería alejarme de mi padre, ella me amaba y, por todo ello, la solución era muy simple, teníamos que casarnos e irnos a vivir juntos. Entonces muchas cosas se derrumbaron para mí. Ella me dijo no. Y su negativa no se limitaba a irse a vivir conmigo, sino que además incluía terminar nuestra relación.
Fueron semanas difíciles. Siempre pensaba que no sobreviviría a nuestro adiós, que mi vida nunca sería la misma y que tenía que convencerla de cambiar de opinión. La perseguí, le rogué, la amenacé, discutí con ella, le lloré, le pedí perdón, la volví a confrontar, pero nada la hizo cambiar. Ella ya no quería seguir conmigo, simplemente parecía tener sus objetivos puestos en otra parte. Perdí mi primer empleo por faltar a él, por estar siempre distraído, por no poner empeño en el trabajo y cuando me convencí de que el fin era irremediable, me metí a un bar con un par de amigos dispuestos a consolar mi tragedia siempre y cuando yo pagara las copas.
Fueron tres veces en quince días, sólo eso. La primera vez ni lo notaron en la casa. Entré silenciosamente de madrugada, me fui a mi cuarto y me eché a la cama a dormir. El tufo a vómito le hizo preguntarse a mi mamá que a dónde había ido la noche anterior, sin insistir en ello. La segunda vez que llegué ebrio a mi casa, mi padre estaba sentado frente a la puerta y con una postura que, en medio de mi borrachera, me pareció artificial. Me dijo, levantando el dedo índice, que jamás volviera a faltarle el respeto a él, a mi madre y a su casa. Yo me encogí de hombros, le día la vuelta y me fui a dormir a mi cuarto.
La tercera vez fue patética, ni siquiera estaba yo ebrio. Me llamaron los mismos dos amigos, me encontré con ellos y nos metimos a una cantina. En realidad yo no lo había pensado mucho, sólo quería poder seguir hablando de ella, de lo que me había hecho, de lo que podría decirle, de lo que iba a pasar. Pedimos una ronda que mis compañeros bebieron como si se tratara de agua. Estaba yo a la mitad de una frase de dolor cuando uno de ellos dijo “pídete de una vez la botella Carlitos” y es como si hubiera despertado del letargo. Me di cuenta que en realidad apenas y llevaba dinero, por lo que respondí “vamos a cooperarnos y pedimos una”. Entonces el otro, que con una sola copa ya le arrastraba la lengua, dijo “¿Coperacha? Noooombreeee, si aquí tú eres el agraciado, el del festejo. Tú invitas ¿Qué no?”. Y entonces entendí que no me estaban escuchando, que no estaban ahí para compartir mis penas. Sólo querían que les pagara unos tragos con cargo a mí decepción amorosa. Los miré realmente por primera vez en estas tres salidas. El que acababa de hablar tenía la cara abotagada. Era un alcohólico. El otro me sonrió con mirada estúpida mientras se llevaba unos cacahuates a la boca. Entonces recordé que apenas y los conocía del trabajo que acababa de perder, en la práctica eran sólo conocidos, jamás habían sido realmente mis amigos.
Saqué mi único billete y le dije al mesero, que se había acercado buscando la orden de otra ronda: “Ahí alcanza, sírvales otras dos a los señores, las demás van por su cuenta, yo ya me voy”. Enseguida me levanté y salí del lugar con la decisión de no cometer nunca de nuevo la misma estupidez. Increíblemente, en ese mismo momento, sentí la catarsis del adiós de mi novia. Me dolería un tiempo más, pero por fin había logrado tragar el hecho y no lo había pasado precisamente con ron.
Llegué a la casa y encontré de nuevo a mi padre frente a la puerta. Siempre había visto en él una actitud impasible, distante y fría, como si se alejara conscientemente de las emociones. Pero ese día su rostro era de disgusto, un auténtico disgusto como nunca antes lo había visto, ni conmigo ni con mis hermanas.
Pasé junto a él procurando ignorarlo, pero me tomó del brazo y dijo
- ¿A dónde vas? ¿Por qué llegas tomado a la casa? ¿Qué has estado haciendo?
Esa última pregunta encendió mi enojo. ¿Qué le importaba a él lo que hacía si parecía que yo no le importaba? ¿Por qué ahora venía con la actitud del padre corrector? ¿No se había dado cuenta que ya no estaba en edad de regaños?
- Tú no tienes autoridad moral para preguntarme nada, -le respondí zafándome de su brazo.
- Tú no puedes hacer lo que se te pegue la gana. Si quieres vivir aquí vas a tener que informar tus actividades y cumplir con reglas y horarios –dijo ya fuera de control, casi gritando.
- ¿Reglas y horarios? –me burlé -¿De cuándo acá? ¿Sabes qué? No molestes, voy a dormir.
- Eres un idiota si crees que puedes hablarme así –respondió mi padre -.
Di dos pasos hacia mi cuarto cuando él se puso enfrente de mí, me tomó por los brazos y empujó hacia atrás, como para devolverme al centro de la discusión. Forcejeé con él para que me dejara pasar, ambos en silencio. Aunque me sorprendió que él parecía más fuerte que yo, pues me había hecho retroceder un poco. Entonces desde la escalera se escuchó la tronante voz que mi madre utilizaba para poner en orden a los más latosos de su secundaria.
- ¿Qué está pasando aquí? Sepárense los dos ahora mismo.
La reacción de mi padre fue sorpresiva, al menos para mí, se volvió a mirarla, me soltó y repentinamente pareció avergonzado. Sentí cómo se me encendió el rostro de coraje y me dirigí rápido a mi recámara.
- Yo me largo de aquí.
Entré a mi cuarto, tomé dos morrales y una pequeña maleta que tenía en mi clóset, lo puse todo abierto sobre mi cama y abrí los primeros cajones dispuesto a sacar todo e irme quién sabe a dónde. Entonces entró mi madre en la habitación, se quedó parada mirándome seria, pero paciente. Saqué con los puños dos hatos de ropa y los eché sin orden sobre el primer morral.
- ¿A dónde vas? –dijo mi madre suavemente, sin disgusto en la voz.
- A donde sea, me largo lejos de él –respondí sin mirarla.
- ¿Y eso tiene que ser ahora mismo? –Me contestó sonriendo levemente.
- No lo entiendo mamá, no sé qué quiere. ¿Qué le importa si vengo borracho o no? –dije en tanto tomaba ahora un hato de calcetines.
- Sí le preocupa hijo, por supuesto que le preocupa. A mí también me preocupa mucho, estos últimos días pareces muy afectado. ¿Es por Norma, verdad?
- Sí mamá, es por ella, pero en verdad, hoy ni siquiera estaba borracho, sólo me tomé una copa.
- Eso puede crecer hacia un problema muy serio Carlos, lo sabes.
- Sí mamá, lo sé. Precisamente me salí de con mis amigos porque acababa de decidir que por ella no iba a volver a emborracharme. Créeme, no voy a convertirme en alcohólico. Pero además, eso no cambia lo que hizo mi papá. En vez de hablar conmigo me quiere poner horarios, disciplina. Yo nunca le he importado.
- Eso no es cierto hijo, él no se acerca a ti porque cree que no lo quieres.
- ¿Y qué ha hecho él para que lo quiera? Dime. Yo me voy de todos modos. No vayas ahorita a decirme lo bueno que es ni a impedirme que me vaya.
- De acuerdo Carlos, está bien –respondió tranquila mi madre- pero escúchame un segundo. Hay dos modos en los que te puedes ir de aquí. La primera es que termines de llenar tus cosas, salgas y ya no sepamos de ti quién sabe por cuánto tiempo. La segunda es que juntos, tú y yo, busquemos dónde te conviene vivir. Lo escojamos, lo vayamos poco a poco acondicionando. ¿Ya tienes trabajo otra vez?
- Mañana iba a ir a una nueva entrevista…no he dejado de buscar trabajo estos días -respondí sin dejar de mirar el morral, ya no estaba sacando ropa.
- Bueno, puedo prestarte dinero para que te vayas a vivir a un lugar donde estés cómodo, no tienes porqué pasar penurias. Además, perdóname, pero en ese tiempo tengo que asegurarme que realmente has decidido dejar de beber.
- ¿No me crees?
- No es que te crea o no, hijo mío –dijo ya dulcemente- es mi trabajo como tu madre. ¿Eso sí lo aceptas, verdad?
La miré un instante y me dirigí a ella para abrazarla. Creí que en ese momento entraría mi padre, que se sumaría y nos reivindicaríamos de una vez, pero no fue así.
Las semanas siguientes ella me acompañó a rentar el departamento, me firmó de aval dando una copia de las escrituras de su casa. Escogimos juntos los muebles, los mínimos, y me prestó un poco de dinero con cargo al sueldo de mi nuevo trabajo, que resultó mejor que el que había perdido.
El día que empaqué mis cosas mi padre no estaba. Eché mis maletas a la cajuela del auto de mamá y me acerqué a mis hermanas para abrazarlas, ese día fueron a la casa ex profeso a despedirse de mí, convocadas por mi madre, pues ambas ya se habían casado y no vivían ya tampoco ahí. Mis padres cumplían así su ciclo quedándose solos en su hogar.
Más tarde llegamos mi madre y yo al departamento, bajé mis cosas, acomodé mi ropa y otras pertenencias y decidimos tomarnos un café para estrenar la estufa. Mi madre aprovechó para darme algunos consejos, adicionales a los de los últimos días, de cómo debía manejarme en esta nueva etapa de mi vida. También me advirtió que se mantendría cerca de mí, para cuando la necesitara, que vendría con frecuencia.
- Ahora lo que sigue es que te reconcilies con tu padre.
- Ni en sueños –respondí enseguida-, está loco.
- No es cierto –dijo seriamente, pero sin perder la paciencia- . Es un buen hombre, realmente muy bueno. Un poco ingenuo en la vida, tal vez, pero es listo, muy observador y ha sido para mí un esposo amoroso.
- ¿Te ha contado alguna vez qué hace en su trabajo?
- Desde hace muchos años que no habla de su trabajo, pero no veo problema en eso.
- ¿No le ves problema en eso mamá? ¿Cómo sabes que sus actividades no son deleznables? ¿Cómo sabes que no es matón, o cobrador, o delator? ¿Cómo sabes que lo que hace está bien, qué él no es mala persona?
- Carlos, déjame contarte que cuando lo conocí, era un hombre muy entusiasmado por su trabajo. Sentía mucha admiración y respeto por su jefe, William Baskerville. Cuando éramos novios me contaba muchas cosas que él le enseñaba, los consejos que le daba. Le decía las cosas en que debía fijarse y él lo compartía todo conmigo siempre muy contento. Después eso cambió poco a poco, pero nunca para mal. Hay algo en su trabajo que no le agrada, es cierto, pero él nunca haría nada realmente malo, como matar a alguien. No tiene el carácter, yo lo sabría, él no lo aguantaría. Yo creo que él preferiría morir, antes que matar a alguien, lo sé muy bien.
- ¿Pero cómo lo sabes mamá? ¿Cómo sabes si no te dice nada nunca?
Mi madre suspiró un momento, se acercó a mí, me puso una mano en mi mejilla y respondió.
- La comunicación no son sólo palabras Carlos. Tu padre me escucha, yo le cuento lo que le quiero decir y sé que me escucha realmente, que está atento a mis palabras. Eso es muy importante para mí. Él también me cuenta a mí algunas cosas y al contarme, no sólo me dice aquello que expresa con palabras, también me dice aquello que expresa con silencios. Tú padre y yo hemos tendido puentes uno hacia el otro, en ambos sentidos. Son buenos puentes, de esos que no se caen ya más que con la muerte. A lo mejor los de él no son tan anchos como los míos, pero no es un hombre cerrado. Es luego un viejo necio para muchas cosas, pero ha sido un magnífico compañero de mi vida. Y tú eres mi hijo y haré mi labor para que un día ustedes dos se encuentren, se conozcan. Estoy segura que será una enorme sorpresa para los dos saber que realmente son muy parecidos, que son Daniel y Carlos Franco, padre e hijo y que se amarán mucho.
- Está bien mamá, yo estoy dispuesto si tú me lo pides. Ahí me avisas cuando él lo esté. Sólo espero que no sea en su lecho de muerte.
Mamá sonrió un poco mientras se terminaba el café y se levantaba de su asiento disponiéndose a partir.
- No exageremos hijo, realmente creo que la ocasión vendrá con el tiempo. Sólo es cuestión de tener paciencia, de encontrar una oportunidad.
- Mamá ¿De verdad no sabes en qué consiste el trabajo de mi papá?
- Sí lo sé, pero creo que es mejor que él te lo cuente un día.
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IV
Tercera parte
De niño, ser hijo de un detective fue la cosa más fenomenal del mundo. En tercero de primaria me ocurrió por primera vez: el maestro escogió a cuatro o cinco niños al azar para pasar al frente y decir a qué se dedicaban sus padres, yo fui el último en ir al pizarrón y nunca imaginé la reacción de mis compañeros cuando dije “Mi papá es detective”. Un wow creciente me llegó como una deliciosa ola de satisfacción. Los ojos de mis compañeros eran platos enormes de admiración y envidia. Yo no me había recuperado aún de la impresión cuando el maestro añadió “¿Y qué hace como detective?”. Yo no lo sabía bien a bien, pero no tuve ningún empacho en añadir “Pues agarra a los malos”. El grupo se agitó aún más, algunos amiguitos se pararon de su asiento y brincaron de la emoción y el asombro inicial de los demás se transformó después en un reverencial respeto. Durante el recreo fui el niño más asediado y adulado del salón, todos querían que les contara más cosas sobre mi padre y sus aventuras. Debo haber inventado algo, porque aquella popularidad duró varios días. Después era yo quien tenía que sacar a relucir el tema conforme mis amigos se desinteresaban en lo que tenía que decir y en los siguientes ciclos escolares solía sugerir a mis maestros que tal vez sería buena idea pasar al frente a hablar del trabajo de nuestros papás. Entonces venía otro exquisito periodo de popularidad, el cual, con la experiencia que iba acumulando, sabía aprovechar cada vez mejor, incluso entre las compañeras del salón.
Así que no puedo quejarme de mi infancia. No sólo fue feliz por ese hecho, sino porque además el ambiente familiar, sin ser nada fuera de lo común, también era muy bueno. Mi mamá se preocupaba por nuestra educación escolar con todas las herramientas que le daba ser también maestra y mi padre era un hombre apacible y de buen humor con sus pequeños.
Pero con los años cambiaron las cosas. Por mucho tiempo no supe cómo ni por qué. La primera bofetada a mi ánimo me la dio mi padre recién entraba a la adolescencia. Debía tener unos trece años. “¿Qué haces en tu trabajo papá?” Pregunté una vez inocentemente para tener algo que añadir en la escuela. Entonces él me devolvió una mirada fría y me respondió “Nunca me preguntes eso”, se dio media vuelta como si no fuera su hijo quien preguntaba y se marchó a otro lugar de la casa. Me acuerdo que a la distancia lo vi sentarse en su sillón y sin decir más se puso a leer. Eso me dolió muchísimo.
Paulatinamente fui dejando de presumir el trabajo de mi padre y fui descubriendo también que cada vez conversábamos menos, tal vez cuando yo lo necesitaba más. Luego un accidente de la casualidad me enterró un dardo envenenado en la concepción que tenía sobre él. En el primer año de la preparatoria estudiamos en Historia de México los sucesos del 68. Primero por mero morbo, luego por genuina curiosidad, fui consultando diversas fuentes que me revelaban cómo se había desatado la fuerza represiva del Estado en aquellos años contra el movimiento estudiantil y yo leía los sucesos cada vez más indignado. Luego vendrían otros temas que también sacudirían mi conciencia adolescente: la constante de nuestra sociedad es la desigualdad y la injusticia. Me lo decía su historia, pero también su presente. Cada libro, cada artículo de periódico, cada ensayo, cada opinión en la calle, me pintaba un mundo en conflicto, dividido, confrontado y con una parte del pueblo que pierde perennemente. Además, yo nací en momentos en los que una gran crisis sorprendía a México, pero después de ella se sucedió otra y luego otra y así sucesivamente hasta la fecha, dejando tras sí una estela cada vez más larga de pobreza, corrupción e impunidad, pero también enfrentando a mi generación al hecho de que el futuro no nos daría grandes oportunidades. El que de algún modo yo fuera un joven al que, sin ser rico, no le faltara un sustento digno, casa, educación y alimento, no evitaba que sintiera que todo el sistema apestaba. El presidente de aquél tiempo había llegado al poder mediante fraude electoral y acercarse a la política tampoco era una opción muy atractiva. Ningún partido político representaba seriamente las aspiraciones de cambio de nosotros los jóvenes, por lo menos las mías. Durante mis años de preparatoria y universidad, me atormentó constantemente el hecho de que la sociedad se moviera indolentemente entre la degradación de sus gobernantes y las penurias de la gente sin recursos. Sin verdaderas causas que seguir, ni líderes auténticos en torno a los cuales agruparme, me mantenía inmóvil al respecto porque no sería cómplice de quienes, desde cualquier posición política, se servían de esa misma situación para hacerse ricos y en vez de resolver los problemas, los reproducían. Alguna vez leí que el sistema no sólo era corrupto, sino fundamentalmente corruptor y no veía ninguna fuerza política libre de ese defecto. Por otra parte, hacía ya tiempo que la estrella polar de un mundo mejor, que años antes había guiado el accionar de muchos de mis maestros honestamente comprometidos, había caído escandalosamente con el muro de Berlín, mientras en la Casa Blanca decretaban el fin de la historia. Crecí por tanto pensando que la sociedad capitalista era un estercolero sin salida y por eso preferí estudiar ingeniería en sistemas, en lugar de algo relacionado con las ciencias sociales, a pesar de lo mucho que me influían. Si de algo estaba seguro es que era mucho más fácil entenderme con una computadora que con los modos del capitalismo, que tan bien le sentaban a muchas personas. Pero, además, en algún momento, pensé que todo ese andamiaje de represión del gobierno, de cooptación de opositores, de corrupción, tenía que tener cómplices. Operadores que todo lo vigilaban y que, en su momento, lo intervenían para impedir que los poderosos de este país, los que realmente deciden las cosas, fueran amenazados de cualquier modo. Y si mi padre era detective, pero no podía confesar exactamente qué hacía, ni siquiera a mi madre, según sabía, entonces él era parte de esa estructura. Mi padre seguramente tenía un papel deleznable en el inodoro del país, tan ignominioso que tenía que guardar absoluto silencio. Era una conclusión obvia, pero no por ello menos contundente. Él era la encarnación del sistema en mi propia casa.
Por ello decidí en aquellos años alejarme de él, no hablar con él, no compartir mi vida, mis estudios, experiencias, mi conciencia social con un hombre que aunque fuera mi padre, tal vez sería capaz de hasta traicionar a su propio hijo con tal de cumplir con su vergonzoso cometido. No sólo ya no sentía nada de la antigua admiración por mí padre, ahora además lo odiaba. A los dieciocho años creía entender por qué él era como era y difícilmente lo perdonaría. Éste era un descubrimiento muy duro, que sería devastador para mi madre y para mis hermanas, como ya lo era para mí. Por ello debía tragármelo solo y eso hice por mucho tiempo, era un secreto que nunca debería revelarse.
Durante mis años universitarios sus silencios empataron con los míos. Tal vez con el tiempo mis animadversiones sociales se calmaron un poco, pues además reconocía que no me constaba nada de lo que había pensado años antes, pero de todos modos, igual que como no quería tener nada que ver con la política, tampoco quería tener que ver con él. Podía entonces reconocer internamente lo ridículo de mis suposiciones, pero me servían de pretexto para alejarme de mi padre el detective.
Mi madre y yo éramos cercanos, pero con mi padre me separaba pues una fría distancia. Ella pensaba que yo estaba enojado con él por algo que me hizo y nunca me esforcé por sacarla de su error, a pesar de los cuestionamientos que alguna vez me hizo. Y todos en mi casa se fueron acostumbrando al frío carácter de “los Franco”. No nos tratábamos y ni a él ni a mí parecía importarnos mucho. Mi madre nos sentaba a la mesa juntos cada vez que podía, pero el resultado era un silencio cada vez más incómodo. Ahora sé que él cometió el error de no hacer un esfuerzo por acercarse a mí, pero su verdadero error vendría pocos años después, cuando comencé a tener problemas con mi novia.
Tratándose del primer amor, la quise mucho, la quise como nunca volvería a querer. Más de lo que ella me quiso a mí, según corroboré después. Duramos algunos años juntos, terminamos nuestras respectivas carreras y empezamos a trabajar. Por ello mi planteamiento era perfectamente lógico: yo ya ganaba dinero, ella también, yo quería alejarme de mi padre, ella me amaba y, por todo ello, la solución era muy simple, teníamos que casarnos e irnos a vivir juntos. Entonces muchas cosas se derrumbaron para mí. Ella me dijo no. Y su negativa no se limitaba a irse a vivir conmigo, sino que además incluía terminar nuestra relación.
Fueron semanas difíciles. Siempre pensaba que no sobreviviría a nuestro adiós, que mi vida nunca sería la misma y que tenía que convencerla de cambiar de opinión. La perseguí, le rogué, la amenacé, discutí con ella, le lloré, le pedí perdón, la volví a confrontar, pero nada la hizo cambiar. Ella ya no quería seguir conmigo, simplemente parecía tener sus objetivos puestos en otra parte. Perdí mi primer empleo por faltar a él, por estar siempre distraído, por no poner empeño en el trabajo y cuando me convencí de que el fin era irremediable, me metí a un bar con un par de amigos dispuestos a consolar mi tragedia siempre y cuando yo pagara las copas.
Fueron tres veces en quince días, sólo eso. La primera vez ni lo notaron en la casa. Entré silenciosamente de madrugada, me fui a mi cuarto y me eché a la cama a dormir. El tufo a vómito le hizo preguntarse a mi mamá que a dónde había ido la noche anterior, sin insistir en ello. La segunda vez que llegué ebrio a mi casa, mi padre estaba sentado frente a la puerta y con una postura que, en medio de mi borrachera, me pareció artificial. Me dijo, levantando el dedo índice, que jamás volviera a faltarle el respeto a él, a mi madre y a su casa. Yo me encogí de hombros, le día la vuelta y me fui a dormir a mi cuarto.
La tercera vez fue patética, ni siquiera estaba yo ebrio. Me llamaron los mismos dos amigos, me encontré con ellos y nos metimos a una cantina. En realidad yo no lo había pensado mucho, sólo quería poder seguir hablando de ella, de lo que me había hecho, de lo que podría decirle, de lo que iba a pasar. Pedimos una ronda que mis compañeros bebieron como si se tratara de agua. Estaba yo a la mitad de una frase de dolor cuando uno de ellos dijo “pídete de una vez la botella Carlitos” y es como si hubiera despertado del letargo. Me di cuenta que en realidad apenas y llevaba dinero, por lo que respondí “vamos a cooperarnos y pedimos una”. Entonces el otro, que con una sola copa ya le arrastraba la lengua, dijo “¿Coperacha? Noooombreeee, si aquí tú eres el agraciado, el del festejo. Tú invitas ¿Qué no?”. Y entonces entendí que no me estaban escuchando, que no estaban ahí para compartir mis penas. Sólo querían que les pagara unos tragos con cargo a mí decepción amorosa. Los miré realmente por primera vez en estas tres salidas. El que acababa de hablar tenía la cara abotagada. Era un alcohólico. El otro me sonrió con mirada estúpida mientras se llevaba unos cacahuates a la boca. Entonces recordé que apenas y los conocía del trabajo que acababa de perder, en la práctica eran sólo conocidos, jamás habían sido realmente mis amigos.
Saqué mi único billete y le dije al mesero, que se había acercado buscando la orden de otra ronda: “Ahí alcanza, sírvales otras dos a los señores, las demás van por su cuenta, yo ya me voy”. Enseguida me levanté y salí del lugar con la decisión de no cometer nunca de nuevo la misma estupidez. Increíblemente, en ese mismo momento, sentí la catarsis del adiós de mi novia. Me dolería un tiempo más, pero por fin había logrado tragar el hecho y no lo había pasado precisamente con ron.
Llegué a la casa y encontré de nuevo a mi padre frente a la puerta. Siempre había visto en él una actitud impasible, distante y fría, como si se alejara conscientemente de las emociones. Pero ese día su rostro era de disgusto, un auténtico disgusto como nunca antes lo había visto, ni conmigo ni con mis hermanas.
Pasé junto a él procurando ignorarlo, pero me tomó del brazo y dijo
- ¿A dónde vas? ¿Por qué llegas tomado a la casa? ¿Qué has estado haciendo?
Esa última pregunta encendió mi enojo. ¿Qué le importaba a él lo que hacía si parecía que yo no le importaba? ¿Por qué ahora venía con la actitud del padre corrector? ¿No se había dado cuenta que ya no estaba en edad de regaños?
- Tú no tienes autoridad moral para preguntarme nada, -le respondí zafándome de su brazo.
- Tú no puedes hacer lo que se te pegue la gana. Si quieres vivir aquí vas a tener que informar tus actividades y cumplir con reglas y horarios –dijo ya fuera de control, casi gritando.
- ¿Reglas y horarios? –me burlé -¿De cuándo acá? ¿Sabes qué? No molestes, voy a dormir.
- Eres un idiota si crees que puedes hablarme así –respondió mi padre -.
Di dos pasos hacia mi cuarto cuando él se puso enfrente de mí, me tomó por los brazos y empujó hacia atrás, como para devolverme al centro de la discusión. Forcejeé con él para que me dejara pasar, ambos en silencio. Aunque me sorprendió que él parecía más fuerte que yo, pues me había hecho retroceder un poco. Entonces desde la escalera se escuchó la tronante voz que mi madre utilizaba para poner en orden a los más latosos de su secundaria.
- ¿Qué está pasando aquí? Sepárense los dos ahora mismo.
La reacción de mi padre fue sorpresiva, al menos para mí, se volvió a mirarla, me soltó y repentinamente pareció avergonzado. Sentí cómo se me encendió el rostro de coraje y me dirigí rápido a mi recámara.
- Yo me largo de aquí.
Entré a mi cuarto, tomé dos morrales y una pequeña maleta que tenía en mi clóset, lo puse todo abierto sobre mi cama y abrí los primeros cajones dispuesto a sacar todo e irme quién sabe a dónde. Entonces entró mi madre en la habitación, se quedó parada mirándome seria, pero paciente. Saqué con los puños dos hatos de ropa y los eché sin orden sobre el primer morral.
- ¿A dónde vas? –dijo mi madre suavemente, sin disgusto en la voz.
- A donde sea, me largo lejos de él –respondí sin mirarla.
- ¿Y eso tiene que ser ahora mismo? –Me contestó sonriendo levemente.
- No lo entiendo mamá, no sé qué quiere. ¿Qué le importa si vengo borracho o no? –dije en tanto tomaba ahora un hato de calcetines.
- Sí le preocupa hijo, por supuesto que le preocupa. A mí también me preocupa mucho, estos últimos días pareces muy afectado. ¿Es por Norma, verdad?
- Sí mamá, es por ella, pero en verdad, hoy ni siquiera estaba borracho, sólo me tomé una copa.
- Eso puede crecer hacia un problema muy serio Carlos, lo sabes.
- Sí mamá, lo sé. Precisamente me salí de con mis amigos porque acababa de decidir que por ella no iba a volver a emborracharme. Créeme, no voy a convertirme en alcohólico. Pero además, eso no cambia lo que hizo mi papá. En vez de hablar conmigo me quiere poner horarios, disciplina. Yo nunca le he importado.
- Eso no es cierto hijo, él no se acerca a ti porque cree que no lo quieres.
- ¿Y qué ha hecho él para que lo quiera? Dime. Yo me voy de todos modos. No vayas ahorita a decirme lo bueno que es ni a impedirme que me vaya.
- De acuerdo Carlos, está bien –respondió tranquila mi madre- pero escúchame un segundo. Hay dos modos en los que te puedes ir de aquí. La primera es que termines de llenar tus cosas, salgas y ya no sepamos de ti quién sabe por cuánto tiempo. La segunda es que juntos, tú y yo, busquemos dónde te conviene vivir. Lo escojamos, lo vayamos poco a poco acondicionando. ¿Ya tienes trabajo otra vez?
- Mañana iba a ir a una nueva entrevista…no he dejado de buscar trabajo estos días -respondí sin dejar de mirar el morral, ya no estaba sacando ropa.
- Bueno, puedo prestarte dinero para que te vayas a vivir a un lugar donde estés cómodo, no tienes porqué pasar penurias. Además, perdóname, pero en ese tiempo tengo que asegurarme que realmente has decidido dejar de beber.
- ¿No me crees?
- No es que te crea o no, hijo mío –dijo ya dulcemente- es mi trabajo como tu madre. ¿Eso sí lo aceptas, verdad?
La miré un instante y me dirigí a ella para abrazarla. Creí que en ese momento entraría mi padre, que se sumaría y nos reivindicaríamos de una vez, pero no fue así.
Las semanas siguientes ella me acompañó a rentar el departamento, me firmó de aval dando una copia de las escrituras de su casa. Escogimos juntos los muebles, los mínimos, y me prestó un poco de dinero con cargo al sueldo de mi nuevo trabajo, que resultó mejor que el que había perdido.
El día que empaqué mis cosas mi padre no estaba. Eché mis maletas a la cajuela del auto de mamá y me acerqué a mis hermanas para abrazarlas, ese día fueron a la casa ex profeso a despedirse de mí, convocadas por mi madre, pues ambas ya se habían casado y no vivían ya tampoco ahí. Mis padres cumplían así su ciclo quedándose solos en su hogar.
Más tarde llegamos mi madre y yo al departamento, bajé mis cosas, acomodé mi ropa y otras pertenencias y decidimos tomarnos un café para estrenar la estufa. Mi madre aprovechó para darme algunos consejos, adicionales a los de los últimos días, de cómo debía manejarme en esta nueva etapa de mi vida. También me advirtió que se mantendría cerca de mí, para cuando la necesitara, que vendría con frecuencia.
- Ahora lo que sigue es que te reconcilies con tu padre.
- Ni en sueños –respondí enseguida-, está loco.
- No es cierto –dijo seriamente, pero sin perder la paciencia- . Es un buen hombre, realmente muy bueno. Un poco ingenuo en la vida, tal vez, pero es listo, muy observador y ha sido para mí un esposo amoroso.
- ¿Te ha contado alguna vez qué hace en su trabajo?
- Desde hace muchos años que no habla de su trabajo, pero no veo problema en eso.
- ¿No le ves problema en eso mamá? ¿Cómo sabes que sus actividades no son deleznables? ¿Cómo sabes que no es matón, o cobrador, o delator? ¿Cómo sabes que lo que hace está bien, qué él no es mala persona?
- Carlos, déjame contarte que cuando lo conocí, era un hombre muy entusiasmado por su trabajo. Sentía mucha admiración y respeto por su jefe, William Baskerville. Cuando éramos novios me contaba muchas cosas que él le enseñaba, los consejos que le daba. Le decía las cosas en que debía fijarse y él lo compartía todo conmigo siempre muy contento. Después eso cambió poco a poco, pero nunca para mal. Hay algo en su trabajo que no le agrada, es cierto, pero él nunca haría nada realmente malo, como matar a alguien. No tiene el carácter, yo lo sabría, él no lo aguantaría. Yo creo que él preferiría morir, antes que matar a alguien, lo sé muy bien.
- ¿Pero cómo lo sabes mamá? ¿Cómo sabes si no te dice nada nunca?
Mi madre suspiró un momento, se acercó a mí, me puso una mano en mi mejilla y respondió.
- La comunicación no son sólo palabras Carlos. Tu padre me escucha, yo le cuento lo que le quiero decir y sé que me escucha realmente, que está atento a mis palabras. Eso es muy importante para mí. Él también me cuenta a mí algunas cosas y al contarme, no sólo me dice aquello que expresa con palabras, también me dice aquello que expresa con silencios. Tú padre y yo hemos tendido puentes uno hacia el otro, en ambos sentidos. Son buenos puentes, de esos que no se caen ya más que con la muerte. A lo mejor los de él no son tan anchos como los míos, pero no es un hombre cerrado. Es luego un viejo necio para muchas cosas, pero ha sido un magnífico compañero de mi vida. Y tú eres mi hijo y haré mi labor para que un día ustedes dos se encuentren, se conozcan. Estoy segura que será una enorme sorpresa para los dos saber que realmente son muy parecidos, que son Daniel y Carlos Franco, padre e hijo y que se amarán mucho.
- Está bien mamá, yo estoy dispuesto si tú me lo pides. Ahí me avisas cuando él lo esté. Sólo espero que no sea en su lecho de muerte.
Mamá sonrió un poco mientras se terminaba el café y se levantaba de su asiento disponiéndose a partir.
- No exageremos hijo, realmente creo que la ocasión vendrá con el tiempo. Sólo es cuestión de tener paciencia, de encontrar una oportunidad.
- Mamá ¿De verdad no sabes en qué consiste el trabajo de mi papá?
- Sí lo sé, pero creo que es mejor que él te lo cuente un día.
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miércoles, 24 de noviembre de 2010
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IV
Segunda parte
Para fortuna del conductor, sorprendentemente había encontrado un espacio dónde estacionar la camioneta Grand Cherokee a prudente distancia del vehículo de Daniel Franco para poder vigilarlo. Toda una lotería considerando que por esos rumbos encontrar estacionamiento en la calle es casi milagroso. Momentos antes, cuando vio que se estaba estacionando apenas había salido de la agencia de detectives y a falta de lugar, tuvo que pasar junto a él, dar la vuelta a la manzana lo más rápidamente posible, atravesar imprudentemente una luz roja, y confiar en su suerte para que el detective no hubiera arrancado de nuevo y desaparecido. Pero no fue así. A la distancia, el detective parecía hablar por teléfono. Por lo que sólo había que esperar a que arrancara de nuevo para seguirlo.
Hasta ese instante, la oportunidad de actuar se había ido postergando para el conductor. Un día antes bajó temprano del avión y esperó en el aeropuerto a que llegara el momento. Unas horas después recibió una comunicación en el sentido de que los planes habían cambiado por un imprevisto y que no podría atacar a Kuzmanovski ese día, por tanto debía mantenerse a la expectativa. Esa noche tuvo que hospedarse en un hotel cercano a la espera de más información. Al día siguiente, después de recibir instrucciones, rentó la camioneta, ubicó la dirección de “Baskerville y Asociados”, se trasladó al lugar y esperó frente al edificio a que llegara Daniel Franco, cuya detallada descripción también había recibido. Le habían dicho que posiblemente llegaría temprano a esas oficinas, la orden era seguirlo hasta que encontrara a Ethan Campbell. Si acaso éste le entregaba el disco, entonces él podría deshacerse de los dos, o sólo del detective por si no deseaba hacer nada a un compatriota americano pero sin dejar de tomar ese disco para su cliente. Sin embargo, las cosas no habían salido de ese modo. Daniel Franco no se presentó por la mañana, sino varias horas después, entro a la agencia y salió pocos minutos después en su vehículo para, casi inmediatamente, detenerse donde se encontraba ahora. De cualquier modo ya lo había localizado y lo que seguía era no perderlo.
Si el conductor tuviera certeza de que Daniel Franco poseía ya el disco, hubiera bajado de una vez y terminado con aquello. Como se trataba de una calle muy transitada, hubiera tenido que hacer algo muy drástico y rápido. Tal vez abrir el auto, romperle el cuello al detective, tomar el disco y huir en su camioneta del modo más eficiente posible. Pero si el disco no estaba, sería un error adelantarse. Como fuera, el cambio de planes que le anunciaron hacía las cosas más interesantes, pues era probable que pudiera encargarse de más personas para cumplir con su trabajo. Tal vez pudiera sazonar su misión con algunas diversiones extras: propinarle una golpiza a alguien, acabar con otro usando una navaja en vez de pistola, interrogar a algún sujeto con toda la libertad posible, romper algunos huesos o cualquier otra cosa de las que le habían enseñado en los entrenamientos para comandos especiales. De cualquier modo, lamentablemente, lo prioritario era obtener el disco, aunque él hubiera preferido sólo tener algún enemigo que liquidar en vez de estar recuperando cosas. Le habían pedido rapidez y discreción, aunque esto último podía obviarse si era necesario. Mientras fuera efectivo, podía dejar tras de sí una masacre si le daba la gana y era precisamente eso lo que no le faltaba. De entre todos los anuncios del pasquín que circulaba en Texas promoviendo el servicio de mercenarios, lo habían escogido a él, pues prometía “eficacia letal”, aunque tal vez se debiera también a que sus precios estaban en una categoría media, no eran los más económicos, pero sí estaban algo alejados de los precios más altos. Pero independientemente de su estatus en el mercado, los métodos no tenían que ser precisamente diplomáticos y como no le dijeron qué hacer con los posibles testigos, él decidiría también en función de las circunstancias. Cuando lo entrevistaron, él había ofrecido algunas anécdotas de su experiencia en Irak, Irán, Afganistán y Rusia, de las cuales no ofreció ninguna evidencia, pero cuando le dijeron que se trataba de México, dijo que tanto mejor, pues había cobrado experiencia cazando migrantes para los Minuteman, hablaba aceptablemente el español y que, de paso, también había estado en Chile, Argentina y Venezuela. Moverse por el Distrito Federal tampoco sería problema para él, ya había estado ahí antes.
Por todo ello, sonrió al ver a Daniel Franco. Su complexión no representaría ningún peligro, menos su edad y agilidad. Si no sentía pena por mujeres y niños, menos aún la sentiría por este hombre de unos sesenta años. Por el contrario, hasta hubiera preferido un contrincante más digno de su capacidad física, entrenamiento y su disposición psicológica como mercenario: fallar no era una posibilidad que considerara siquiera.
Sin perder nunca de vista su objetivo, el conductor se adelantó a los hechos arrancando la camioneta al tiempo que Daniel Franco retiraba el celular de su oído. Al moverse el auto del detective, la camioneta hizo lo propio y muy poco tiempo después se dio cuenta que perseguirlo también sería sencillo. Daniel Franco conducía realmente muy despacio para sus estándares.
El auto dobló hacia avenida Insurgentes, atravesó avenida Chapultepec y se adentró en la colonia Roma, dando vueltas por sus calles. Por el modo en que se movía, daba la impresión de no estar seguro de hacia dónde se dirigía. Al final pareció encontrar el lugar y se estacionó frente a un edificio en la calle Sinaloa. La Grand Cherokee se estacionó a prudente distancia de nueva cuenta y su conductor se quitó los anteojos negros al tiempo que el detective entraba al edificio, luego miró la hora, abrió la guantera y sacó una pistola tipo escuadra, sacó el cargador, corroboró el número de balas, revisó que la cámara estuviera vacía, volvió a meter el cargador, puso el seguro, hizo a un lado el contrato de renta de la camioneta, metió la pistola y cerró la guantera, lo más probable es que no usara el arma. Inclinó ligeramente el respaldo y se acomodó en su asiento mirando al edificio, inmóvil, sin hacer caso de la gente que pasaba por la calle volteando hacia su vehículo con curiosidad. Si suponía las cosas correctamente, el sujeto bajaría con el disco, por lo que lo atacaría sin piedad cuando saliera. Así entraría por fin en acción. Pero un nuevo imprevisto cambió sus planes: poco después de media hora de estar vigilando, su celular comenzó a sonar. “Yes”, dijo secamente. Tras escuchar unos segundos, sacó una libreta de su bolsillo y un bolígrafo y comenzó a anotar lo que le decía la voz al teléfono. Aún no era posible atacar al objetivo, pero tampoco importaba mucho si lo perdía en el tráfico, cosa por demás improbable dada su experiencia inmediata, porque ya sabía a dónde se dirigiría más tarde. Sacó un mapa y se dispuso a estudiar la ubicación de la casa de William Baskerville.
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Segunda parte
Para fortuna del conductor, sorprendentemente había encontrado un espacio dónde estacionar la camioneta Grand Cherokee a prudente distancia del vehículo de Daniel Franco para poder vigilarlo. Toda una lotería considerando que por esos rumbos encontrar estacionamiento en la calle es casi milagroso. Momentos antes, cuando vio que se estaba estacionando apenas había salido de la agencia de detectives y a falta de lugar, tuvo que pasar junto a él, dar la vuelta a la manzana lo más rápidamente posible, atravesar imprudentemente una luz roja, y confiar en su suerte para que el detective no hubiera arrancado de nuevo y desaparecido. Pero no fue así. A la distancia, el detective parecía hablar por teléfono. Por lo que sólo había que esperar a que arrancara de nuevo para seguirlo.
Hasta ese instante, la oportunidad de actuar se había ido postergando para el conductor. Un día antes bajó temprano del avión y esperó en el aeropuerto a que llegara el momento. Unas horas después recibió una comunicación en el sentido de que los planes habían cambiado por un imprevisto y que no podría atacar a Kuzmanovski ese día, por tanto debía mantenerse a la expectativa. Esa noche tuvo que hospedarse en un hotel cercano a la espera de más información. Al día siguiente, después de recibir instrucciones, rentó la camioneta, ubicó la dirección de “Baskerville y Asociados”, se trasladó al lugar y esperó frente al edificio a que llegara Daniel Franco, cuya detallada descripción también había recibido. Le habían dicho que posiblemente llegaría temprano a esas oficinas, la orden era seguirlo hasta que encontrara a Ethan Campbell. Si acaso éste le entregaba el disco, entonces él podría deshacerse de los dos, o sólo del detective por si no deseaba hacer nada a un compatriota americano pero sin dejar de tomar ese disco para su cliente. Sin embargo, las cosas no habían salido de ese modo. Daniel Franco no se presentó por la mañana, sino varias horas después, entro a la agencia y salió pocos minutos después en su vehículo para, casi inmediatamente, detenerse donde se encontraba ahora. De cualquier modo ya lo había localizado y lo que seguía era no perderlo.
Si el conductor tuviera certeza de que Daniel Franco poseía ya el disco, hubiera bajado de una vez y terminado con aquello. Como se trataba de una calle muy transitada, hubiera tenido que hacer algo muy drástico y rápido. Tal vez abrir el auto, romperle el cuello al detective, tomar el disco y huir en su camioneta del modo más eficiente posible. Pero si el disco no estaba, sería un error adelantarse. Como fuera, el cambio de planes que le anunciaron hacía las cosas más interesantes, pues era probable que pudiera encargarse de más personas para cumplir con su trabajo. Tal vez pudiera sazonar su misión con algunas diversiones extras: propinarle una golpiza a alguien, acabar con otro usando una navaja en vez de pistola, interrogar a algún sujeto con toda la libertad posible, romper algunos huesos o cualquier otra cosa de las que le habían enseñado en los entrenamientos para comandos especiales. De cualquier modo, lamentablemente, lo prioritario era obtener el disco, aunque él hubiera preferido sólo tener algún enemigo que liquidar en vez de estar recuperando cosas. Le habían pedido rapidez y discreción, aunque esto último podía obviarse si era necesario. Mientras fuera efectivo, podía dejar tras de sí una masacre si le daba la gana y era precisamente eso lo que no le faltaba. De entre todos los anuncios del pasquín que circulaba en Texas promoviendo el servicio de mercenarios, lo habían escogido a él, pues prometía “eficacia letal”, aunque tal vez se debiera también a que sus precios estaban en una categoría media, no eran los más económicos, pero sí estaban algo alejados de los precios más altos. Pero independientemente de su estatus en el mercado, los métodos no tenían que ser precisamente diplomáticos y como no le dijeron qué hacer con los posibles testigos, él decidiría también en función de las circunstancias. Cuando lo entrevistaron, él había ofrecido algunas anécdotas de su experiencia en Irak, Irán, Afganistán y Rusia, de las cuales no ofreció ninguna evidencia, pero cuando le dijeron que se trataba de México, dijo que tanto mejor, pues había cobrado experiencia cazando migrantes para los Minuteman, hablaba aceptablemente el español y que, de paso, también había estado en Chile, Argentina y Venezuela. Moverse por el Distrito Federal tampoco sería problema para él, ya había estado ahí antes.
Por todo ello, sonrió al ver a Daniel Franco. Su complexión no representaría ningún peligro, menos su edad y agilidad. Si no sentía pena por mujeres y niños, menos aún la sentiría por este hombre de unos sesenta años. Por el contrario, hasta hubiera preferido un contrincante más digno de su capacidad física, entrenamiento y su disposición psicológica como mercenario: fallar no era una posibilidad que considerara siquiera.
Sin perder nunca de vista su objetivo, el conductor se adelantó a los hechos arrancando la camioneta al tiempo que Daniel Franco retiraba el celular de su oído. Al moverse el auto del detective, la camioneta hizo lo propio y muy poco tiempo después se dio cuenta que perseguirlo también sería sencillo. Daniel Franco conducía realmente muy despacio para sus estándares.
El auto dobló hacia avenida Insurgentes, atravesó avenida Chapultepec y se adentró en la colonia Roma, dando vueltas por sus calles. Por el modo en que se movía, daba la impresión de no estar seguro de hacia dónde se dirigía. Al final pareció encontrar el lugar y se estacionó frente a un edificio en la calle Sinaloa. La Grand Cherokee se estacionó a prudente distancia de nueva cuenta y su conductor se quitó los anteojos negros al tiempo que el detective entraba al edificio, luego miró la hora, abrió la guantera y sacó una pistola tipo escuadra, sacó el cargador, corroboró el número de balas, revisó que la cámara estuviera vacía, volvió a meter el cargador, puso el seguro, hizo a un lado el contrato de renta de la camioneta, metió la pistola y cerró la guantera, lo más probable es que no usara el arma. Inclinó ligeramente el respaldo y se acomodó en su asiento mirando al edificio, inmóvil, sin hacer caso de la gente que pasaba por la calle volteando hacia su vehículo con curiosidad. Si suponía las cosas correctamente, el sujeto bajaría con el disco, por lo que lo atacaría sin piedad cuando saliera. Así entraría por fin en acción. Pero un nuevo imprevisto cambió sus planes: poco después de media hora de estar vigilando, su celular comenzó a sonar. “Yes”, dijo secamente. Tras escuchar unos segundos, sacó una libreta de su bolsillo y un bolígrafo y comenzó a anotar lo que le decía la voz al teléfono. Aún no era posible atacar al objetivo, pero tampoco importaba mucho si lo perdía en el tráfico, cosa por demás improbable dada su experiencia inmediata, porque ya sabía a dónde se dirigiría más tarde. Sacó un mapa y se dispuso a estudiar la ubicación de la casa de William Baskerville.
La Contraseña XI
sábado, 20 de noviembre de 2010
La Contraseña IX
[ Por Cosmos02 ]
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La Contraseña VIII
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La Contraseña VIII
IV
Reconciliación forzada
Primera parte
Al llegar al estacionamiento, Daniel Franco se quedó inmóvil a un lado de su auto. Se sentía abrumado. A la desazón que lo embargaba desde hacía varias horas se añadía ahora la incertidumbre sobre su propio futuro económico. Acababa de cambiar la estabilidad de su trabajo e ingresos, en la etapa final de su vida laboral, por un caso extraño que bien podría no tener más destino que informar sobre la muerte de Campbell. Mala decisión sin duda, pero ¿realmente tuvo la posibilidad de decidir sobre aceptar o no el caso? Como fuera, el enfrentamiento con Guillermo Baskerville lo dejaba ahora ante la inédita situación de estar desempleado, por lo cual estaba particularmente arrepentido por coronar el pleito con ese pequeño, pero absolutamente innecesario, acto de arrogancia, cuyas consecuencias comenzaban a preocuparle. Era obvio que su única solución a la mano era continuar con el caso hasta el final y esperar a que los demás efectos los arreglara, si aún le era posible, míster William.
La idea original de Franco era llegar a la agencia y desde su privado enviar un correo electrónico a Julieta Díaz para contactarla con la dirección que le había dado la jovencita del edificio. Deseaba obtener la mayor información posible antes de hablar de nuevo con Kuzmanovski, pero después de que tuvo que salir de la agencia, un nuevo problema se le presentaba. Hacía algunos años Daniel Franco había recibido algunos cursos para aprovechar la red informática de la agencia cuando la instalaron. Y pese a su edad se había adaptado aunque fuera mínimamente a la nueva tecnología. Había una base de datos de clientes con accesos restringidos según el caso y el detective encargado, en donde cada uno debía capturar los reportes correspondientes; también estaba la base de datos de electores que Franco había usado la noche anterior. Además, los detectives debían tener los conocimientos básicos para escribir documentos en el procesador de palabras e incluso consultar Internet y saber enviar y recibir correos electrónicos en Outlook. Pero en varios de esos terrenos Daniel Franco a veces se movía por instinto, más que con conocimiento pleno de las herramientas de la computadora y con mucha frecuencia tenía que auxiliarlo el muchacho de soporte técnico que trabajaba ahí. Por lo que Daniel Franco ignoraba si podría enviar un correo electrónico fuera de la agencia. No se sentía lo suficientemente seguro como para meterse a un café Internet y mandar el mensaje. Requería de ayuda en ese terreno y si era de confianza mejor, pues también sabía de oídas que no todo lo que se hacía en Internet estaba libre de indiscreciones. Repasó mentalmente la posible ayuda a la mano mientras se subía a su coche y salía de la agencia. Avanzó un par de cuadras y se estacionó al tiempo que sacaba su celular y marcaba a su esposa.
- Estela, habla Daniel.
- ¡Amor! –Respondió ella. Se encontraba en su escritorio firmando oficios en su calidad de directora de una escuela secundaria. -¿Pasa algo? ¿Estás bien?
- Bien, querida, bien –mintió Franco- ocurre que hay un problema en la oficina…. Un problema técnico. Reventó la red de computadoras y ahora hay algo que debo resolver.
- ¿Reventó la red de computadoras? ¿Explotó algo? ¿Qué problema?
- Bueno, verás, no sé… –titubeó el detective- “reventó” es un modo de decir, es que no sé qué pasó. El problema es que necesito enviar un correo electrónico ahora y quiero saber si puedo utilizar alguna computadora de tu escuela para eso.
- Claro amor, por supuesto. –Respondió Estela-
- ¿Puedo usar la computadora de tu oficina?
- Bueno, directamente en mi oficina no hay Internet. Lo mandé quitar, las secretarias de Dirección y de Servicios Escolares que tengo aquí afuera lo usaban sólo para chatear y yo realmente no lo necesito, todo lo solicito al taller de cómputo cuando es de bajar o consultar algo. Por eso dejé Internet sólo en la sala de maestros y en el taller de cómputo. Es algo lento, pero lo prefiero así.
- ¿Y entonces qué computadora puedo usar?
- La que quieras cariño, de la sala de maestros o del taller, como quieras, tú ven a la escuela y ya está.
- Está bien Estela, voy para allá –respondió Daniel Franco- pero necesito que alguien me ayude a enviar el correo ¿se puede?
- Por supuesto que sí Daniel, será toda una novedad que vengas para acá. Yo le digo al maestro de taller de computación que te eche una mano con lo que quieras.
En efecto, Daniel Franco no solía ir al trabajo de su esposa, menos aún si estaba atendiendo algún caso. Sin embargo, recordó que había algunos detalles que no podía dejar pasar.
- Estela, pero sí debo decirte que sólo necesito que el maestro me auxilie en enviar un mensaje, pero no debe conocer el contenido. Es más, si algo queda en la computadora, debe borrarse completamente.
- Uuuuyy, cariño, cuánto misterio. –Bromeó su esposa- Pero la pones algo difícil ¿No? ¿Cómo te van a ayudar sin ver? Me parece un poco absurdo. No sé si luego le tengan que borrar algo a la computadora o qué quieras que hagan, pero me parece que así no va a ser posible.
Cuando Daniel Franco hablaba con su esposa, suavizaba ligeramente su tono de voz, expresándole afecto. Pero al escuchar eso lo devolvió al tono habitual del detective.
- No es opción para mí correr riesgos con la información de un caso Estela, compréndelo.
- Entonces usa alguna computadora de alguien de confianza Daniel, las de la escuela son públicas y mucha gente mete mano en ellas y no sé si tuvieras riesgos con tu información. Si tuviéramos computadora en la casa tendrías el problema resuelto, pero no hemos comprado desde que Sofía se casó y se llevó su portátil.
Entonces Franco recordó a su hija Sofía. En efecto, ella usaba computadora e Internet. Fue la última de sus dos hijas en casarse, tal vez ella pudiera ayudarlo.
- ¿Y si voy a casa de Sofía querida? Supongo que aún tiene su computadora.
- De tener la tiene Daniel, por supuesto. Pero ella aún no llega a su casa. Recuerda que a esta hora aún no sale de trabajar. Y Guadalupe –dijo refiriéndose a su otra hija- está igual, ahorita no la encuentras. Háblales al celular, a ver a qué hora llegan.
- No, me temo que no –respondió Franco- lo necesito ahora, antes de que se haga más tarde. Además, ando por la agencia y ambas viven lejos de aquí.
- Entonces ve con Carlos –dijo su esposa simulando naturalidad- él sí puede ayudarte.
- ¿Carlos? –dijo al teléfono Daniel Franco, sorprendido por la propuesta-
- Sí, sí amor Caaaaaaaarlos –respondió Estela con tono de reproche-. Si alguien puede ayudarte es él, ésa es precisamente su área, como espero recuerdes. Sabe hacer las cosas y te puedo asegurar que es de toda la confianza que quieras, aunque tú no confíes en él. ¿Ya se te olvidó tu hijo o qué te ocurre?
- No, por supuesto que no –contestó lentamente Daniel Franco-, lo que ocurre es que tengo mis dudas que acepte ayudarme.
- Te ayudará amor, te ayudará, no temas por eso.
- No es sólo eso, ni siquiera sé dónde vive –dijo Franco sin ocultar su pena y repentina tristeza.
- Pues vive muy cerca de ahí cariño, vive en un departamento en la colonia Roma. Es más, déjame hablarle primero. Te marco en cinco minutos y te doy bien su dirección. Yo sé llegar, pero se me vaya a olvidar algún dato. Le aviso que vas a ir y que necesitas que te ayude. ¿O quieres que te de su número y le marcas tú?
- No, Estela, espera, debe haber otra opción, hay que revisar…
- Amor, reconócelo, no tienes opciones.
Daniel Franco se sentía confundido. Recibir ayuda en ese momento de Carlos, a pesar de lo ocurrido, era conceder que se había equivocado, lo cual no era nada improbable, por lo que antes de recibirla, lo primero que tenía que hacer era pedir perdón, reconciliarse con su propio hijo, dejar actitudes de falso orgullo. De algún modo, Daniel Franco descubría que este caso le estaba resultando muy caro en diversos sentidos. Primero, lo había hecho sentir, como nunca antes, serias dudas sobre su auténtica capacidad como detective, luego vinieron diversas aprehensiones sobre los riesgos personales que se pueden correr, luego había perdido su empleo y ahora debía enfrentar una faceta de su vida que lo incomodaba. Tenía que hacer cara a un pendiente familiar, dar un pequeño paso de reconciliación, que siempre le posponía a su esposa con cualquier pretexto, pero ahora pagando una alta cuota de orgullo y si esto fuera poco, además, parado en la posición más incómoda posible: pidiendo ayuda. Daniel Franco tenía que evitar dar ese paso, postergarlo de nuevo. Si algo no tenía en este momento era el ánimo de hacer algo que, de por sí, difícilmente había querido hacer en los años previos.
- No, Estela, no le hables, se va a negar –insistió procurando dar convicción a sus palabras-
Estela en cambio, sabía que éste era el momento, tenía que presionar. Ya casi había desistido de pedirle a su esposo que se reconciliara con Carlos y tocaban cada vez menos el tema. Amaba a ambos y éste era un asunto cuya solución había buscado largamente. Conocía bien a su hijo, pues mantenía una estrecha y constante comunicación con él, por lo que sabía de antemano su respuesta, pero con Daniel Franco todo era imposible. Con su esposo no valían escenas de disgusto o reproches, él se mantenía inmutable. Sin embargo, ante la constante insistencia de Estela en los meses después del rompimiento entre padre e hijo, las más de las veces con ánimo conciliador, más que conflictivo, él había terminado por reconocer que tal vez se había excedido. Aun así exigía que fuera Carlos quien diera signos de quererse reconciliar y, por tanto, quien se disculpara y entonces todo se le atoraba a Estela, pues en ese punto Carlos tampoco cedía, bajo la premisa de que él tenía razón. Por tanto, ahora todo consistía en aprovechar esta coyuntura de su esposo, este momento de debilidad que, tal vez, lo obligaría a ceder. Por los cálculos mentales que ella también hacía, tal vez no tendría otra ocasión de doblar al tozudo de Daniel Franco a hablar con su propio hijo, el ingeniero Carlos Franco.
- Qué se va a negar, ni que el regazo de la tía Meche Daniel, se nota que no lo conoces. ¿Cuántos años tiene que no lo ves? Según yo va para cuatro. Voy a hablar rápido con él, te marco en cinco minutos mi amor.
Estela colgó sin darle oportunidad de decir más para, en efecto, comunicarse con su esposo pocos minutos después.
- Anota la dirección, te espera en su departamento.
- Estela, te adelanto que no voy a disculparme con Carlos. –dijo Daniel Franco en un intento por establecer nuevas condiciones-
- No espera que lo hagas cariño –respondió Estela seriamente, sin matices en la voz-, anota ya.
Daniel Franco sacó la libreta que siempre cargaba en la chamarra y anotó la dirección, se despidió de su esposa y colgó. Después arrancó su auto mientras daba un profundo suspiro.
La Contraseña X
miércoles, 17 de noviembre de 2010
La Contraseña VIII
[ Por Cosmos02 ]
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III
Un rompecabezas por armar.
La presencia del haz de luz sobre el logo de la agencia estaba notablemente disminuida por el resto de la iluminación de la oficina. El escritorio de la recepción, que la noche anterior estaba en la penumbra, era un semicírculo que se encontraba en la base del muro de cristal, bajo el logo con la silueta de Sherlock Holmes. Ahí una recepcionista con traje sastre azul marino y diadema telefónica en la cabeza, predisponía la sonrisa ante la llegada del elevador, preparándose a atender a los posibles clientes. Pero la sonrisa duró lo mismo que un pestañeo cuando vio llegar a Daniel Franco.
- Detective, buenos días. Don Guillermo nos pidió que le comunicáramos que fuera a su oficina tan pronto llegara. Parece que está muy disgustado. – Dijo arqueando las cejas.
- Atenderé eso en unos momentos –Respondió Daniel Franco rodeando el escritorio para ir a su privado, pero otro detective, uno de los que solían acompañarlo a cazar infieles in fraganti y, por tanto, más alto y corpulento que él, le salió al paso con gesto de cumplir órdenes muy a su pesar.
- Lo siento Franco, pero el jefe me pidió que no te dejara entrar. Tienes que ir primero a hablar con él.
Franco lo miró a los ojos y descubrió que su compañero realmente tenía un conflicto de intereses, no quería enfrentarse con él, aunque tampoco lo dejaría pasar. Entonces le dedicó un gesto de comprensión palmeándole el hombro y dio media vuelta hacia el privado de Guillermo Baskerville mientras su compañero le decía:
- Perdóname Franco, oye, te debo todavía de la última apuesta, del caso de la señora Salazar, en la quincena te pago ¿estamos?
Daniel Franco levantó la mano en señal de entendimiento, sin voltear ni detenerse.
Algunas de las condiciones, además de los arreglos económicos necesarios, que puso William Baskerville cuando le dejó la dirección de la agencia a su hijo Guillermo fueron que su oficina no se ocupara hasta que muriera y que Daniel Franco no usara el uniforme de los empleados de la empresa: traje azul marino con camisa blanca y corbata roja. Las mujeres vestían igual que la recepcionista. Eso daría a la agencia la imagen de ser siempre metódica y ordenada. La distinción que hacía míster William con Franco era mera amistad, aunque en corto le decía a los clientes que eso también reflejaba el sentido de creatividad y originalidad que también son necesarios para resolver casos difíciles. Pero Daniel Franco, en imitación a su jefe, también cuidaba su vestir. Solía usar pantalones de casimir, zapatos bostonianos e impecables camisas blancas. Lo que nunca faltaba, sin embargo, era su chamarra de piel color café. Era su evidente, pero inconfesado, sello personal, su marca de detective, muy a la Pepe Carvalho.
Conforme avanzaba por el pasillo, Franco suponía lo que le esperaba. Jamás le había dado ocasión a Guillermo Baskerville de regañarlo por llegar tarde y ésta oportunidad no iba a ser desperdiciada. Ya se imaginaba, sin mucho esfuerzo realmente, la escena de gritos que su jefe haría, ése era el modo con el que Guillermo quería hacer notar su relativamente reciente autoridad en la agencia. Sus agrios regaños al principio eran tomados con cierto temor por todo el personal, pero fueron tan frecuentes e injustificados, que todos terminaron por asumirlos como un mal necesario del nuevo patrón y la mayoría los dejaba pasar con cierto estoicismo y sin darle ya mayor importancia. El personal de la agencia en general, aunque no lo dijera, sabía que la función real de los regaños era desahogar un poco el frustrado carácter del nuevo dueño de la agencia, pero intrascendente para cualesquier otro efecto. Sin embargo, para Daniel Franco era una novedad que lo regañaran y no tenía duda alguna que sería la ocasión de Guillermo de poder mostrar abiertamente la animadversión que, de por sí, se profesaban desde siempre. Pero dos cosas consolaban a Daniel Franco, una era que el regaño en sí mismo, por lo que todos sabían, no tendría importancia y la segunda es que no tenía casos de infieles pendientes, por lo que pasaría este desaguisado menor lo más rápidamente posible y podría continuar con lo suyo.
La oficina de Guillermo Baskerville se encontraba en el extremo opuesto a la de su padre y en absoluto contraste con aquella, tenía las paredes desnudas, pintadas de blanco y se iluminaba con lámparas fluorescentes incrustadas en el plafón, sin matices ni intención de decorado. En la pared del fondo había una fila de 6 archiveros metálicos color gris con expedientes selectos de casos que había atendido la agencia desde su fundación. Si los involucrados en esos casos hubieran puesto atención a ese dato, seguramente hubieran rescatado esos expedientes, pues en ellos se encontraban fotografías y documentos comprometedores para mucha gente en diversos sentidos. En sus momentos más siniestros, Guillermo Baskerville había en secreto valorado la posibilidad de usarlos como herramienta de chantaje, pero esa alternativa sólo la usaría en caso de extrema necesidad económica y nunca en vida de su padre, pues éste seguramente le arrebataría la agencia y la herencia si se enterara. De cualquier modo, prefería tener esos expedientes cerca de él para revisarlos frecuentemente, a veces para encontrar más posibilidades de chantaje, otras por simple morbo: Guillermo Baskerville encontraba placer conociendo las debilidades de sus clientes o de sus cónyuges.
En el resto de la oficina había un escritorio metálico y junto a él un mueble modular para computadora, con un equipo, una impresora y un scanner. Frente al escritorio una silla de madera, que todos conocían como la silla de los regaños. Las asignaciones de casos y la planeación cuando el personal tenía que trabajar en equipo, se hacían en la sala de juntas, por lo que ahí no había más mobiliario. Guillermo Baskerville prefería no arreglar ese lugar, que originalmente funcionaba como archivo muerto y bodega de distintos objetos, porque esperaba el día que pudiera ocupar la oficina de su padre.
Franco entró sin tocar. Entre ellos la cortesía había nacido muerta. Guillermo Baskerville se encontraba encorvado en su escritorio, mirando fotografías de un expediente que cerró de inmediato al abrirse la puerta. Alzó la mirada y vio con desprecio a Daniel Franco. Era innegable que se parecía a míster William, pero sólo vagamente. La nariz aguileña que daba un aire de astucia a su padre, en él estaba chueca y enmarcada por pecas en las mejillas, haciéndolo parecer, más bien, un boxeador fracasado. Sus ojos azules estaban demasiado juntos y daban la sensación de no poder enfocar los objetos en su centro y su cara alargada terminaba en una barbilla puntiaguda que hacía círculos al hablar. Pero en Guillermo había, además, una mueca amarga, una infelicidad mal disimulada, un gesto despectivo no sólo por Daniel Franco, sino por todo lo que le rodeaba. Era la mirada del fastidio y la insatisfacción permanente. Su aspecto general solía parecer descuidado, a veces con el cabello con exceso de gel y mal peinado, en otras con el cuello de la camisa fuera del saco y en otras más ubicaba su desgarbado cuerpo en posiciones tan descompuestas que entre los detectives le apodaban “el zancudo”. “¿Cómo te imaginas que un zancudo pueda sentarse en una silla?”, decían entre ellos y, carcajeándose, se respondían “sólo como él”. Guillermo Baskerville, en los corrillos de la agencia, no sólo era un personaje patético, sino además el hazmerreír de todos.
- Lamento haber llegado tarde –Dijo Franco para adelantarse a la situación y terminar el trance lo antes posible, aunque sin ningún énfasis-.
- No creo que lo lamentes Daniel, estabas seguramente muy ocupado –contestó Guillermo con un tono bajo que pretendía ser irónico en su aguda vocecita para sorpresa de Franco, que esperaba los gritos que, sin trámites, empezaba a soltar cuando mandaba llamar a alguien. Pero, fiel a su costumbre, guardó silencio y se mantuvo a la expectativa.
- Sé que estuviste aquí anoche Daniel, que te entrevistaste con mi padre. ¿Te asignó un caso?
Para Daniel Franco fue un nuevo golpe la evidencia de que había cometido otro error. Era obvio que su actual jefe se iba a enterar por el portero, por el acceso al sistema o como fuera que él había estado ahí, pero que, además, no iba a aprobar su participación en un caso sin su conocimiento. Ni él ni William Baskerville habían comentado cómo se manejaría este asunto respecto a la agencia en general y a Guillermo Baskerville en particular y ahora iba a pagar las consecuencias.
- Si tu padre no te ha dicho nada, siento decirte que tampoco voy yo a hacerlo –contestó el detective con cierto aire de reto, pero escudándose en su mentor.
- O sea que mi padre sigue activo a través de ti ¿No es así? – masculló Guillermo apretando los dientes y entrecerrando los ojos que destilaban odio – ¡Con que el viejo se niega a retirarse!
Daniel Franco apretó un poco las mandíbulas, pero intentó mantenerse, y presentarse, impasible. Ante eso, Guillermo Baskerville, dando un violento manotazo en la mesa, gritó:
- ¡Con un demonio Daniel! ¡Me vas a entregar el caso de inmediato o estás despedido!
Franco lo miró procurando no moverse, aunque no pudo evitar que sus músculos se tensaran aún más, como tigre predisponiéndose a atacar.
- Creo que ambas cosas deberás hablarlas con tu padre Guillermo, no conmigo. – Contestó Franco procurando no levantar la voz.
- ¿De qué se trata Franco? ¿Alguna señora rica con cuernos que buscó directamente a mi padre?
Guillermo Baskerville pretendía herirlo, más que regañarlo, ofenderlo, lastimarlo, pero Daniel Franco guardó silencio mirándolo directamente a los ojos. Notó entonces que estaban algo hundidos, raros de alguna manera. Una mirada ligeramente vidriosa que aparentemente no podía enfocar nada específico, un rayo de ira mal ajustado a la distancia y en globos levemente enrojecidos. Por desprecio mutuo, Daniel Franco siempre procuraba no fijarse directamente en Guillermo Baskerville, pero ahora que lo hacía de frente y tan cerca, descubrió que el hijo de su querido maestro y nuevo patrón usaba drogas y de la reacción de disgusto a la que estaba a punto de entregarse por la provocación, paso a la conmiseración, sin olvidar su desprecio. Guillermo Baskerville era un pobre diablo que necesitaba ayuda, pero al que no le iba a permitir que lo afectara con cualquier cosa que dijera. Así que, dominándose, simplemente reforzó su silencio. Al ver su actitud, Guillermo volvió a hablar.
- Si no vas a decir nada, entonces estas oficinas están cerradas para ti Daniel. Te prohíbo terminantemente utilizar los recursos de la agencia para atender tu caso y respecto a tu despido, sabes perfectamente que tu contrato dice que no puedes aceptar ni atender casos sin el conocimiento de “Baskerville y asociados” y como rompiste los términos de una de las cláusulas más importantes, la agencia ya no tiene contigo compromiso contractual alguno, por lo que no necesito consultarlo con nadie ¡Me escuchaste! ¡Con nadie! ¡Estás despedido!
Daniel Franco se dijo a sí mismo que tampoco tenía porqué tolerar exabruptos indefinidamente y menos de aquél chamaco que terminaría arruinando la reputación del gran detective que era su padre, por lo que giró sobre sus pies y se dirigió de inmediato a la puerta cuando escuchó una nueva advertencia.
- Ni se te ocurra ir a tu privado Daniel, no sacarás nada de ahí. Si hay algo tuyo, primero lo revisamos, no te vas a llevar ninguna información. Tampoco quiero reuniones en la noche, daré instrucciones para que no te dejen pasar a esta oficina a ninguna hora ¿Me oíste?
El detective se detuvo en seco, regresó sobre sus pasos y se inclinó sobre el escritorio hasta que ambos rostros quedaron cerca y pudo notar que el de Guillermo, inclinándose hacia atrás por la sorpresa de su reacción, tal vez pensando que Franco le lanzaría un golpe, había enmudecido y hacía cierta expresión de miedo y asombro.
- Escúchame bien jovencito, tú no me despediste. Desde que acepté este importante caso, al mismo tiempo renuncié.
Por la cara que en ese momento puso Guillermo, Daniel Franco pensó que si se trataba de lastimar, él también podía causar alguna herida, aunque hubiera tenido que mentir.
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La Contraseña V
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La Contraseña VII
III
Un rompecabezas por armar.
Cuarta parte
La presencia del haz de luz sobre el logo de la agencia estaba notablemente disminuida por el resto de la iluminación de la oficina. El escritorio de la recepción, que la noche anterior estaba en la penumbra, era un semicírculo que se encontraba en la base del muro de cristal, bajo el logo con la silueta de Sherlock Holmes. Ahí una recepcionista con traje sastre azul marino y diadema telefónica en la cabeza, predisponía la sonrisa ante la llegada del elevador, preparándose a atender a los posibles clientes. Pero la sonrisa duró lo mismo que un pestañeo cuando vio llegar a Daniel Franco.
- Detective, buenos días. Don Guillermo nos pidió que le comunicáramos que fuera a su oficina tan pronto llegara. Parece que está muy disgustado. – Dijo arqueando las cejas.
- Atenderé eso en unos momentos –Respondió Daniel Franco rodeando el escritorio para ir a su privado, pero otro detective, uno de los que solían acompañarlo a cazar infieles in fraganti y, por tanto, más alto y corpulento que él, le salió al paso con gesto de cumplir órdenes muy a su pesar.
- Lo siento Franco, pero el jefe me pidió que no te dejara entrar. Tienes que ir primero a hablar con él.
Franco lo miró a los ojos y descubrió que su compañero realmente tenía un conflicto de intereses, no quería enfrentarse con él, aunque tampoco lo dejaría pasar. Entonces le dedicó un gesto de comprensión palmeándole el hombro y dio media vuelta hacia el privado de Guillermo Baskerville mientras su compañero le decía:
- Perdóname Franco, oye, te debo todavía de la última apuesta, del caso de la señora Salazar, en la quincena te pago ¿estamos?
Daniel Franco levantó la mano en señal de entendimiento, sin voltear ni detenerse.
Algunas de las condiciones, además de los arreglos económicos necesarios, que puso William Baskerville cuando le dejó la dirección de la agencia a su hijo Guillermo fueron que su oficina no se ocupara hasta que muriera y que Daniel Franco no usara el uniforme de los empleados de la empresa: traje azul marino con camisa blanca y corbata roja. Las mujeres vestían igual que la recepcionista. Eso daría a la agencia la imagen de ser siempre metódica y ordenada. La distinción que hacía míster William con Franco era mera amistad, aunque en corto le decía a los clientes que eso también reflejaba el sentido de creatividad y originalidad que también son necesarios para resolver casos difíciles. Pero Daniel Franco, en imitación a su jefe, también cuidaba su vestir. Solía usar pantalones de casimir, zapatos bostonianos e impecables camisas blancas. Lo que nunca faltaba, sin embargo, era su chamarra de piel color café. Era su evidente, pero inconfesado, sello personal, su marca de detective, muy a la Pepe Carvalho.
Conforme avanzaba por el pasillo, Franco suponía lo que le esperaba. Jamás le había dado ocasión a Guillermo Baskerville de regañarlo por llegar tarde y ésta oportunidad no iba a ser desperdiciada. Ya se imaginaba, sin mucho esfuerzo realmente, la escena de gritos que su jefe haría, ése era el modo con el que Guillermo quería hacer notar su relativamente reciente autoridad en la agencia. Sus agrios regaños al principio eran tomados con cierto temor por todo el personal, pero fueron tan frecuentes e injustificados, que todos terminaron por asumirlos como un mal necesario del nuevo patrón y la mayoría los dejaba pasar con cierto estoicismo y sin darle ya mayor importancia. El personal de la agencia en general, aunque no lo dijera, sabía que la función real de los regaños era desahogar un poco el frustrado carácter del nuevo dueño de la agencia, pero intrascendente para cualesquier otro efecto. Sin embargo, para Daniel Franco era una novedad que lo regañaran y no tenía duda alguna que sería la ocasión de Guillermo de poder mostrar abiertamente la animadversión que, de por sí, se profesaban desde siempre. Pero dos cosas consolaban a Daniel Franco, una era que el regaño en sí mismo, por lo que todos sabían, no tendría importancia y la segunda es que no tenía casos de infieles pendientes, por lo que pasaría este desaguisado menor lo más rápidamente posible y podría continuar con lo suyo.
La oficina de Guillermo Baskerville se encontraba en el extremo opuesto a la de su padre y en absoluto contraste con aquella, tenía las paredes desnudas, pintadas de blanco y se iluminaba con lámparas fluorescentes incrustadas en el plafón, sin matices ni intención de decorado. En la pared del fondo había una fila de 6 archiveros metálicos color gris con expedientes selectos de casos que había atendido la agencia desde su fundación. Si los involucrados en esos casos hubieran puesto atención a ese dato, seguramente hubieran rescatado esos expedientes, pues en ellos se encontraban fotografías y documentos comprometedores para mucha gente en diversos sentidos. En sus momentos más siniestros, Guillermo Baskerville había en secreto valorado la posibilidad de usarlos como herramienta de chantaje, pero esa alternativa sólo la usaría en caso de extrema necesidad económica y nunca en vida de su padre, pues éste seguramente le arrebataría la agencia y la herencia si se enterara. De cualquier modo, prefería tener esos expedientes cerca de él para revisarlos frecuentemente, a veces para encontrar más posibilidades de chantaje, otras por simple morbo: Guillermo Baskerville encontraba placer conociendo las debilidades de sus clientes o de sus cónyuges.
En el resto de la oficina había un escritorio metálico y junto a él un mueble modular para computadora, con un equipo, una impresora y un scanner. Frente al escritorio una silla de madera, que todos conocían como la silla de los regaños. Las asignaciones de casos y la planeación cuando el personal tenía que trabajar en equipo, se hacían en la sala de juntas, por lo que ahí no había más mobiliario. Guillermo Baskerville prefería no arreglar ese lugar, que originalmente funcionaba como archivo muerto y bodega de distintos objetos, porque esperaba el día que pudiera ocupar la oficina de su padre.
Franco entró sin tocar. Entre ellos la cortesía había nacido muerta. Guillermo Baskerville se encontraba encorvado en su escritorio, mirando fotografías de un expediente que cerró de inmediato al abrirse la puerta. Alzó la mirada y vio con desprecio a Daniel Franco. Era innegable que se parecía a míster William, pero sólo vagamente. La nariz aguileña que daba un aire de astucia a su padre, en él estaba chueca y enmarcada por pecas en las mejillas, haciéndolo parecer, más bien, un boxeador fracasado. Sus ojos azules estaban demasiado juntos y daban la sensación de no poder enfocar los objetos en su centro y su cara alargada terminaba en una barbilla puntiaguda que hacía círculos al hablar. Pero en Guillermo había, además, una mueca amarga, una infelicidad mal disimulada, un gesto despectivo no sólo por Daniel Franco, sino por todo lo que le rodeaba. Era la mirada del fastidio y la insatisfacción permanente. Su aspecto general solía parecer descuidado, a veces con el cabello con exceso de gel y mal peinado, en otras con el cuello de la camisa fuera del saco y en otras más ubicaba su desgarbado cuerpo en posiciones tan descompuestas que entre los detectives le apodaban “el zancudo”. “¿Cómo te imaginas que un zancudo pueda sentarse en una silla?”, decían entre ellos y, carcajeándose, se respondían “sólo como él”. Guillermo Baskerville, en los corrillos de la agencia, no sólo era un personaje patético, sino además el hazmerreír de todos.
- Lamento haber llegado tarde –Dijo Franco para adelantarse a la situación y terminar el trance lo antes posible, aunque sin ningún énfasis-.
- No creo que lo lamentes Daniel, estabas seguramente muy ocupado –contestó Guillermo con un tono bajo que pretendía ser irónico en su aguda vocecita para sorpresa de Franco, que esperaba los gritos que, sin trámites, empezaba a soltar cuando mandaba llamar a alguien. Pero, fiel a su costumbre, guardó silencio y se mantuvo a la expectativa.
- Sé que estuviste aquí anoche Daniel, que te entrevistaste con mi padre. ¿Te asignó un caso?
Para Daniel Franco fue un nuevo golpe la evidencia de que había cometido otro error. Era obvio que su actual jefe se iba a enterar por el portero, por el acceso al sistema o como fuera que él había estado ahí, pero que, además, no iba a aprobar su participación en un caso sin su conocimiento. Ni él ni William Baskerville habían comentado cómo se manejaría este asunto respecto a la agencia en general y a Guillermo Baskerville en particular y ahora iba a pagar las consecuencias.
- Si tu padre no te ha dicho nada, siento decirte que tampoco voy yo a hacerlo –contestó el detective con cierto aire de reto, pero escudándose en su mentor.
- O sea que mi padre sigue activo a través de ti ¿No es así? – masculló Guillermo apretando los dientes y entrecerrando los ojos que destilaban odio – ¡Con que el viejo se niega a retirarse!
Daniel Franco apretó un poco las mandíbulas, pero intentó mantenerse, y presentarse, impasible. Ante eso, Guillermo Baskerville, dando un violento manotazo en la mesa, gritó:
- ¡Con un demonio Daniel! ¡Me vas a entregar el caso de inmediato o estás despedido!
Franco lo miró procurando no moverse, aunque no pudo evitar que sus músculos se tensaran aún más, como tigre predisponiéndose a atacar.
- Creo que ambas cosas deberás hablarlas con tu padre Guillermo, no conmigo. – Contestó Franco procurando no levantar la voz.
- ¿De qué se trata Franco? ¿Alguna señora rica con cuernos que buscó directamente a mi padre?
Guillermo Baskerville pretendía herirlo, más que regañarlo, ofenderlo, lastimarlo, pero Daniel Franco guardó silencio mirándolo directamente a los ojos. Notó entonces que estaban algo hundidos, raros de alguna manera. Una mirada ligeramente vidriosa que aparentemente no podía enfocar nada específico, un rayo de ira mal ajustado a la distancia y en globos levemente enrojecidos. Por desprecio mutuo, Daniel Franco siempre procuraba no fijarse directamente en Guillermo Baskerville, pero ahora que lo hacía de frente y tan cerca, descubrió que el hijo de su querido maestro y nuevo patrón usaba drogas y de la reacción de disgusto a la que estaba a punto de entregarse por la provocación, paso a la conmiseración, sin olvidar su desprecio. Guillermo Baskerville era un pobre diablo que necesitaba ayuda, pero al que no le iba a permitir que lo afectara con cualquier cosa que dijera. Así que, dominándose, simplemente reforzó su silencio. Al ver su actitud, Guillermo volvió a hablar.
- Si no vas a decir nada, entonces estas oficinas están cerradas para ti Daniel. Te prohíbo terminantemente utilizar los recursos de la agencia para atender tu caso y respecto a tu despido, sabes perfectamente que tu contrato dice que no puedes aceptar ni atender casos sin el conocimiento de “Baskerville y asociados” y como rompiste los términos de una de las cláusulas más importantes, la agencia ya no tiene contigo compromiso contractual alguno, por lo que no necesito consultarlo con nadie ¡Me escuchaste! ¡Con nadie! ¡Estás despedido!
Daniel Franco se dijo a sí mismo que tampoco tenía porqué tolerar exabruptos indefinidamente y menos de aquél chamaco que terminaría arruinando la reputación del gran detective que era su padre, por lo que giró sobre sus pies y se dirigió de inmediato a la puerta cuando escuchó una nueva advertencia.
- Ni se te ocurra ir a tu privado Daniel, no sacarás nada de ahí. Si hay algo tuyo, primero lo revisamos, no te vas a llevar ninguna información. Tampoco quiero reuniones en la noche, daré instrucciones para que no te dejen pasar a esta oficina a ninguna hora ¿Me oíste?
El detective se detuvo en seco, regresó sobre sus pasos y se inclinó sobre el escritorio hasta que ambos rostros quedaron cerca y pudo notar que el de Guillermo, inclinándose hacia atrás por la sorpresa de su reacción, tal vez pensando que Franco le lanzaría un golpe, había enmudecido y hacía cierta expresión de miedo y asombro.
- Escúchame bien jovencito, tú no me despediste. Desde que acepté este importante caso, al mismo tiempo renuncié.
Por la cara que en ese momento puso Guillermo, Daniel Franco pensó que si se trataba de lastimar, él también podía causar alguna herida, aunque hubiera tenido que mentir.
La Contraseña IX
lunes, 15 de noviembre de 2010
La Contraseña VII
Por si te perdiste las partes anteriores
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La Contraseña IV
La Contraseña V
La Contraseña VI
En el trayecto a la agencia, Daniel Franco se entregó por completo a pensar en todas las piezas que ya tenía. Si no fuera por dos o tres detalles, el caso sería realmente simple. Ethan Campbell no acudió a su cita con Kuzmanovski porque una pandilla, por los motivos que se deseen, lo asesinó la noche anterior y la causa no parece estar asociada al encuentro con el polaco –Franco había decidido que Kuzmanovski era polaco, por el apellido y porque ni de muy lejos parecía alemán-. La parafernalia para que no saliera nada a la luz pública podría deberse a que se trataba del hijo de un hombre de negocios importante en los Estados Unidos, el cual debe de haber movido sus influencias para que el asunto fuera atendido con discreción y eso es muy comprensible. Tal vez el prestigio familiar estuviera en entredicho si se supiera que Ethan Campbell tenía una amante en México y que no le importaba arriesgarse fuera de su país por verla. A Daniel Franco eso no le parecía increíble de ningún modo, tratándose de amores, había visto de todo, o casi de todo. Así que, respecto del asesinato, no hay crimen que descifrar ya ni, por fortuna, criminal que detener si era posible atenerse a lo dicho por el licenciado Figueroa.
Si con estas consideraciones fuera suficiente, el asunto estaría cerrado y sería el fin de una recurrente incertidumbre que asaltaba al detective, haciéndolo sentir mal consigo mismo. Pensando en las indagaciones de las últimas horas y sus múltiples partes no resueltas, Daniel Franco no podía evitar traer a la mente, como en un segundo plano, una perspectiva menos romántica de las cosas, la sensación inevitable de que es imposible olvidar la dura cara de la realidad. Un filón de sentido práctico le decía que era un hombre de sesenta y un años, con una esposa que lo hacía feliz, hijas que lo adoraban, dos nietos preciosos y un hijo con el que, de algún modo, había que hacer las paces alguna vez. Además, estaba a punto de jubilarse y con ello vendría la posibilidad de disfrutar de una nueva etapa de la vida con aquellas cosas que más le gustaban, leer era, por supuesto, la primera de ellas, viajar con su esposa cuando ella, a su vez, también se jubilara era otra y se podía agregar un sinfín de planes para él y su familia. ¿Qué necesidad había de meterse en un problema grave? ¿Para qué arriesgarse a estas alturas del partido sólo para presumir que se resolvió un caso de asesinato? ¿Presumir ante quienes? ¿Ante su familia con la que nunca hablaba de su trabajo? ¿Ante los compañeros de la agencia a los que humillaba recurrentemente ganándoles apuestas sobre conductas conyugales? Las aventuras de detectives pueden casi vivirse leyendo a Agatha Christie para convertirse en Hércules Poirot o a Georges Simenon para ser el Comisario Maigret o cualquier otro autor por el estilo. Si se quiere soñar con ser detective, nada más seguro que las páginas de un buen libro y en eso él era experto. El problema, sin embargo, es que ya estaba embarcado en esta empresa, que estaba atado a ella por lazos de lealtad que se habían ido anudando durante toda su vida y por los que de sus labios no iba a salir nunca un desistimiento del caso. Cualquier reticencia que pudiera tener no sería nunca mayor que la pena que le causaría decepcionar a su mentor, por lo que Franco ahora deseaba que con el anuncio a Kuzmanovski de la triste suerte de Ethan Campbell todo terminara. Y cuando esa idea comenzaba a sosegarlo, volvía como una ola violenta la inquietud que le causaban los cabos sueltos, las preguntas sin responder: ¿Por qué huyó Julieta Díaz si los culpables fueron capturados enseguida? ¿Qué papel jugaba ella en el asesinato? ¿Tendría que ver algo con ellos? ¿Por qué ofrece entregar un disco? ¿Ese disco tendrá alguna relación con Kuzmanovski? ¿El quién es? ¿Qué quiere? ¿Sería todo esto un simple asunto de negocios abruptamente roto por el azar de la muerte?
Especular incesantemente sobre los elementos de un caso no es del todo adecuado para llegar a conclusiones correctas. Tampoco lo es plantearse preguntas prematuras a sabiendas de que aún hay elementos por conjuntar. A su vez, las hipótesis desechadas por inservibles no deben nunca ser puestas de nuevo sobre la mesa porque estorban al análisis de las hipótesis que tienen valor, causando pérdida de tiempo. Así se llega más rápido a la resolución de los enigmas. El pensamiento ordenado es básico para enfrentar los problemas y esa regla no debe ser rota, habría dicho míster William alguna vez al tiempo que advertiría sobre el peligro de mezclar los elementos de un caso con las propias emociones. Un detective debe ser como un analista de laboratorio que mira bacterias por el microscopio; debe estudiarlas, pero no tocarlas, debe conocer la enfermedad, pero no contraerla. El dominio sobre uno mismo es esencial para mantenerse ecuánime y personalmente distante durante el desarrollo de una investigación, por eso Franco había desarrollado esa actitud, silenciosa e impenetrable, aparentemente siempre impasible. Desde joven se había asumido como el aprendiz disciplinado del gran maestro, de ese enigmático e implacable detective inglés que había llegado a México a resolver un caso heroicamente, cuya personalidad le había subyugado y que lo había distinguido además tomándolo bajo su protección con tanto afecto. Por eso atendía con tanta devoción sus enseñanzas, practicándolas permanentemente, comenzando por el autocontrol que siempre manifestaba. Pero esa actitud asumida debía ser más que una fachada, debía ser una auténtica virtud interior. Así el detective podría concentrarse en el acertijo, olvidándose incluso de sí mismo. Esa era la técnica que permitía volcar todo el potencial del detective en el problema, sin que nada personal llegara a ser un lastre.
Sin embargo, a pesar de todas las lecciones, tan mentalmente repasadas y practicadas por tantos años, a Daniel Franco todo ese asunto de Campbell y Kuzmanovski comenzaba a importarle un carajo frente al hecho de que en realidad su oportunidad de tomar un auténtico caso había llegado muy tarde en la vida y que en lo futuro preferiría disfrutar más de su familia y sus aficiones personales. Además, si quería ser congruente con lo aprendido, tenía que llegar a la conclusión de que estaba reprobado como detective si no podía liberarse de la aprehensión que sentía y que, de seguir adelante, seguramente lo llevaría al fracaso. Así que con las ideas bulléndole en la cabeza, mezclando conclusiones con deseos, reconociendo miedos y tentaciones de claudicación, Daniel Franco salió del elevador en el piso de “Baskerville y Asociados”.
La Contraseña VIII
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La Contraseña III
La Contraseña IV
La Contraseña V
La Contraseña VI
III
Un rompecabezas por armar
Un rompecabezas por armar
Tercera parte
En el trayecto a la agencia, Daniel Franco se entregó por completo a pensar en todas las piezas que ya tenía. Si no fuera por dos o tres detalles, el caso sería realmente simple. Ethan Campbell no acudió a su cita con Kuzmanovski porque una pandilla, por los motivos que se deseen, lo asesinó la noche anterior y la causa no parece estar asociada al encuentro con el polaco –Franco había decidido que Kuzmanovski era polaco, por el apellido y porque ni de muy lejos parecía alemán-. La parafernalia para que no saliera nada a la luz pública podría deberse a que se trataba del hijo de un hombre de negocios importante en los Estados Unidos, el cual debe de haber movido sus influencias para que el asunto fuera atendido con discreción y eso es muy comprensible. Tal vez el prestigio familiar estuviera en entredicho si se supiera que Ethan Campbell tenía una amante en México y que no le importaba arriesgarse fuera de su país por verla. A Daniel Franco eso no le parecía increíble de ningún modo, tratándose de amores, había visto de todo, o casi de todo. Así que, respecto del asesinato, no hay crimen que descifrar ya ni, por fortuna, criminal que detener si era posible atenerse a lo dicho por el licenciado Figueroa.
Si con estas consideraciones fuera suficiente, el asunto estaría cerrado y sería el fin de una recurrente incertidumbre que asaltaba al detective, haciéndolo sentir mal consigo mismo. Pensando en las indagaciones de las últimas horas y sus múltiples partes no resueltas, Daniel Franco no podía evitar traer a la mente, como en un segundo plano, una perspectiva menos romántica de las cosas, la sensación inevitable de que es imposible olvidar la dura cara de la realidad. Un filón de sentido práctico le decía que era un hombre de sesenta y un años, con una esposa que lo hacía feliz, hijas que lo adoraban, dos nietos preciosos y un hijo con el que, de algún modo, había que hacer las paces alguna vez. Además, estaba a punto de jubilarse y con ello vendría la posibilidad de disfrutar de una nueva etapa de la vida con aquellas cosas que más le gustaban, leer era, por supuesto, la primera de ellas, viajar con su esposa cuando ella, a su vez, también se jubilara era otra y se podía agregar un sinfín de planes para él y su familia. ¿Qué necesidad había de meterse en un problema grave? ¿Para qué arriesgarse a estas alturas del partido sólo para presumir que se resolvió un caso de asesinato? ¿Presumir ante quienes? ¿Ante su familia con la que nunca hablaba de su trabajo? ¿Ante los compañeros de la agencia a los que humillaba recurrentemente ganándoles apuestas sobre conductas conyugales? Las aventuras de detectives pueden casi vivirse leyendo a Agatha Christie para convertirse en Hércules Poirot o a Georges Simenon para ser el Comisario Maigret o cualquier otro autor por el estilo. Si se quiere soñar con ser detective, nada más seguro que las páginas de un buen libro y en eso él era experto. El problema, sin embargo, es que ya estaba embarcado en esta empresa, que estaba atado a ella por lazos de lealtad que se habían ido anudando durante toda su vida y por los que de sus labios no iba a salir nunca un desistimiento del caso. Cualquier reticencia que pudiera tener no sería nunca mayor que la pena que le causaría decepcionar a su mentor, por lo que Franco ahora deseaba que con el anuncio a Kuzmanovski de la triste suerte de Ethan Campbell todo terminara. Y cuando esa idea comenzaba a sosegarlo, volvía como una ola violenta la inquietud que le causaban los cabos sueltos, las preguntas sin responder: ¿Por qué huyó Julieta Díaz si los culpables fueron capturados enseguida? ¿Qué papel jugaba ella en el asesinato? ¿Tendría que ver algo con ellos? ¿Por qué ofrece entregar un disco? ¿Ese disco tendrá alguna relación con Kuzmanovski? ¿El quién es? ¿Qué quiere? ¿Sería todo esto un simple asunto de negocios abruptamente roto por el azar de la muerte?
Especular incesantemente sobre los elementos de un caso no es del todo adecuado para llegar a conclusiones correctas. Tampoco lo es plantearse preguntas prematuras a sabiendas de que aún hay elementos por conjuntar. A su vez, las hipótesis desechadas por inservibles no deben nunca ser puestas de nuevo sobre la mesa porque estorban al análisis de las hipótesis que tienen valor, causando pérdida de tiempo. Así se llega más rápido a la resolución de los enigmas. El pensamiento ordenado es básico para enfrentar los problemas y esa regla no debe ser rota, habría dicho míster William alguna vez al tiempo que advertiría sobre el peligro de mezclar los elementos de un caso con las propias emociones. Un detective debe ser como un analista de laboratorio que mira bacterias por el microscopio; debe estudiarlas, pero no tocarlas, debe conocer la enfermedad, pero no contraerla. El dominio sobre uno mismo es esencial para mantenerse ecuánime y personalmente distante durante el desarrollo de una investigación, por eso Franco había desarrollado esa actitud, silenciosa e impenetrable, aparentemente siempre impasible. Desde joven se había asumido como el aprendiz disciplinado del gran maestro, de ese enigmático e implacable detective inglés que había llegado a México a resolver un caso heroicamente, cuya personalidad le había subyugado y que lo había distinguido además tomándolo bajo su protección con tanto afecto. Por eso atendía con tanta devoción sus enseñanzas, practicándolas permanentemente, comenzando por el autocontrol que siempre manifestaba. Pero esa actitud asumida debía ser más que una fachada, debía ser una auténtica virtud interior. Así el detective podría concentrarse en el acertijo, olvidándose incluso de sí mismo. Esa era la técnica que permitía volcar todo el potencial del detective en el problema, sin que nada personal llegara a ser un lastre.
Sin embargo, a pesar de todas las lecciones, tan mentalmente repasadas y practicadas por tantos años, a Daniel Franco todo ese asunto de Campbell y Kuzmanovski comenzaba a importarle un carajo frente al hecho de que en realidad su oportunidad de tomar un auténtico caso había llegado muy tarde en la vida y que en lo futuro preferiría disfrutar más de su familia y sus aficiones personales. Además, si quería ser congruente con lo aprendido, tenía que llegar a la conclusión de que estaba reprobado como detective si no podía liberarse de la aprehensión que sentía y que, de seguir adelante, seguramente lo llevaría al fracaso. Así que con las ideas bulléndole en la cabeza, mezclando conclusiones con deseos, reconociendo miedos y tentaciones de claudicación, Daniel Franco salió del elevador en el piso de “Baskerville y Asociados”.
La Contraseña VIII
jueves, 11 de noviembre de 2010
La Contraseña VI
Por si te perdiste las partes anteriores:
La Contraseña I
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La Contraseña V
Saber quién es sospecho de haber asesinado a Ethan Campbell no sólo era del interés de Daniel Franco, cuyo deber era obtener la mayor información posible de su caso, sino también, seguramente, era del interés de su cliente, pues podría tratarse de alguien que pusiera en peligro la vida del mismo Kuzmanovski, si no es que, en una hipótesis muy descabellada, fuera el mismísimo polaco o alemán el asesino. Si a la información obtenida hasta ahora se añadía, además, la alusión a un disco misterioso cuya poseedora desea devolver, sin que los motivos sean claros, el asunto tenía ya todos los elementos de intriga y misterio necesarios para alimentar el interés y emoción que Franco había soñado. Parecía que al fin, la fantasiosa pretensión de toda la vida iba a cumplirse: el Detective Daniel Franco tendría que resolver un acertijo en donde los involucrados sólo proporcionaban partes inconexas, explicaciones incompletas, trazos de una pintura cuyo auténtico paisaje sólo podía ser visto por una mente brillante, cuyo poder de análisis y deducción fuera superior al del común de la gente. Y esa mente sería la suya.
Durante el trayecto su entusiasmo fue en aumento, como si recibiera una inyección de adrenalina pura, directa a la yugular. Hacía tiempo que no se sentía así de jovial, vigoroso, como si un pase mágico le hubiera quitado décadas de encima. Entonces recordó los días en que William Baskerville le insistía que un detective tiene también la obligación de mantenerse en excelente forma física. El recuerdo de ambos corriendo juntos en el Bosque de Chapultepec un sábado por la mañana muchos años antes se interrumpió de súbito por un escalofrío con el que Franco se sorprendió así mismo: “Enemigos… enemigos capaces de asesinar por un disco”. En efecto, pudieron haber matado a Campbell por dicho disco y de algún modo Julieta Díaz había logrado escapar con él y por ello quiere ahora entregarlo. Todo concordaba, pero tenía implicaciones siniestras, pues podría significar la necesidad de enfrentarse en algún momento a asesinos y una cosa es hacer deducciones brillantes y otra muy distinta es liarse a balazos.
El detective sacudió la cabeza como para que el viento que entraba por la ventanilla de su auto terminara por llevarse esa idea inquietante. Pero no pudo evitar otra idea traidora: ¿Hasta dónde valía la pena comprometerse con un caso si el enemigo está dispuesto a todo? En sus poco más de cuarenta años como detective, a Daniel Franco le había tocado ver muy pocas veces un gesto de preocupación en William Baskerville sobre casos contra verdaderos criminales. Incluso no le había pasado desapercibido que en alguna de esas ocasiones se había colaborado con alguna autoridad judicial. Pero él nunca conoció los detalles y, para su sorpresa, descubría en ese mismo instante que, tratándose de un asesinato, su experiencia real era nula y un nuevo y ligero escalofrío aminoró su ímpetu inicial. En éste, su primer y único caso, no iba a poder prescindir del consejo de su jefe si tenían que enfrentar a enemigos de cualquier índole, lo que, de nueva cuenta, minaba su entusiasmo.
Llegó a las oficinas del Ministerio Público y fue acercándose al lugar entre ríos de gente que entraba y salía: agentes judiciales con pistolas al cinto, hombres y mujeres con carpetas en la mano y cara de preocupación, flamantes abogados hablando por celular y burócratas de todo tipo, desde modestas secretarias hasta sagaces empleados con ambiciones políticas, todos en febril actividad, como colmena al mediodía.
Frente a la recepción había cinco filas de bancas de madera sin respaldo ocupadas hasta el último centímetro por gente esperando alguna diligencia. Más adelante, un mostrador separaba al personal del público y tras él muchos escritorios organizados en cuadrícula. Sobre cada escritorio, torres de papeles hacían un prodigio de equilibrio para no caerse, pero servían también perfectamente para ocultar a los empleados que se hallaban sentados.
Tan pronto el detective Daniel Franco se dejó ver en el mostrador, un empleado brincó de su escritorio haciéndole señas de saludo, como quien quiere llamar la atención al paso de una estrella de cine. Se levantó de su lugar para ir a su encuentro, esquivando mobiliario y demás personal, al tiempo que le gritaba desde la distancia.
- ¡Detective Franco! ¿Qué anda haciendo por aquí? ¿Cómo está? ¡Qué gusto verlo! Permítame, permítame por favor, voy con usted, faltaba más, nunca hubiera imaginado verlo por aquí, qué gusto verlo otra vez…
Franco esperó a que terminara la ruidosa recepción y le extendió la mano con el mismo gesto, serio e impasible, con que una vez le dio las fotografías y grabaciones que le permitieron al sujeto divorciarse sin tener que dividir bienes por la mitad.
- Licenciado Figueroa…
- Detective ¡Le repito que qué gusto verlo! Créame que nunca me ha sido posible decirle lo feliz que soy y el mucho dinero que me ahorré gracias a usted y ahora por aquí, es un placer saludarlo, de verdad… –Insistía el sujeto sin soltar su mano y mirando alrededor, como buscando a alguien a quien presentarle a su héroe, que era considerablemente más alto que él-.
- Vengo por información Licenciado.
- Claro detective, usted nada más diga y yo le busco el expediente que me pida, estoy a sus órdenes, igual que esta oficina, o por lo menos hasta donde yo me puedo meter, lo que usted indique, mire que no me cansaré de decirle que es un placer hablar con alguien como usted…
Franco, serio, seguía con la mirada la hiperquinética alocución del individuo y esperaba para poder hablar. Cuando aquél por fin hizo una pausa, fue directo al grano.
- La noche de anteayer mataron a un norteamericano en la colonia Obrera.
El sujeto guardó silencio repentinamente por unos instantes para mirar a Franco con ojos de asombro.
- ¿El gringo de la Obrera detective? –Preguntó en un tono de voz muchísimo más bajo que su perorata inicial. -¿Anda usted tras eso?
- ¿Qué hay con él? ¿Qué sabe al respecto? –Reviró Franco.
- ¡Uff, eso es un notición detective! O iba a ser, pues. Le adelanto que eso nos puso de cabeza esa noche y tenemos prohibidísimo decir nada al respecto.
- ¿O sea? –Preguntó Franco, siguiendo su costumbre de ser parco con sujetos como él, siempre dispuestos a la indiscreción, pues la regla es que, en conversaciones como esa, la información debía correr sólo en un sentido, el que al detective conviniera.
- O sea, detective, que yo a usted le cuento todo, faltaba más. ¿Quiere que de una vez le diga que sé?
- Por favor –contestó el detective sin perder nunca su gesto adusto-.
El sujeto tomó a Daniel Franco del brazo y lo condujo a un rincón del lugar mientras giraba su cabeza, repasando los alrededores, como si realmente pudieran aislarse en aquella kermés de denuncias, detenciones, víctimas de delitos, policías, periodistas, burócratas y demás personas que inundaban el lugar.
- Pues mire, lo que sé es que lo mató una pandilla que actuaba en la zona, cuando llegó la policía hicieron un perímetro y los agarraron de inmediato, luego se los llevaron sin trámites a la grande y la razón, según esto, fue por algún asalto, pero parece también que ya lo conocían y el gringo les caía mal o algo así. Lo que sí puedo decirle es que los asesinos están presos y confesos, sí señor.
- ¿Está seguro de eso licenciado? ¿Diría que lo mataron para asaltarlo? ¿No sería para quitarle algo en particular, alguna razón más de fondo?
- ¿Más de fondo? Pues no, por las declaraciones de los chavos que trajeron, que yo me enteré por casualidad detective, no vaya a pensar que por andar metiéndome en ese asunto, porque ni me tocaba, aunque antier sí me tocó guardia, pues me parece que la única razón es que le traían ganas y andaban pasados con algo. Les encontraron carrujos de marihuana y algunas dosis de cocaína que según andaban vendiendo, pero más bien se la estaban consumiendo. Según supe, todos llegaron drogados.
“La muerte de Campbell es casual, entonces Kuzmanovski no corre peligro, ni yo tampoco”, se dijo para sí Franco, desembarazándose de la leve inquietud que tenía cuando entró al Ministerio Público. Pero aún había otras interrogantes, por supuesto.
- ¿Por qué dice que estuvieron de cabeza y tienen prohibido hablar?
- Ah, déjeme le cuento detective, que para eso soy su amigo, un amigo muy agradecido, si me lo permite, porque usted manejó mi problema como nadie lo hubiera hecho…
Franco lo miraba atento, pero con un destello cada vez más evidente de que la paciencia se le terminaba.
- Pero bueno, le cuento, lo que pasa es que poco después llegó personal del gobierno, pero a otro nivel ¿me entiende?, con agentes especializados, y recogieron todo lo que hubiera respecto al crimen con el ministerio público que se encargó, aquí no quedó ningún expediente, creo que hasta el cuerpo que estaba en la Semefo se llevaron, incluso persiguieron a todos los reporteros para hablar con ellos y recoger todo su material y deben haber movido más arriba aún, porque en los periódicos ni en las noticias salió nada. Como si el asunto no hubiera ocurrido. A lo mejor hasta Seguridad Nacional estuvo metida en esto.
- ¿Sabe usted la razón? –Preguntó Franco.
- ¿No sabe quién era? –Preguntó a su vez el burócrata.
- Se apellidaba Campbell. –Dijo Franco al tiempo que se arrepentía del pequeño desliz.
- Pues yo no supe cómo se llamaba, pero según corrió aquí esa misma noche, era hijo de un hombre importante de Estados Unidos, según, un hombre muy, muy rico detective, fortuna en serio. Incluso hubo algunos agentes como gringos también, me imagino que de la embajada de allá, de Estados Unidos, se asomaron por aquí discretamente, como supervisando a los agentes del gobierno, se metieron enfrente de la calle a unas camionetas negras a hablar con ellos y luego se fueron. Rato después, cuando el turno terminó, no nos dejaron ir enseguida, fueron hablando con nosotros, uno por uno, para decirnos que por seguridad del país, no le contáramos nada a ningún reportero del gringo de la Obrera. Que yo recuerde, nunca había pasado algo así. Hasta amenazaron a los últimos dos o tres de la prensa que andaban aquí esa noche, que tuvieran cuidado con filtrar algo, porque no se la iban a acabar. ¿Está usted involucrado con eso detective?
- Estoy pensándolo –respondió cauto Daniel Franco, al tiempo que le dedicó una mirada fría, invitándolo a no preguntar más.
- Pues yo no creo que haya mucho que investigar detective, los culpables están adentro y, como ya le dije, confesos y si hay algo más, usted sabrá, pero esos ya no serían asuntos de cuernos ¿O sí? Si está metida Seguridad Nacional o la embajada de Estados Unidos, el Vaticano, los extraterrestres o lo que sea, entonces esas ya son big liguers ¿me entiende? No le vaya a pasar algo a usted, que con todo respeto sí le digo, sin ganas de molestarlo, yo en su lugar hay lugares donde no me metería ¿no le parece?
En ese momento el sujeto percibió por fin la mirada de Franco y comprendió que sus palabras habían tomado un rumbo equivocado e intentó corregir sobre la marcha.
- Bueno, yo se lo digo porque le tengo agradecimiento, no es que me importe ¿verdad? Este… ¿quiere saber algo más?
- ¿Tiene el nombre de las personas que agarraron?
- Es parte del expediente que ya no está, sé que se los llevaron, pero ya quién sabe qué es de ellos. Igual y ya ni están vivos.
La siniestra alusión incomodó a Daniel Franco, quien dejó pasar un segundo para recuperarse y hablando pausadamente retomó la última arista por averiguar del tema:
- ¿Qué sabe de una mujer llamada Julieta Díaz?
- ¿Ella quién es?
Era todo lo que Daniel Franco necesitaba oír, le extendió la mano al sujeto para darle un rápido apretón de manos para no darle oportunidad de que volviera a abrir la boca y salió de ahí hacia la agencia. Entonces recordó que por primera vez en muchos años, no había ido primero a la oficina para checar tarjeta y llenar un formulario de reporte con las actividades que realizaría durante el día.
La Contraseña VII
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III
Un rompecabezas por armar
Un rompecabezas por armar
Segunda parte
Los crímenes cometidos con arma de fuego atañen el Ministerio Público Federal. Ese es un dato básico para cualquier detective y en el caso de Daniel Franco, no sólo lo tenía presente, sino, además, tenía también el contacto perfecto para obtener información.Saber quién es sospecho de haber asesinado a Ethan Campbell no sólo era del interés de Daniel Franco, cuyo deber era obtener la mayor información posible de su caso, sino también, seguramente, era del interés de su cliente, pues podría tratarse de alguien que pusiera en peligro la vida del mismo Kuzmanovski, si no es que, en una hipótesis muy descabellada, fuera el mismísimo polaco o alemán el asesino. Si a la información obtenida hasta ahora se añadía, además, la alusión a un disco misterioso cuya poseedora desea devolver, sin que los motivos sean claros, el asunto tenía ya todos los elementos de intriga y misterio necesarios para alimentar el interés y emoción que Franco había soñado. Parecía que al fin, la fantasiosa pretensión de toda la vida iba a cumplirse: el Detective Daniel Franco tendría que resolver un acertijo en donde los involucrados sólo proporcionaban partes inconexas, explicaciones incompletas, trazos de una pintura cuyo auténtico paisaje sólo podía ser visto por una mente brillante, cuyo poder de análisis y deducción fuera superior al del común de la gente. Y esa mente sería la suya.
Durante el trayecto su entusiasmo fue en aumento, como si recibiera una inyección de adrenalina pura, directa a la yugular. Hacía tiempo que no se sentía así de jovial, vigoroso, como si un pase mágico le hubiera quitado décadas de encima. Entonces recordó los días en que William Baskerville le insistía que un detective tiene también la obligación de mantenerse en excelente forma física. El recuerdo de ambos corriendo juntos en el Bosque de Chapultepec un sábado por la mañana muchos años antes se interrumpió de súbito por un escalofrío con el que Franco se sorprendió así mismo: “Enemigos… enemigos capaces de asesinar por un disco”. En efecto, pudieron haber matado a Campbell por dicho disco y de algún modo Julieta Díaz había logrado escapar con él y por ello quiere ahora entregarlo. Todo concordaba, pero tenía implicaciones siniestras, pues podría significar la necesidad de enfrentarse en algún momento a asesinos y una cosa es hacer deducciones brillantes y otra muy distinta es liarse a balazos.
El detective sacudió la cabeza como para que el viento que entraba por la ventanilla de su auto terminara por llevarse esa idea inquietante. Pero no pudo evitar otra idea traidora: ¿Hasta dónde valía la pena comprometerse con un caso si el enemigo está dispuesto a todo? En sus poco más de cuarenta años como detective, a Daniel Franco le había tocado ver muy pocas veces un gesto de preocupación en William Baskerville sobre casos contra verdaderos criminales. Incluso no le había pasado desapercibido que en alguna de esas ocasiones se había colaborado con alguna autoridad judicial. Pero él nunca conoció los detalles y, para su sorpresa, descubría en ese mismo instante que, tratándose de un asesinato, su experiencia real era nula y un nuevo y ligero escalofrío aminoró su ímpetu inicial. En éste, su primer y único caso, no iba a poder prescindir del consejo de su jefe si tenían que enfrentar a enemigos de cualquier índole, lo que, de nueva cuenta, minaba su entusiasmo.
Llegó a las oficinas del Ministerio Público y fue acercándose al lugar entre ríos de gente que entraba y salía: agentes judiciales con pistolas al cinto, hombres y mujeres con carpetas en la mano y cara de preocupación, flamantes abogados hablando por celular y burócratas de todo tipo, desde modestas secretarias hasta sagaces empleados con ambiciones políticas, todos en febril actividad, como colmena al mediodía.
Frente a la recepción había cinco filas de bancas de madera sin respaldo ocupadas hasta el último centímetro por gente esperando alguna diligencia. Más adelante, un mostrador separaba al personal del público y tras él muchos escritorios organizados en cuadrícula. Sobre cada escritorio, torres de papeles hacían un prodigio de equilibrio para no caerse, pero servían también perfectamente para ocultar a los empleados que se hallaban sentados.
Tan pronto el detective Daniel Franco se dejó ver en el mostrador, un empleado brincó de su escritorio haciéndole señas de saludo, como quien quiere llamar la atención al paso de una estrella de cine. Se levantó de su lugar para ir a su encuentro, esquivando mobiliario y demás personal, al tiempo que le gritaba desde la distancia.
- ¡Detective Franco! ¿Qué anda haciendo por aquí? ¿Cómo está? ¡Qué gusto verlo! Permítame, permítame por favor, voy con usted, faltaba más, nunca hubiera imaginado verlo por aquí, qué gusto verlo otra vez…
Franco esperó a que terminara la ruidosa recepción y le extendió la mano con el mismo gesto, serio e impasible, con que una vez le dio las fotografías y grabaciones que le permitieron al sujeto divorciarse sin tener que dividir bienes por la mitad.
- Licenciado Figueroa…
- Detective ¡Le repito que qué gusto verlo! Créame que nunca me ha sido posible decirle lo feliz que soy y el mucho dinero que me ahorré gracias a usted y ahora por aquí, es un placer saludarlo, de verdad… –Insistía el sujeto sin soltar su mano y mirando alrededor, como buscando a alguien a quien presentarle a su héroe, que era considerablemente más alto que él-.
- Vengo por información Licenciado.
- Claro detective, usted nada más diga y yo le busco el expediente que me pida, estoy a sus órdenes, igual que esta oficina, o por lo menos hasta donde yo me puedo meter, lo que usted indique, mire que no me cansaré de decirle que es un placer hablar con alguien como usted…
Franco, serio, seguía con la mirada la hiperquinética alocución del individuo y esperaba para poder hablar. Cuando aquél por fin hizo una pausa, fue directo al grano.
- La noche de anteayer mataron a un norteamericano en la colonia Obrera.
El sujeto guardó silencio repentinamente por unos instantes para mirar a Franco con ojos de asombro.
- ¿El gringo de la Obrera detective? –Preguntó en un tono de voz muchísimo más bajo que su perorata inicial. -¿Anda usted tras eso?
- ¿Qué hay con él? ¿Qué sabe al respecto? –Reviró Franco.
- ¡Uff, eso es un notición detective! O iba a ser, pues. Le adelanto que eso nos puso de cabeza esa noche y tenemos prohibidísimo decir nada al respecto.
- ¿O sea? –Preguntó Franco, siguiendo su costumbre de ser parco con sujetos como él, siempre dispuestos a la indiscreción, pues la regla es que, en conversaciones como esa, la información debía correr sólo en un sentido, el que al detective conviniera.
- O sea, detective, que yo a usted le cuento todo, faltaba más. ¿Quiere que de una vez le diga que sé?
- Por favor –contestó el detective sin perder nunca su gesto adusto-.
El sujeto tomó a Daniel Franco del brazo y lo condujo a un rincón del lugar mientras giraba su cabeza, repasando los alrededores, como si realmente pudieran aislarse en aquella kermés de denuncias, detenciones, víctimas de delitos, policías, periodistas, burócratas y demás personas que inundaban el lugar.
- Pues mire, lo que sé es que lo mató una pandilla que actuaba en la zona, cuando llegó la policía hicieron un perímetro y los agarraron de inmediato, luego se los llevaron sin trámites a la grande y la razón, según esto, fue por algún asalto, pero parece también que ya lo conocían y el gringo les caía mal o algo así. Lo que sí puedo decirle es que los asesinos están presos y confesos, sí señor.
- ¿Está seguro de eso licenciado? ¿Diría que lo mataron para asaltarlo? ¿No sería para quitarle algo en particular, alguna razón más de fondo?
- ¿Más de fondo? Pues no, por las declaraciones de los chavos que trajeron, que yo me enteré por casualidad detective, no vaya a pensar que por andar metiéndome en ese asunto, porque ni me tocaba, aunque antier sí me tocó guardia, pues me parece que la única razón es que le traían ganas y andaban pasados con algo. Les encontraron carrujos de marihuana y algunas dosis de cocaína que según andaban vendiendo, pero más bien se la estaban consumiendo. Según supe, todos llegaron drogados.
“La muerte de Campbell es casual, entonces Kuzmanovski no corre peligro, ni yo tampoco”, se dijo para sí Franco, desembarazándose de la leve inquietud que tenía cuando entró al Ministerio Público. Pero aún había otras interrogantes, por supuesto.
- ¿Por qué dice que estuvieron de cabeza y tienen prohibido hablar?
- Ah, déjeme le cuento detective, que para eso soy su amigo, un amigo muy agradecido, si me lo permite, porque usted manejó mi problema como nadie lo hubiera hecho…
Franco lo miraba atento, pero con un destello cada vez más evidente de que la paciencia se le terminaba.
- Pero bueno, le cuento, lo que pasa es que poco después llegó personal del gobierno, pero a otro nivel ¿me entiende?, con agentes especializados, y recogieron todo lo que hubiera respecto al crimen con el ministerio público que se encargó, aquí no quedó ningún expediente, creo que hasta el cuerpo que estaba en la Semefo se llevaron, incluso persiguieron a todos los reporteros para hablar con ellos y recoger todo su material y deben haber movido más arriba aún, porque en los periódicos ni en las noticias salió nada. Como si el asunto no hubiera ocurrido. A lo mejor hasta Seguridad Nacional estuvo metida en esto.
- ¿Sabe usted la razón? –Preguntó Franco.
- ¿No sabe quién era? –Preguntó a su vez el burócrata.
- Se apellidaba Campbell. –Dijo Franco al tiempo que se arrepentía del pequeño desliz.
- Pues yo no supe cómo se llamaba, pero según corrió aquí esa misma noche, era hijo de un hombre importante de Estados Unidos, según, un hombre muy, muy rico detective, fortuna en serio. Incluso hubo algunos agentes como gringos también, me imagino que de la embajada de allá, de Estados Unidos, se asomaron por aquí discretamente, como supervisando a los agentes del gobierno, se metieron enfrente de la calle a unas camionetas negras a hablar con ellos y luego se fueron. Rato después, cuando el turno terminó, no nos dejaron ir enseguida, fueron hablando con nosotros, uno por uno, para decirnos que por seguridad del país, no le contáramos nada a ningún reportero del gringo de la Obrera. Que yo recuerde, nunca había pasado algo así. Hasta amenazaron a los últimos dos o tres de la prensa que andaban aquí esa noche, que tuvieran cuidado con filtrar algo, porque no se la iban a acabar. ¿Está usted involucrado con eso detective?
- Estoy pensándolo –respondió cauto Daniel Franco, al tiempo que le dedicó una mirada fría, invitándolo a no preguntar más.
- Pues yo no creo que haya mucho que investigar detective, los culpables están adentro y, como ya le dije, confesos y si hay algo más, usted sabrá, pero esos ya no serían asuntos de cuernos ¿O sí? Si está metida Seguridad Nacional o la embajada de Estados Unidos, el Vaticano, los extraterrestres o lo que sea, entonces esas ya son big liguers ¿me entiende? No le vaya a pasar algo a usted, que con todo respeto sí le digo, sin ganas de molestarlo, yo en su lugar hay lugares donde no me metería ¿no le parece?
En ese momento el sujeto percibió por fin la mirada de Franco y comprendió que sus palabras habían tomado un rumbo equivocado e intentó corregir sobre la marcha.
- Bueno, yo se lo digo porque le tengo agradecimiento, no es que me importe ¿verdad? Este… ¿quiere saber algo más?
- ¿Tiene el nombre de las personas que agarraron?
- Es parte del expediente que ya no está, sé que se los llevaron, pero ya quién sabe qué es de ellos. Igual y ya ni están vivos.
La siniestra alusión incomodó a Daniel Franco, quien dejó pasar un segundo para recuperarse y hablando pausadamente retomó la última arista por averiguar del tema:
- ¿Qué sabe de una mujer llamada Julieta Díaz?
- ¿Ella quién es?
Era todo lo que Daniel Franco necesitaba oír, le extendió la mano al sujeto para darle un rápido apretón de manos para no darle oportunidad de que volviera a abrir la boca y salió de ahí hacia la agencia. Entonces recordó que por primera vez en muchos años, no había ido primero a la oficina para checar tarjeta y llenar un formulario de reporte con las actividades que realizaría durante el día.
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